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l vapor, generado por el calor de un centenar de cuerpos, cubría las paredes del calabozo de piedra y se elevaba de la superficie del agua sucia en una parodia de la niebla de la laguna. Se arremolinaba alrededor de los peldaños podridos, perturbado por el movimiento de la noria. Remansándose únicamente durante los cambios de turno, y volviendo a formar nuevos remolinos en cuanto la enorme rueda se ponía en movimiento de nuevo.
Los rostros a su alrededor también parecían parodias. Privados de luz, blanqueados por la niebla. Piel marchita, arrugada y podrida por los años que habían pasado sumergidos.
Poco después, la parpadeante antorcha que ardía al otro lado de la reja se apagó dejando el pozo en la oscuridad. Debía de ser muy tarde ya, porque los carceleros apenas se molestaban en golpear la reja al pasar. Se contentaban con orinar a través de la reja o cagar y luego arrojar las heces sobre los prisioneros con una patada.
Tycho durmió en aguas poco profundas una siesta de cinco minutos. Una habilidad que había desarrollado en su infancia, cuando si no comparecías de inmediato ante una llamada de lord Eric, recibías una paliza y una reducción de la ya escasa ración de comida. Podía pasar de estar profundamente dormido a completamente despierto en un instante.
—¿Por qué te metieron aquí? —preguntó a Pietro.
—No querían que hablase sobre aquella noche —respondió con la certeza de un niño de ocho años que había estado pensando mucho en ello.
—¿En la que murió Rosalyn?
Tycho agarró a Pietro por los hombros, mientras el niño luchaba y ganaba la batalla al acceso de amargo llanto. Tycho se sintió avergonzado mientras consolaba al chiquillo. El niño echaba de menos a su hermana. Y el que Tycho hubiese matado al asesino de Rosalyn no era suficiente para consolarlo. Ni mucho menos.
—¿Te has buscado un amigo? —Tycho se volvió para descubrir a una muchacha pelirroja vestida con harapos. A’rial era un par de años mayor que Pietro. Tenía el pelo recogido en un torpe moño sujeto con los huesos de un cuervo. Apestaba como un zorrillo. La rodeaba una luminiscencia violeta. Pietro se persignó y A’rial sonrió enseñando sus blancos y brillantes dientes.
—Nadie más puede verme —dijo.
Efectivamente, una neblina translúcida rodeaba a los tres y el ruido de la bomba se había desvanecido.
—Traigo una oferta.
—¿Para mí o para él? —dijo Tycho, señalando con la cabeza al muchacho.
—Para ti, obviamente… La duquesa lo sabe.
Su falta de curiosidad molestó a A’rial. Había hecho una pausa para que él pudiera barruntar sobre lo que Alexa sabía. ¿Que el príncipe Leopold estaba vivo? ¿Que Tycho le había dejado marchar? ¿Que lady Giulietta también estaba viva…?
—Sí —dijo A’rial—. Todo eso.
Pietro estaba mirando el calabozo más allá del envoltorio mágico de A’rial. Se colocó tan lejos de ella como pudo sin llegar a tocar la burbuja brillante que los contenía.
—Vete —dijo A’rial, haciendo un agujero en la niebla. Tycho agarró al muchacho.
—Él se queda.
—¿Coleccionas mascotas?
—¿Es eso lo que hace la duquesa?
El golpe de Tycho había dado en el blanco, lo vio por un destello en los ojos de A’rial. Disminuyendo un poco la bruma, la chica señaló la noria en su incesante movimiento y las paredes húmedas de la mazmorra.
—¿Quieres quedarte aquí? —incluso dentro de su burbuja mágica el aire seguía siendo fétido, caliente y apestoso—. Pero no puedes, ¿verdad? Un minuto después de medianoche el Maestro Negro se presentará para interrogarte.
Pietro se quedó boquiabierto.
—Debes matarte mientras puedas. Usa el cuchillo.
—¿Qué cuchillo? —la mirada de A’rial se volvió más aguda.
—Este —dijo Tycho, colocándole el puñal en la garganta. Todo lo que pudo ver Pietro es que Tycho estaba mirando en una dirección y de repente lo hacía en la otra. Sin embargo, Tycho se había movido como se mueve cualquier persona, solo que más rápido. Mucho más rápido. Los dedos de A’rial se iluminaron y Tycho adelantó la mano.
—Puedo cortarte la garganta antes de que hagas nada.
—Imposible.
—¿Te arriesgarías a equivocarte?
