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l horizonte estaba cubierto por nubes de tormenta. La luz se había vuelto de un gris sombrío, como si los ángeles malignos se interpusiesen entre el sol poniente y el revuelto mar, proyectando sombras sobre todo lo que había debajo. Tycho tenía ganas de vomitar, pero tenía el estómago vacío.

Así que se envolvió en su jubón de seda tratada con aceite y confió en que la tela podrida del improvisado toldo lo protegiera mientras llegaban las nuevas órdenes.

Todo el mundo estaba esperando órdenes.

El Caballito del Mar era una galera pequeña. El capitán, el hijo del dueño, el que marcaba el ritmo con el tambor, el capataz y catorce filas de galeotes esclavos. Tycho no estaba seguro de cuál era su cargamento. Nada pesado, a juzgar por su forma de elevarse con las olas. El viento iba haciéndose cada vez más fuerte. Y más frío.

En otras circunstancias hubiera sido de agradecer un poco de aire freso. Pero Tycho se dio cuenta de lo que se les venía encima cuando Adif, el esclavo mameluco que iba a su lado, empezó a contar los intervalos entre los rayos y sus truenos. La cuenta era cada vez más corta, la tormenta se estaba acercando.

Se dirigían hacia un muro de lluvia que borraba el límite entre el cielo y el mar. A sus espaldas ya era de noche, las constelaciones llenaban el cielo y el mar era oscuro y plano en el lugar en el que se juntaba con el borde de la noche.

—Tenemos que dirigirnos hacia el norte.

—Señor, eso es imposible.

El hijo del dueño dio una patada al suelo. Era joven, rico y estaba asustado. Si su padre hubiera estado allí para controlarlo, se habría comportado de manera diferente. El muchacho quería llegar a tierra. Durante las tormentas las órdenes eran dirigirse al puerto más cercano.

Pero ahora la tormenta se interponía entre ellos y la costa de Dalmacia, con sus acantilados, islotes y un sinfín de bancos rocosos. Las costas de Italia estaban a sus espaldas a un día de distancia, eso con viento y suerte. Y a mucho más si la suerte y el viento no les acompañaban.

El capitán Malo había ofrecido dos alternativas.

Cortar el mástil y capear el temporal, o huir del mismo. Pero eso fue antes de echar otra mirada al muro de lluvia. Ahora opinaba que ya no había tiempo para la primera opción. Por lo tanto sugería la segunda.

Viejo y cansado, con una enorme panza, el griego se había resignado a arrastrar su barco arriba y abajo a lo largo de las rutas marítimas que los barcos más rápidos utilizaban diariamente. En tiempos el Caballito del Mar había sido un barco moderno, pero ahora su casco era como un mosaico de parches. Necesitaba ser calafateado de nuevo y había que cambiar los clavos de madera, esas espigas largas y finas que sujetaban las tablas del casco en su sitio. Se mantenía a flote de milagro.

Y el capitán quería que siguiera así.

Tras cada tempestad el mar se llenaba de restos de galeras. Y de cadáveres de galeotes. Encadenados a sus remos, flotando en el agua o arrastrados a las playas junto con troncos y tablas astilladas, todo lo que quedaba de los barcos con los que habían naufragado.

Intentar alejarse de la costa dálmata significaba dejar atrás la tormenta y poner la revuelta mar de por medio entre el Caballito del Mar y los acantilados. Las probabilidades no eran muy grandes. Pero eran mejores que si trataban de ganar el puerto.

—¡Dirígete a tierra! —gritó el muchacho—. ¡Es una orden!

—El capitán soy yo.

—No lo serás por mucho más tiempo si no haces lo que te digo —las palabras del muchacho llegaron a Tycho gracias a que el viento se había calmado por un instante—. Busca un puerto ahora.

El mameluco vecino de Tycho echó una mirada a la cubierta y escupió algunas palabras en su propio idioma. Tycho no necesitaba un traductor para saber que se trataba de un juramento.

—¿Tan malo es?

—Este va a conseguir que muramos todos, genio de la nieve.

Adif empezó a llamarlo así desde el primer día. Después de que Tycho plegara su toldo improvisado al caer la noche y se quitase el jubón para revelar una piel blanca como la nieve.

