27
a primera llamada a la oración de los moros, mamelucos y seléucidas se hace en el momento en que la claridad del amanecer permite distinguir un hilo negro suelto. Tiene un nombre que pocos venecianos conocen. Cualquiera que estuviese mirando por la ventana ese instante del penúltimo domingo de enero del cuarto año del reinado de Marco IV, hubiera dicho que todavía era de noche. Sin embargo, a esa hora el día y la noche están en equilibrio. Y aunque la luna, a la que faltaban todavía dos días para ser llena, estaba cubierta por nubes y el sol no había salido, la naturaleza de la oscuridad había cambiado. En ese instante del hilo negro, sucedieron tres cosas.
La menos importante fue que un chico de cabello plateado se despojó de su túnica y su gorro de los Arsenalotti y se envolvió en harapos, como un leproso. Lo hacía para protegerse de la ciudad, de los mendigos y de los rayos del sol. Si lo hubiera sabido, se habría protegido también de la luna, porque era la luna la que provocaba su hambre y fue el hambre el que lo llevó, olfateando un rastro en el viento, a una plaza al sur de San Polo, donde los callejones no conducen a ninguna parte y la única salida es el camino por el que uno ha venido.
La segunda cosa, esta mucho más importante, fue que Atilo se levantó del suelo, después de haber pasado la noche de rodillas orando por el arzobispo Teodoro, cuyo asesinato había conmocionado a la ciudad. Ese día, tras cinco días de misas y luto, el patriarca iba a ser enterrado en la nave de San Pietro. Se esperaba que el recién elegido miembro de los Diez —elección unánime tras su nominación por la duquesa Alexa— asistiera. Pero, en calidad de viejo amigo de Teodoro, hubiera estado allí de todos modos.
Iacopo y Amelia buscaban por toda la ciudad al muchacho que Atilo había visto en el jardín del patriarca. Formaba parte del examen final de Amelia antes de dar por terminado su aprendizaje. Así que recorría las calles sin nombres del brazo de Iacopo, vestida de Arsenalotti o Nicoletti o schiavoni de Dalmacia. De todo lo que hiciera falta para poder entrar en los barrios que debían registrar. Otra media docena de huérfanos, ex aprendices de Atilo que habían encontrado trabajo estable como cocineros, vendedores ambulantes y pescadores, tenían órdenes de informar de lo que veían.
Uno de ellos, Junot, que pescaba frente a la Misericordia, ese entrante de forma rectangular en la costa norte, informó del tercer y más importante acontecimiento de la mañana. El cuñado de Junot había tenido suerte con la pesca de aquella noche. O eso creía, hasta que sacó su red y descubrió que la captura era humana.
Ya era mala suerte pescar un cadáver hinchado. Pero dos, era una crueldad del destino. El cuñado de Junot sabía que no podía simplemente devolverlos a las mareas. Por lo menos, lo supo cuando vio que los cadáveres llevaban cotas de malla bajo sus trajes mamelucos. Si hubiera sabido que las cotas de malla estaban fabricadas en Milán, seguramente los hubiera devuelto al mar.
Así las cosas, los trajo a tierra y mandó a avisar a la Ronda, cuyo capitán, gorra en mano, informó del hallazgo a la duquesa esa misma mañana. Al mediodía del siguiente día fue enterrado el arzobispo Teodoro. Tycho se encontraba sano y salvo en su sottoportego, habiendo sobrevivido a otro episodio de fiebre. Y el cuñado de Junot había confesado bajo tortura haber matado a los dos soldados y arrojado sus cuerpos al mar. Delito por el cual fue rápidamente ejecutado. Y, dado que se consideró que el capitán de la Ronda era útil para la ciudad, se le ordenó que olvidara todo lo que había visto.
Ningún pescador había hallado cadáveres de mercenarios milaneses vestidos con ropas mamelucas, probablemente similares a las usadas por los raptores de lady Giulietta. Nadie sugirió que alguien más, aparte de los mamelucos, pudiera estar tras su desaparición. El capitán de la Ronda se tragó sus palabras. Dijo a sus hombres que había sido un malentendido. Y ellos, como tenían aprecio a sus vidas, estuvieron de acuerdo.
Lo cuarto y último fue que, algunas noches más tarde, después de haber escuchado el informe de su esclava nubia, Atilo decidió utilizar como cebo a los niños de la calle que revelaron a Amelia el escondrijo de la criatura. Así que, al caer la noche, él y Roderigo se dirigieron a un sottoportego al sur de campo San Polo acompañados por sus cebos, uno jactancioso, otro callado y el tercero en lágrimas.
—Se lo dije —insistía Josh—. ¿No? Está cazando a alguien. Se coloca allí y olfatea el viento de la noche como hacen los perros. Ya lo sabía. Aquí es donde viene casi todas las noches. ¿Iba yo a mentirles? —Se volvió hacia Rosalyn—. ¿Iba yo a mentirles?
