26

spera aquí —ordenó Atilo.

Iacopo asintió con la cabeza, comprobó que los nudos de las amarras del gondolino eran suficientemente fuertes para resistir las olas que batían el Molo y miró apesadumbrado los puestos de comida que se apelotonaban entre el barro al comienzo de la Riva degli Schiavoni.

En invierno oscurecía pronto. Pero la gente de la ciudad seguía comiendo tarde.

La Riva parecía abarrotada de gente. Marineros, seguramente en busca de empleo, y capitanes en busca de nuevas tripulaciones. Una décima parte del sueldo se pagaba por adelantado y, con la misma rapidez, acababa en manos de una de las muchas prostitutas que ejercían su oficio a lo largo de la Riva. Una quinta parte se entregaba al embarcar y el resto se pagaba al final de la travesía.

—Lo digo en serio —dijo Atilo.

Iacopo lo miró sorprendido.

—Espera aquí. Cómprate un pastel si quieres —Atilo tiró una moneda al aire, contemplando divertido como Iacopo comprobaba si era de bronce o de plata—. Pero nada de tabernas o burdeles. Espero encontrarte aquí cuando vuelva.

Iacopo hizo una profunda reverencia. Tan profunda que Atilo no pudo verle la cara. Tras dejar al criado cuidando del gondolino negro, Atilo pasó por delante de un capitán y un árabe que conversaban animadamente. El árabe afirmaba conocer todos los bancos de arena en la desembocadura del Nilo. Atilo volvió la vista hacia el gondolino y vio a Iacopo contemplando melancólico a tres monjas que salían de un convento cuyas novicias eran famosas por su juventud, belleza y amabilidad.

Atilo chasqueó la lengua y cambió de dirección.

Al escuchar la contraseña de esta noche el guardia se apartó para dejarle pasar y el moro se deslizó por la puerta, girando inmediatamente a la derecha y sorteando los bancos de una sala de audiencias vacía. Bueno, la antesala. Esa sala de audiencias en concreto permanecía cerrada durante el día. Tras comprobar que el pasillo estaba vacío, Atilo se deslizó tras un tapiz. El palacio ducal estaba lleno de puertas secretas. También tenía múltiples puestos de escucha —rincones ocultos por paneles o tapices en los que los espías podían anotar lo que se decía de lo que no se podía hablar. La mayoría de las puertas secretas llevaban de un piso a otro, ya que era más fácil ocultar una escalera de caracol que un pasillo suficientemente ancho para que cupiera un hombre.

Aunque esos pasillos también existían.

Precisamente a lo largo de uno de ellos caminaba ahora Atilo, quitando con los dedos extendidos las telarañas de los ladrillos. Ese contacto le indicaba la distancia recorrida, ya que cada diez pasos, más o menos, había un escudo con alas de murciélago. Si en todo Venecia no había más que dos de esos escudos visibles, solamente en este pasillo había ocultos diez.

Atilo arrastraba tras de sí cinco siglos de historia, nombres de veintisiete maestros Assassini que le precedieron y ahora le preocupaba no poder proponer ningún nombre como su sucesor. Cada maestro había propuesto al suyo. Y aunque la elección final era del duque, en los últimos quinientos años ninguna de las propuestas había sido rechazada.

Tras la cara sonriente de Iacopo se escondía mucha ambición. Algunos maestros creían que esa era una cualidad esencial. Un asesino sonriente podía abrir más puertas cerradas que uno con el ceño fruncido. Pero Atilo no estaba tan convencido. A sus ojos —que ya tenían muchos años— la cualidad esencial era la habilidad de no revelar nunca tu vocación.

Esta noche en el Canalasso, los patricios de las casas más antiguas, cuyos apellidos ya adornaban el Libro de Oro cinco siglos antes de que Ca’ Dolphini fuese construida, se mostrarían obsequiosos con los anfitriones, cuyo abuelo consiguió comprarse mediante sobornos su lugar entre ellos. Una de las razones de ese servilismo era la fortuna de los Dolphini. La otra, que lord Dolphino, mediante codazos y guiños, fanfarronería taimada y silencios estratégicos, afirmaba, sin afirmar, que él era la Espada de los Assassini del duque. Su hijo Nicolò había conseguido llevarse a la cama a muchas vírgenes de familias que tenían problemas suficientemente graves como para creer que los Assassini podían ayudarles.

