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ycho reconoció el lugar de inmediato. Estaba en el pequeño jardín del patriarca, junto a los jardines de los duques. Las ventanas de Ca’ Ducale estaban iluminadas, mientras que el palacio del patriarca permanecía sumido en la oscuridad. Según Atilo, Gregorio XII, el nuevo Papa de Roma, estaba demasiado ocupado tratando de negociar una unión de pontificados con su rival, el anti-papa Benedicto XIII, para ocuparse del nombramiento del nuevo arzobispo de Venecia; además, no soportaba a los venecianos. En realidad poca gente del continente los soportaba, así que el papa consideró que podían esperar…
Una leve brisa agitaba las ramas de los chopos, las plantas parecían descuidadas. Pero los criados se habían tomado la molestia de remover la tierra para eliminar cualquier rastro que pudiera quedar del asesinato del arzobispo. A menos que lo hubieran hecho la nieve y la lluvia que habían caído en las últimas semanas.
Había tres personas de pie ante el único roble del jardín. Una muchacha, un niño y un hombre. Tenían las manos atadas y unas sogas subían desde sus cuellos hacia las ramas más bajas del árbol para volver a bajar después y quedar ancladas en la tierra. Tycho reconoció de inmediato a las dos figuras más pequeñas. Eran Rosalyn y Pietro, a los que había visto por última vez la noche en que fue capturado. El tercero era un hombre de cara desfigurada y ojos sin vida que observaba a los que se acercaban con la mirada de alguien acostumbrado a la violencia, en gran parte generada por él mismo. Rebosaba odio.
Tycho se preguntó si los demás eran conscientes de lo peligroso que era aquel hombre. Se imaginó que sí. Al intentar avanzar sintió que unos dedos en su hombro le dejaban clavado en el sitio. Cualquiera que fuese el nervio que Atilo apretase, había anulado su capacidad de moverse.
—Mira a tu alrededor. Siempre mira a tu alrededor.
Tycho vio que detrás de otro árbol había un arquero. Ya tenía preparada la flecha y sus dedos tensaban la cuerda.
—Son flechas envenenadas —advirtió Atilo.
Las manos de Rosalyn estaban atadas con una única cuerda, mientras que las del hombre estaban sujetas con dos. Además estaba unido a una bola de hierro por una gruesa cadena. Había un segundo arquero para asegurarse de que no llegaría muy lejos si trataba de escapar.
—¿Es seguro este jardín?
—Sí, mi señor —afirmó el sargento.
—Entonces dame la llave —dijo Atilo—. Y márchate.
Si el sargento dedicó una segunda mirada al nuevo aprendiz de Atilo se debió simplemente a su extraño aspecto. A juzgar por la velocidad con la que desapareció, el hombre no tenía estómago para quedarse a contemplar lo que estaba a punto de suceder. Atilo soltó el hombro de Tycho.
—Lección número uno. Tú no tienes amigos —e hizo un gesto con la cabeza señalando a Rosalyn—. Pégala.
—No —contestó Tycho.
—¿Te niegas a pegarla?
—Sí, me niego.
Atilo sacó una daga del cinturón y se la tendió sosteniéndola por la punta.
—Entonces córtale la cara —dijo—. Y si no lo haces tendrás que sacarle un ojo. Si no le sacas el ojo tendrás que cortarle las dos orejas y la nariz. Y si tampoco haces eso el arquero te disparará…
—Por favor —dijo Rosalyn—, haz lo que dice.
—Nunca —negó Tycho con la cabeza.
—Peor para ti —murmuró el doctor Cuervo.
Con un golpe de la daga Atilo cortó las cuerdas que ataban las muñecas del hombre de cara desfigurada. Un segundo golpe cortó la soga del cuello dejándola colgando como una bufanda. Tras acabar con las cuerdas le lanzó la llave.
—Libera tus pies… Bien, ahora intercambiaremos —Atilo cogió la llave y arrojó al hombre un puñal.
—Ya sabes lo que tienes que hacer.
Los ojos del hombre se dirigieron hacia Rosalyn. Y Tycho vio el cráneo de la muchacha bajo la piel. Sus ojos sin esperanza en las cuencas vacías.
—No —gritó. Al abalanzarse sobre Atilo algo le golpeó en la sien. Se volvió y vio cómo el doctor Cuervo levantaba su bastón. Que bajó de nuevo golpeándole con tanta fuerza que Tycho cayó al suelo. Mientras intentaba ponerse de pie el alquimista le golpeó de nuevo.
—Quédate ahí, maldita sea.
—Que sea rápido —dijo Atilo al prisionero liberado. Sin necesidad de que se lo repitieran, el hombre agarró a Rosalyn por la garganta y le clavó el puñal de Atilo entre las costillas. Con un puñetazo en el estómago Atilo hizo callar al hermano pequeño de la muchacha.
—Es mejor hacerlo despacio —dijo el hombre de ojos sin vida.
—¿Cuántas mujeres con esta?
—Ocho, mi señor.
—Nuestro amigo torturó a la última que mató. La rajó desde el sexo hasta la garganta. El capitán de la Ronda dijo que tardó una hora en morir.
—Más —insistió el hombre—. Mucho más.
De pie sobre Tycho, Atilo le decía:
—Si la hubieras pegado, se habría salvado. Si la hubieras hecho un corte en la cara, se habría salvado. Tú podías haberla salvado. Y no lo hiciste. Aprende de tus errores.
Haciendo caso omiso de sus palabras, Tycho se arrastró hasta la moribunda Rosalyn.
Gotas de sangre de las heridas de la sien caían como lágrimas sobre el rostro de la muchacha. Tycho vio cómo la vida iba abandonando sus ojos. Su boca se llenó de bilis, el olor de la sangre le provocó un tremendo dolor en las mandíbulas, como si le hubieran golpeado en los dos lados al mismo tiempo.
En el cielo, el color de la luna había cambiado; parecía que hubieran colocado un filtro de color rojo sangre entre el mundo y su ira. Y algo más… Por primera vez Tycho sintió que su cuerpo empezaba a cambiar. Algo negro se deslizó en su interior, fortaleciendo sus músculos, aguzando sus sentidos.
—¿Me estás escuchando? —dijo Atilo poniendo a Tycho en pie.
—No —dijo Tycho.
Toda su ira se concentró en el golpe con el que aplastó la garganta del asesino. A falta de un puñal, hundió los pulgares en los ojos del hombre hasta que los globos oculares reventaron y el líquido que contenían corrió por sus dedos. Mientras Atilo cogía su daga, Tycho intentó sacarle los ojos. Falló porque Atilo bloqueó el golpe con la velocidad de un hombre de la mitad de su edad.
—No —ordenó el doctor Cuervo.
Tycho sintió un filo cortante quemándole el cuello. Estaba más helado que el hielo más frío. El doctor Cuervo había convertido su bastón en una espada.
—Plata. De la corte del Khan —dijo. Se refería al filo—. No es pura, por supuesto. Sería demasiado blanda para hacer una espada con ella.
—Doctor Cuervo.
—Tiene que aprender —dijo Cuervo bajando su arma.
—¿Metalurgia?
—Todo. Esas son las órdenes de Alexa. Cualquier otra cosa se considerará un fracaso. Su fracaso —agregó el alquimista, como si no fuera evidente ya—. Así que, ahora que ha matado tan inteligentemente a la única persona de la que se fiaba, le sugiero que busque otras maneras de influir en nuestro pequeño amigo.