A’rial relajó su cuerpo y sonrió. Tycho pensó que lo hacía para que bajase la guardia, pero la niña seguía sonriendo. Parecía una niña a la que su madre o señora había mandado a hacer un recado.
—La duquesa vio cómo luchaste con el príncipe Leopold. Dice que eras magnífico. Pero puedes hacer mucho más. Entrégate a tu naturaleza. Completa el…
Tycho no la estaba escuchando. Estaba más preocupado por otra cuestión. ¿Cómo podía haberlo visto? Se le revolvieron las tripas. ¿Qué había visto? ¿El comienzo de la batalla? Eso podría soportarlo. ¿La aparición repentina de Giulietta? ¿Cómo se ofrecía a cambio de la vida del príncipe?
—Sí —dijo A’rial.
—Deja de hacer eso —Tycho levantó la navaja.
A’rial se encogió de hombros.
—Lo intentaré, pero requiere esfuerzo. Tú haces lo mismo, ¿no? Lo haces todo el tiempo.
—Tengo que tocar a la persona para sentir sus pensamientos.
—No. Simplemente crees que es así —dijo enfadada—. Eres tu peor enemigo. Mi ama puede salvarte la vida.
—¿Y a cambio?
La niña suspiró. Se inclinó hacia Pietro, pasó el brazo sobre su hombro y lo apretó contra ella. Por un segundo, el niño apoyó la cabeza, creyendo que el abrazo era sincero. Pero la cara que la muchacha mostró a Tycho era distante y extraña.
—Fabrica un ejército de inmortales para Alexa.
—No —dijo Tycho, retrocediendo un paso atrás. Pietro los miraba con perplejidad.
—Él va a morir de todas formas. En cuanto te marches, lo matarán, simplemente por ser amigo tuyo. Entonces, ¿qué diferencia hay? Llegados a eso, ¿por qué todo este alboroto para alimentarte? Ya lo habías hecho antes. ¿Y niños mendigos? Todas las semanas se muere una docena de frío o de hambre. ¿Vas a intentar salvarlos a todos?
—Eso es diferente.
—No —dijo A’rial—. No lo es. Mátalo. Sálvate a ti mismo.
La saciedad que sentía después de haberse alimentado de Giulietta comenzaba a desvanecerse y el hambre de Tycho era como unos hilillos de humo girando en busca de una manera de entrar en su mente. De las palabras de A’rial dedujo que podría dar un paso más allá de donde se encontraba. Que siempre habría un paso más, hasta que dejara de ser humano por completo.
Si es que alguna vez lo había sido.
Recordó la agonía del príncipe Leopold, sus músculos rasgados, sus tendones rotos y su cuerpo convirtiéndose en el de un lobo y contestó:
—No lo haré.
Si cerraba los ojos podía volver a ver todo el proceso. Unas manos invisibles abrían la piel, desgarraban la carne y retorcían los huesos. Eso era peor que ser torturado por el Cruzado Negro. ¿Por qué iba a hacerse eso a sí mismo?
—Es la segunda vez —dijo A’rial—. No va a haber una tercera oferta. Sin embargo, si llamas, acudiré a buscarte.
—Jamás —la respuesta de Tycho era firme.
—No estés tan seguro —dijo A’rial.
Hay dos mareas al día. Una baja y la otra alta. La primera no preocupaba en absoluto a los habitantes del pozo, procedentes en su mayoría de los infectos bancos de lodo de los suburbios de Venecia y acostumbrados al hedor de las aguas putrefactas acumuladas en los charcos en los que se convierten los canales secundarios cuando la marea baja, revelando toda la basura acumulada y, de vez en cuando, algún cadáver.
Pero la segunda sí que les afectaba.
Durante la marea alta, el agua de la laguna era conducida por unas zanjas hasta el pozo. La inundación podía durar desde unos minutos hasta una hora. La marea de un solo día dejaba la mitad del islote por encima de la superficie del agua. La de dos días, cubría el islote por completo, pero los presos todavía podían hacer pie. La de tres, mataba a todos los que no sabían nadar. Solo haciendo funcionar continuamente la bomba podían mantenerse todos con vida. La idea era de una crueldad exquisita. Trabajo duro para poder seguir viviendo. Además, los prisioneros ni siquiera intentaban escapar. Hacían girar la noria; dormían, se despertaban y volvían al trabajo. Nadie podía relajarse. El calabozo se controlaba y se vigilaba a sí mismo.
Tycho lo consideraba una parodia perfecta de la propia Serenissima.