Puesto que el nuevo duque no estaba en condiciones de dar órdenes, la verdadera Espada obedecía las instrucciones tanto de Alexa como de Alonzo. Las reglas del juego eran simples. Ninguno de los dos podía ordenar el asesinato del otro ni de nadie de su entorno inmediato. Ninguno de los dos podía conocer las órdenes que daba el otro. Entre las obligaciones de Atilo estaba la de decidir si las reglas se estaban cumpliendo. Una responsabilidad de la que hubiera preferido prescindir.

Se estaba haciendo viejo. Bueno, mayor.

Tenía la edad suficiente para saber que el Ángel de la Muerte le estaba observando y que iba a anotar el trabajo de esta noche en su libro. Atilo se preguntó si los que había matado en las batallas también contarían en su contra en el balance final. O solo los que fueron asesinados a sangre fría siguiendo las órdenes de su amo. También se preguntó, y se sintió despreciable por ello, si el viejo duque ya había asumido algo de ese peso para sí.

Hubiera sido más rápido llegar al lugar al que se dirigía atravesando el pequeño jardín detrás de Ca’ Ducale. Jardín que cada nuevo duque amenazaba con talar para ampliar la parte del palacio que daba al Rio di Palazzo pero ninguno había sido capaz de hacerlo.

Hubiera sido más sencillo atajar por allí y atravesar un segundo jardín, el que pertenecía a la residencia del patriarca de la ciudad. Pero entonces alguien podría verle entrando en el pequeño estudio del patriarca y eso no formaba parte de los planes de Atilo.

Una ciudad circundada de bancos de arena, rodeada de mar y sostenida por miles de pilotes clavados en la arena y arcilla del fondo de la laguna, no podía permitirse el lujo de desperdiciar el espacio en grandes parques. Un álamo dentro de un cortile privado podría ser todo el jardín de un patricio. Tres árboles en un campo era todo lo cerca que muchos venecianos habían estado de la naturaleza. Por lo menos a nivel del suelo. Muchas casas tenían sus altane, una azotea decorada con macetas donde solían sentarse las mujeres para que el sol les aclarara el pelo.

Para Ca’ Ducale tener jardines era una cuestión de orgullo. El patriarca tenía uno porque Marco I respetaba tanto a la Iglesia que hizo dividir la franja que corría a lo largo de Rio di Palazzo en dos y donó la parte más pequeña a la Iglesia.

El hecho de que el patriarca Teodoro hubiera sido reclamado por un mensaje del regente desde su lecho de enfermedad en San Pietro di Castello facilitaba el trabajo de esta noche, evitando a Atilo tener que visitar la orilla oriental de la ciudad.

—Mi viejo amigo —apartando unas pequeñas pinzas, el patriarca intentó ponerse en pie pero luego volvió a sentarse—. ¿Sabes que he estado enfermo?

—Nada serio, ¿verdad?

—Edad avanzada. Una enfermedad del corazón. Ya sabes lo que es.

Atilo lo sabía. Cogió el martillo de bola y lo examinó. Era demasiado pequeño para usarse con los clavos, incluso los más pequeños.

—Para enderezar el metal —explicó Teodoro, aunque era evidente. La tapa de un incensario estaba aplastada, deforme, la filigrana retorcida—. El rector dice que se le cayó a mi monaguillo. El muchacho lo niega.

—Si se hubiera caído tendría aplastada la base.

—Eso es lo que dice el chico. El rector ha mandado azotarle. Hubiera preferido que no lo hiciera. Solo se va a poner más nervioso. Pero, por supuesto, yo no puedo…

—Por supuesto que no.

Darle un trato diferente a este monaguillo podría desvelar su condición de hijo bastardo del patriarca. Un breve ataque de soledad de hace varios años. Cuando el palacio de San Pietro era frío y la cama del patriarca le pareció tan caliente a una novicia recién llegada de la tierra firme. No fue el único momento de soledad de Teodoro. Aunque sus otros bastardos se habían criado sin que su padre tuviera que protegerles.