—Si nos quitan las cadenas aférrate a un remo y nada hacia la tierra.

—El agua me matará.

El mameluco silbó y asintió con la cabeza. Estaba molesto consigo mismo por no haber pensado en ello.

—Entonces te deseo una muerte rápida.

Tycho y Adif estaban sentados en la última fila, separados por un pasillo. Delante de ellos se encontraban los demás esclavos. Inmediatamente detrás, en un cuchitril tapado con lonas, dormían el capitán Malo y el hijo del dueño. Como todo el mundo en el barco, tenían que hacer sus necesidades por la borda.

La diferencia era que ellos lo hacían cuando querían. Mientras que Adif y Tycho debían orinar en sus bancos y cagar por las mañanas, cuando les quitaban los grilletes de las manos durante unos minutos. Pero no todos los esclavos podían aguantar tanto tiempo.

—Arnaud, llévatelo.

La edad del capataz estaba a medio camino entre la del muchacho y la del capitán. Su rostro era hermoso, pero los ojos duros y el carácter brutal.

—Ya ha oído al jefe —contestó el capataz.

—Él no es el jefe —protestó el capitán Malo—. Soy yo.

Se escuchó el chasquido del látigo y Tycho vio cómo el capitán se tambaleaba hacia atrás soltando un siseo de dolor e indignación.

—Regresa al puerto —ordenó el capataz.

—Moriremos si lo intentamos.

—¿Cuál es tu plan entonces? —preguntó el muchacho.

—Huir —dijo el capitán Malo—. Mientras podemos, si es que todavía podemos —el capitán escupió en la cubierta con rabia—. Aunque ahora lo dudo. Podríamos dirigirnos hacia el sur, tal vez. A ver si conseguimos bordear la tormenta. Pero en la oscuridad…

—La tormenta es demasiado grande —dijo Tycho, sin pensar.

—¿Quién te ha preguntado nada?

Tycho escuchó el chasquido del látigo y una fracción de segundo después sintió dolor en los hombros, el látigo había arrancado una franja de seda y piel. Arnaud ya estaba en la pasarela elevada que recorría el barco. Su bota pasó raspando la mejilla de Tycho.

El esclavo sentado delante de él se volvió para ver lo que estaba ocurriendo y recibió el resto de la ira del capataz.

—Basta —espetó el capitán Malo.

El capataz levantó su látigo, pero se quedó sin respiración al golpearle Adif con su mano libre en la rodilla. Era un golpe difícil, pero tuvo suerte y derribó a Arnaud, que cayó de rodillas. Cuando el capataz consiguió ponerse en pie sostenía un cuchillo.

—Vas a morir.

Adif se enfrentó con dignidad al filo de la navaja. Tycho se dio cuenta de que el hombre había provocado la pelea intencionadamente, estaba buscando una muerte rápida que prefería a la de morir ahogado.

—Una buena elección —dijo Tycho.

Espera.

Arnaud dudó en hacerle caso al hijo del patrón pero, finalmente, la obediencia pudo con la ira.

—No hemos tenido más que mala suerte desde que subimos a esa cosa a bordo —el hijo del patrón señalaba a Tycho—. Mátalo después que a este.

El capataz preparó su daga. Adif seguía esperando, sin rastro de miedo. La cara del capitán Malo reflejaba que era consciente de que todo iba a terminar aquí.

—Muere con dignidad —dijo Adif.

—No —contestó Tycho—, esto no funciona así.

Con un grito arrancó los grilletes de plata clavados al remo agarrándolos con la mano. Sintió cómo se abrasaba la piel de las palmas de las manos. Una vez de pie, bloqueó la daga de Arnaud con el antebrazo y clavó el perno del grillete bajo la barbilla del capataz. Empujándolo hasta el fondo con un golpe de su mano abrasada.

Arnaud se desplomó de lado.

Mientras otro esclavo agarraba al hijo del dueño de un tobillo, el capitán Malo propinó un fuerte codazo en la garganta del muchacho. Luego ordenó al esclavo que lo soltara y arrojó al hijo del dueño por la borda.

—Idiota —dijo.

Todo derecho —gritó Tycho—. Dirígete hacia la tormenta.

—¿Así que ahora eres marinero? —rugió el capitán.