Multitud de consejos, tribunales dentro de otros tribunales, Arsenalotti en guerra continua con Nicoletti, cittadini que envidiaban a patricios, patricios divididos entre los de rancio abolengo y los advenedizos, entre ricos y pobres. Nadie en Venecia podía bajarse de la noria.
Las colonias de la Serenissima alimentaban la capital, la armada veneciana luchaba contra piratas y mamelucos, los moros se aliaban con cualquiera que luchara contra los mamelucos. Los germanos ofrecían su apoyo, afirmando que Bizancio era la mayor amenaza para la Serenissima. Los bizantinos afirmaban que la ambición del emperador germano era una amenaza aún mayor y ofrecían su apoyo también. Los mongoles de Tamerlán conquistaban regiones cada vez más grandes del mundo, amenazando con resucitar el vasto imperio del legendario Genghis Khan. Y la noria seguía dando vueltas y vueltas y vueltas…
—¿Qué quiso decir con sálvate a ti mismo? —preguntó Pietro. Eran sus primeras palabras desde que A’rial se había ido.
—No importa.
El niño parecía avergonzado por haberse atrevido a preguntar. Pero siguió observando a Tycho con preocupación. Arriba los guardias acababan de traer nuevas antorchas.
—Si puedes salvarte, debes hacerlo —Pietro hablaba como si fuera mucho mayor.
—¿Cómo es que acabaste así?
Y Pietro se lo contó.
Era aterrador ser objeto de caza de los krieghund. Al escuchar el relato del niño sobre los rumores y descaradas falsedades que circulaban por Venecia, Tycho se dio cuenta de que se trataba de una batalla muy antigua, que comenzó mucho antes de su llegada a la ciudad. Tal vez incluso antes de que Atilo se convirtiese en jefe de los Assassini.
—Tendríamos que habernos ocultado —admitió Pietro.
Eso era lo que le habían dicho que hiciera. Y eso fue lo que hizo, al igual que sus amigos, hasta que la batalla estuvo a punto de terminar. Solo habían visto el final. Su error fue admitirlo después de que capturasen a Tycho.
—Tycho… —rugió el carcelero arriba.
Pietro se agarró a Tycho.
—Es el Maestro Negro —susurró Pietro—. Sumérgete. Ocúltate ahora.
La reja se abrió con estrépito. Los ballesteros apuntaron sus armas al pozo y el extremo de una larga escalera de madera cayó sobre el fango hundiéndose varias pulgadas. Fue motivo suficiente para que los que estaban moviendo la noria se detuviesen. Por un segundo el silencio en el pozo fue absoluto, luego una voz rugió:
—¡Tycho, muévete!
Por encima del borde del pozo, iluminado por las antorchas surgió la cara del capitán Roderigo. Con la mano se protegía la nariz del hedor al que Tycho ya se había acostumbrado.
—Le dije que no —respondió Tycho.
—¿A quién? —preguntó Roderigo a gritos.
Tycho no podía recordar el nombre de la stregoi. Lo había sabido antes pero ahora se le había olvidado, tal vez formase parte de su magia.
—La chica de la duquesa… —respondió sin convicción—. Esa pelirroja. Me preguntó… Ella dijo… —no sabía cómo terminar la frase.
—Ya está bien —gritó Roderigo—. No me hagas perder más tiempo.
De un empujón Tycho colocó a Pietro delante de él, el pozo prorrumpió en burlas e insultos. Pietro se negaba a subir. Así que Tycho tuvo que obligarlo. Y entre Tycho armado con una navaja aquí abajo y los ballesteros de arriba, Pietro optó por el que le pareció el menor de los males. Tycho estaba seguro de que Atilo lo libraría de esa debilidad.
El Maestro Negro, de pie al lado de Roderigo, iba vestido como si lo acabasen de levantar de la cama. Estaba tan furioso y apretaba tanto los labios que su boca se había convertido en una fina línea. Tras él, llave en mano, esperaba un carcelero que llevaba un sucio uniforme de seda con un león alado ajado y triste bordado en el pecho.
—¿Quién es? —preguntó Roderigo señalando a Pietro.
—El nuevo aprendiz de Atilo.
—Mi señor… —dijo el carcelero—. La orden especificaba solo uno.
Hasta entonces la intención de Roderigo era arrojar al muchacho de vuelta al pozo. Pero ahora su orgullo no se lo permitía. El carcelero abrió la boca para insistir pero la cerró ante un gruñido del Maestro Negro.
—El duque te espera.