Teodoro tenía varios sobrinos y sobrinas. La mayoría de los obispos los tenían.

Recorriendo con la mirada la pequeña habitación llena de antiguos manuscritos, la mayoría en latín y griego, el patriarca dijo:

—No estoy seguro de que este chico valga para la Iglesia. Me estaba preguntando. Si algo llegara a sucederme. ¿Tal vez…?

Atilo lo miró.

—No estoy diciendo que vaya a suceder —dijo Teodoro con tristeza—. Pero si ocurre… Tú eres famoso por tu bondad para con los huérfanos. Siempre me pregunto —añadió—… si se trata de una especie de penitencia. Y si así fuera, tal vez… —se le veía avergonzado—. Todos tenemos algo que expiar.

¿Lo sabe? Se preguntó Atilo.

—Echa un vistazo a esto —dijo el patriarca levantando una lámpara para que la luz se proyectara sobre la mesa, luego retiró el paño. Sus manos temblaban ligeramente. Debajo estaba el cáliz que el duque utilizaba para casarse con la mar.

—¿Estropeado?

—Sí —dijo Teodoro—. En estos días se estropean tantas cosas.

El borde de la copa estaba mellado y en la base faltaban dos piedras preciosas. Una tercera estaba agrietada. El profundo arañazo en el cáliz tenía que ser rellenado ya que no bastaba con pulirlo.

—¿Sabes que estudié para joyero?

Sí, lo sabía. Era una historia famosa. Cuando era joven, el patriarca escuchó la llamada de Dios mientras ayudaba a reparar la reja ante el altar de San Marcos. Desperdició el dinero que su padre se había gastado en su aprendizaje. Cuando entró en la orden de Cruzados Blancos, se encontró a sí mismo fabricando espadas. Eso cuando no estaba administrando los últimos sacramentos a los que morían de las fiebres y las heridas.

Teodoro volvió a tapar el incensario dañado.

—Esto, mi viejo amigo, lo puedo arreglar. Unos golpes de martillo, algunas soldaduras, no es difícil, incluso con estas viejas manos. El cáliz, sin embargo… Necesita a alguien mejor que yo. Alguien mejor de lo que yo habría llegado a ser si me hubiera dedicado a la joyería.

—¿Por qué es tan difícil?

El patriarca se colocó delante de Atilo, luego ajustó la luz para que se viera mejor.

—¿Ves? —un bajorrelieve de hojas de vid y uvas en oro y rubíes daba la vuelta a la base. Atilo vio que se había roto justo en el lugar en el que se entretejían tres tallos formando un complejo trenzado—. ¿Crees que debería intentarlo —dijo Teodoro— o dejar que lo haga otra persona?

—Que lo haga otro.

El patriarca asintió tristemente con la cabeza.

—¿Puedo decirte algo?

—Sí —dijo Atilo.

—Deberías preguntarte por qué han dejado el cáliz. Si los secuestradores cogieron el anillo y a la muchacha, ¿por qué dejaron el cáliz?

—¿Los mamelucos?

—Si es que fueron ellos.

—¿Qué has oído? —la voz de Atilo sonaba más dura.

—No he oído nada —dijo el patriarca Teodoro suavemente—. Y lo que sospecho no puede ser revelado sin violar el secreto de confesión. No querrás que yo… —bajando un poco la llama, Teodoro sugirió que tomaran un poco el aire nocturno y siguieran conversando en el jardín, si esa era la razón por la que Atilo estaba allí. No hizo ningún intento de llevar la lámpara con él, ni tampoco se lo sugirió Atilo. Cuando Teodoro se arrodilló en el césped húmedo para atarse los cordones, tardando más tiempo del necesario, Atilo se dio cuenta de que Teodoro lo sabía. Por la razón que fuese, Alonzo no podía permitir que siguiera viviendo.

Tiró de la cabeza del patriarca hacia atrás y, de un rápido tajo, rebanó el cuello notando como la hoja atravesaba los cartílagos hasta llegar al hueso. Atilo podría jurar que en el momento final el patriarca sonrió.