—Quiero vivir —dijo Tycho y se sorprendió al darse cuenta de que estaba diciendo la verdad—. Por lo menos, no tengo intención de morir ahogado. Ya lo intenté una vez. Nunca más.

—No es humano. Hazle caso.

—Está bien —aceptó el capitán Malo—. Desde luego que no es humano. Ya me lo advirtió lord Atilo.

Tycho sintió un nudo en el estómago. Pensaba que Atilo sentía cierto afecto por él. Que había algo más tras la frialdad que reflejaba su rostro cuando clavó personalmente el perno de plata de sus grilletes.

Hazlo girar. Luego abandona los remos.

—¿Qué?

—Que los sueltes.

—Podríamos guardarlos —protestó el capitán Malo. Unos soportes de hierro a ambos lados del casco permitían descansar los remos cuando la galera navegaba a vela.

—No será suficiente.

El mar aterrorizaba a Tycho. La idea de ser tragado por las aguas se le hacía insoportable. Había muerto y aun así sobrevivió al canal de Venecia. ¿Qué pasaría si se hundía, moría y sobrevivía ahora? El agua se había llevado el resto de sus fuerzas. Solo la bolsa de tierra bajo su banco lo mantenía cuerdo. Quedaría atrapado para siempre en la semi-vida del agua.

—¿Quieres morir? —gritó Tycho. La punta del perno del grillete de plata todavía sobresalía del cráneo de Arnaud, pero Tycho ya se había apropiado de su daga.

El capitán Malo negó con la cabeza.

—Voy a conseguir la llave.

—No hay tiempo.

En el puerto los remos se retiraban para evitar que los esclavos se escapasen con el barco mientras la tripulación estaba en tierra. En el mar, los esclavos permanecían encadenados a sus remos.

—Dirígete a la tormenta —ordenó Tycho.

—Hacedlo —gritó el capitán Malo.

Los esclavos batieron sus remos en las enormes olas. Los de babor remaron hacia adelante. Los de estribor, hacia atrás. Hasta que el Caballito del Mar puso la proa contra el viento. Casi al mismo tiempo que llegaba el muro de lluvia.

—Mantenlo estable…

Tycho agarró la cadena del remo de Adif, la rompió y tiró el remo por la borda. Cuando ya llevaba arrancados dos tercios de los remos del barco, los alcanzó una gran ola, que rompió sobre ellos. Golpeó de frente, levantando la galera y arrancando los remos a los que todavía permanecían encadenados los esclavos.

El Caballito del Mar crujió, las cuadernas de madera se retorcieron soltando las espigas de sus agujeros. Gruesos tablones de roble se partieron. Los lamentos del barco mientras luchaba contra el mar por su derecho a seguir de una sola pieza eran insoportables.

Fue una batalla entre carpinteros muertos hacía tiempo y el mar, que pretendía que su obra se reuniera con ellos. Los lamentos de los esclavos heridos sujetando sus miembros destrozados y las oraciones que gritaban los demás se mezclaban con los rabiosos crujidos de la nave, el aullido del viento y el tamborileo de la lluvia.

Ningún dios alargó su mano para salvarles de la tormenta. A pesar de que hicieron todas las promesas del mundo. Juraron enmendarse. No sirvió para nada. Lo único que podía salvar al Caballito del Mar era un golpe de suerte y la habilidad de los maestros carpinteros muertos hace mucho tiempo.

—Yo lo cojo —gritó Tycho.

El capitán Malo, que estaba sujetando la caña del timón, miró al extraño joven que tenía ante él.

La lluvia había pegado los rizos de Tycho al cráneo. Su piel fantasmal se iluminaba con los rayos. Sus ojos… Tycho podía ver en la cara del capitán que en sus ojos había algo que aterraba a aquel hombre.

No tenía tiempo para averiguar de qué se trataba.

Dando un paso adelante, Tycho agarró la caña del timón.

Luchando contra el mar, mantuvo al Caballito del Mar cara al viento. Tenía los músculos agarrotados, los tendones a punto de estallar. Solo se trataba de saber qué se rompería primero, el timón o sus muñecas. Se sintió enfermo cuando un muro de agua de la altura de San Marcos se abalanzó sobre él. Después, una segunda ola golpeó el barco.