La muchacha miraba hacia otro lado.
Josh frunció el ceño.
—¿Cumplirá su promesa?
—¿De no matarte?
El chico miró a Atilo. Después de aquella noche en Cannaregio, sabía que se trataba de un gran señor y que tenía que andar con cuidado. Sin embargo, todavía estaba vivo, que era más de lo que había esperado aquella noche del año pasado. Y mucho más de lo que se imaginó cuando el anciano apareció aquella misma tarde, justo antes del anochecer, le puso el filo de su daga en la garganta, enrolló la cabellera de Josh alrededor del puño y lo sacó a rastras de entre los poco acogedores muslos de Rosalyn.
—De dejarnos marchar —dijo Josh—. Eso fue lo que prometió.
Bajo la luz de la luna el chico parecía un poco más joven de lo que Atilo recordaba. Pequeño, con la estrecha cara de granuja adornada por una fina nariz. Sus hombros encorvados con cierto desprecio, que empleaba para justificar que los otros dos debían hacer lo que él quisiera. La jerarquía de los miserables.
—Vosotros tres vais a estar quietos, ¿verdad? De lo contrario… —Temujin hizo el gesto de cortarles el cuello—. Y no intentes escapar, pequeña rata —sonrió a Pietro y levantó ligeramente su arco—. Porque nadie puede correr más que esto.
—Sargento.
—Es cierto —contestó Temujin a Atilo—. Un caballo al galope no puede correr más que la flecha. ¿Cómo cree que mi pueblo conquistó medio mundo?
—Y volvió a perderlo.
Lo cual no era del todo cierto. La Horda de Oro había conquistado territorios que se extendían desde China hasta Europa Occidental, incluida la India. Y seguía conservando gran parte de su imperio, dividido hasta hace poco entre los descendientes del Gran Khan, que luchaban entre sí con la misma ferocidad que empleaban contra los extraños. Ahora Tamerlán, que era, en el mejor de los casos, el bastardo de una rama lateral, por mucho que se empeñara en demostrar que era el auténtico heredero, se esforzaba por mantenerse como el Khan de Khanes.
—¿Dijiste por aquí?
Josh asintió con la cabeza.
—Adelante —ordenó Roderigo a Temujin, después de haber comprobado que contaba con la aprobación de Atilo. Luego lo siguió, dejando atrás a Atilo. La mirada del moro no se apartaba ni un instante del tejado.
—Dispara para herirle —dijo Atilo—. Lo quiero vivo.
Roderigo indicó con un movimiento de la mano que había entendido la orden. Todo hubiera salido bien si no fuera por Rosalyn. La muchacha llenó los pulmones de aire y, mientras Roderigo y Temujin se dirigían hacia el sottoportego, abrió la boca y gritó con la fuerza suficiente como para despertar a todo el barrio.
—¡Fuego! ¡Fuego! ¡Fuego…!
—Mierda —juró Roderigo.
Atilo sacó de un tirón su navaja y golpeó a la muchacha en la cabeza con la empuñadura.
—Detenle —espetó.
¿Detener a quién?
Y, de repente, Temujin y Roderigo lo supieron.
De la boca del pasadizo surgió una silueta delgada enmarcada por la oscuridad e iluminada por la pálida luz de la luna. La aparición miró a Temujin, luego a Atilo y sonrió. Pero entonces vio a Rosalyn en el suelo.
Y dejó de sonreír. Había seguido el rastro del olor hasta aquí. Lo trajo un tenue hilillo en el viento de la noche, pero luego tuvo que detenerse ya que no podía seguir el olor. Había sido una estupidez permanecer en el mismo sitio durante tanto tiempo. Tycho lo sabía, pero se sentía incapaz de marcharse. Y ahora, sus pesadillas le habían alcanzado.
El viejo del jardín. El soldado que lo liberó. Y el achaparrado mongol que le ordenó despellejar a la muchacha de piel oscura, cuyos recuerdos seguían rondando por su cabeza. Para empeorar las cosas, el anciano tenía a sus pies a la chica que había sacado a Tycho del canal, la que le había sonreído una noche en aquel callejón.
Claro que podía huir.
A sus espaldas estaban las ruinas de la corte, con su aljibe derruido y edificios desplomados. Los muros amenazaban con derrumbarse en cualquier momento, los suelos eran inseguros. Y Tycho podía escalar más rápido que ellos, saltar más lejos.
—Va a escapar —dijo el sargento.
—¿Hacia dónde? —el tono del soldado al que llamaban Roderigo era despectivo.
Elevando su arco, el sargento dijo:
—Directamente entre nosotros. Si no me dais la orden de disparar.
—Temujin.
—Sabe que tengo razón, jefe.