—Gracias, querida…

Atilo terminó de lavarse las manos en una palangana y cogió la toalla que Desdaio le había ofrecido, secándose cuidadosamente. Como todo el mundo en Venecia, se lavaba las manos antes y después de cada comida. Tan cierto como que se lavaba la cara todas las mañanas y todas las noches antes de irse a la cama. Tan cierto como que se había lavado las manos antes de regresar a Ca’ il Mauros.

No podía dejar de pensar en lo que ocurrió después del asesinato.

¿Un ruido…? Debió de ser eso lo que le hizo volverse. Lo más probable es que escuchara el ruido sin darse cuenta. Acababa de volver al estudio cuyo dueño yacía en el húmedo jardín, cuando se detuvo, se dio media vuelta y volvió apresuradamente. Esos pocos pasos acabarían cambiando su vida.

Alabando el plato preparado por Desdaio consistente en huevos, fideos y carne de cordero en salazón, Atilo tomó otro vaso de vino y deseó que se acabara la tormenta en su cabeza. Solo entonces sería capaz de separar lo importante de lo que no lo era. Había vuelto al jardín. Y allí estaba el muchacho.

Esa era la razón de su desasosiego.

Había un muchacho arrodillado, sujetando a Teodoro en sus brazos.

Por un momento Atilo pensó que estaría escuchado las últimas palabras del patriarca. Pero los moribundos no hablan si tienen sus cuerdas vocales cortadas. Tragan aire, se desangran y mueren. Pero eso no impidió que el muchacho preguntase:

—Dime, ¿dónde está ella?

Teodoro gorgoteaba.

—La de la basílica —susurró el muchacho—. ¡Esa chica! ¿Dónde está?

Al no contestar Teodoro, el muchacho bajó la cabeza y lo mordió en el cuello, añadiendo otra herida a la ya destrozada garganta del patriarca. Atilo sacó su cuchillo, pero no se acercó lo suficiente para espantar al testigo indeseado.

De repente, la luna salió de detrás de una nube e iluminó a la criatura que tenía rostro de ángel y ojos de demonio. Su pelo, de color gris plateado, estaba recogido en multitud de trenzas con forma de serpiente. La sangre goteaba de la boca abierta en la que se veían unos dientes afilados y anormalmente grandes.

Instintivamente Atilo dio la vuelta a la daga, la agarró de la punta y la lanzó con fuerza apuntando al lugar que ocuparía la criatura cuando se diera cuenta de lo que se avecinaba. Pero la daga atravesó el aire.

—Está bien —dijo la criatura—. La encontraré yo mismo.

Su voz y su aspecto eran casi los de un niño, pero ningún ser humano podía moverse con tal rapidez. Miró a Atilo, al muro del pequeño jardín y al palacio del patriarca, se notaba que estaba haciendo unos cálculos mentales cuyo resultado fue totalmente inesperado.

Durante un instante más permaneció en su sitio.

¿Y en el siguiente? Atilo miró a su alrededor. Un ruido a sus espaldas le hizo volverse, la criatura ya estaba a media altura del palacio del patriarca, colgando de la labrada barandilla de un balcón. La pared era demasiado lisa para que alguien pudiera escalarla. El balcón demasiado alto para llegar hasta él por cualquier otro medio.

Ante la mirada atónita de Atilo, la criatura pasó rodando por encima de la barandilla y se acuclilló sobre ella, se tensó como el animal salvaje que era y, de un salto, alcanzó el alero del tejado. Luego, encontrando un imposible punto de apoyo, desapareció de la vista.

Cincuenta años de soldado. Veintiséis como la Espada del duque. Toda la vida salvando el pellejo contra viento y marea. Ni un solo fallo en sus asesinatos. Pero en menos de veinte segundos Atilo había sido derrotado por ¿qué? Algo con cara de ángel que daba saltos imposibles. Una criatura, y que Dios ayude a Atilo, que se alimentaba de moribundos.

Que así sea.

Atilo había hecho su elección. Esa criatura será el siguiente maestro de los Assassini. Pero primero tenía que convertirlo en su aprendiz. Solo necesitaba atraparlo.