La gente de esta ciudad usaba sus nombres reales, sin sospechar el peligro que eso suponía El que sabía el verdadero nombre de una persona se convertía en el dueño de un pedacito de esa persona. Todos los grandes chamanes utilizan este conocimiento en su magia. Tycho no podía creer que la gente se pusiera en riesgo con tanta facilidad.
—¿Mi señor Atilo? —preguntó Roderigo.
Tycho se movió.
—Jefe…
Esquivando el brazo de Temujin, Tycho propinó un codazo duro, rápido y brutal, para encontrarse en el instante siguiente frente a Atilo. Este se había agachado, adoptando la postura baja de combate con la daga en alto. ¿El viejo lo tomaba por tonto? La orden de coger a Tycho con vida fue un error de Atilo, su debilidad. Tenía que haber ordenado que lo mataran.
Tycho rodeó a Atilo y se detuvo frente a Josh.
—No tuve otra opción —la voz de Josh sonaba desesperada—. Él me obligó.
Y a mí me obligó Bjornvin, pensó Tycho, y mira en qué me he convertido. Tycho agarró con una mano el cogote de Josh, puso la otra en la barbilla y giró violentamente la cabeza del muchacho. Antes de llegar al suelo el cuerpo ya apestaba a excrementos.
—Impresionante —dijo Atilo.
Cuando Roderigo disparó, Tycho ya tenía agarrado a Atilo con una mano, tratando de alcanzar su cuello con la otra. Por esquivar el tiro no pudo acabar con el viejo, lo que casi le cuesta la vida, porque Atilo lanzó una puñalada dirigida contra su garganta. Si no se hubiera agachado con la rapidez suficiente para que el golpe pasara por encima, ahora estaría muerto.
—Estás disfrutando de esto —rugió Atilo—. ¿Verdad?
Sin duda, alguien estaba disfrutando.
Pero Tycho no tenía claro que fuera él.
El sottoportego estaba a sus espaldas. Atilo todavía conservaba la daga. Roderigo permanecía indeciso. Temujin intentaba levantarse. De los otros tres, Josh estaba muerto, Pietro se había quedado petrificado de pie en el charco de su propia orina y Rosalyn…
Se estaba moviendo.
—Si no te rindes —dijo el anciano—, la chica morirá.
¿Cómo podría pensar el viejo que la muchacha era una debilidad de Tycho? ¿A lo mejor tenía razón…? Ahora Atilo parecía tranquilo, casi divertido, viendo cómo Temujin colocaba la flecha en su arco y apuntaba a la muchacha en el suelo.
—Bastaría con una sola orden mía.
¿Qué debía hacer Tycho? ¿Dejar que la mataran? ¿Dejarse capturar? Lo que le decidió fue la expresión de triunfo en los ojos del anciano. Agarró la muñeca de Atilo, no para romperla sino para inmovilizar la daga y se colocó con el viejo entre Temujin y la muchacha, luego acercó su cabeza a la del anciano tanto que sus frentes casi se tocaron.
Mata a Rosalyn, pensó. Y desollaré a tu mujer.
Conmoción y miedo. Este último controlado rápidamente. Verdadera preocupación por lo que le podía suceder a la muchacha de cara dulce cuya existencia Tycho había presentido antes. Con la que todavía no se había acostado. El interior de la mente de Atilo era un osario de secretos susurrados. Alas de murciélago, caras de león. Siluetas de un millar de cadáveres alineados contra el horizonte con pulcritud casi militar y que se remontaban a años atrás.
Y tres muchachas. Dos de ellas muertas, supo Tycho inmediatamente.
La tercera aguardando en casa, sin saber por qué Atilo no quería tomarla. Por qué no se casaban y la llevaba a la cama, como esperaba que hiciera el hombre que la amase.
Pregúntale al mongol. Él ya me ha visto hacerlo.
El viento en la cara, los olores de la ciudad intensos y dulzones, desagradables y estimulantes al mismo tiempo. Alguien gritó en el ático bajo sus pies, pero él ya se había ido antes de que pudieran siquiera abrir las contraventanas. Una sombra entre sombras, más rápida que las finas nubes que se deslizan por el cielo nocturno.
Saltó sin mirar, se rio porque cayó de una altura de dos pisos y rodó hasta ponerse en pie, sus tendones tensos a causa del golpe. La fiebre había desaparecido, a menos que no la notase en su excitación. Saltó por encima de otro canal, aterrizó en el suelo, miró a su alrededor y decidió que prefería los tejados. Así que escaló el muro de un palacio, sobrevoló un callejón y siguió subiendo. Hasta encontrarse en la cima de una cúpula de bronce, con Venecia a sus pies y una noche de libertad por delante.
Atilo seguiría buscándolo.
Al igual que Roderigo y su sargento mongol. No olvidarán y no perdonarán. Él conoce sus secretos y sus fracasos. Tal vez debería estar preocupado. Pero ¿preocupado por qué? Él estaba aquí, con las criaturas de la noche. Y ellos allí abajo, en el barro.