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ady Giulietta y sus acompañantes, agradecidos por haberse librado por fin del viento que azotaba sus caras, se estaban alejando de la niebla salina y del barco de los vencedores cuando Roderigo se percató de que unos pasos les seguían.
—Mi señor…
Al volverse se encontró con el muchacho del pelo rizado.
—Iacopo, ¿no?
El joven constató complacido que el capitán se acordaba de su nombre.
—Sí, mi señor. Perdonadme. Conoce usted a lady Desdaio, ¿verdad?
Roderigo asintió con la cabeza.
—¿Íntimamente, mi señor?
La expresión que se reflejó en la cara del capitán fue tan feroz que Iacopo dio un paso atrás.
—¡No tengo ninguna duda sobre el honor de lady Desdaio! —exclamó Roderigo encolerizado—. ¡Nadie tiene ninguna duda acerca de su honor! ¿Me entiendes?
Asintiendo con la cabeza, Iacopo se inclinó pidiendo disculpas por la ofensa causada. Luego, se mordió el labio y movió los pies, como el niño de la calle que probablemente había sido. El suyo era un rostro que se podía ver por doquier en Venecia. Boca curvada y unos ojos espabilados enmarcados por los rizos. Su nariz recta e intacta era menos usual. Podía significar dos cosas: o que no le gustaban las peleas o que era un buen luchador.
—¿Qué pasa con ella?
—Se ha comprometido con mi señor.
Roderigo no era un hombre temperamental. Hacía bien su trabajo y tanto el regente como la duquesa recurrían a sus servicios cuando necesitaban a un buen oficial. Después de haber entrado como subteniente había alcanzado el puesto de jefe de la aduana de Venecia gracias al trabajo duro. Pero cuando barrió con la oscura mirada los ladrillos que empedraban la piazzetta la gente se esforzó por mirar hacia otro lado.
—¿Cuándo sucedió?
—Ayer, mi señor… Me enteré esta mañana cuando me preparaba para la carrera. Lord Atilo vino a desearme suerte.
—Ya veo —dijo Roderigo furioso.
Regordeta y de pechos generosos, Desdaio Bribanzo era su ideal de belleza. Demonios, era el ideal de belleza de toda la ciudad. Lo único que defraudaba un poco era su cabello. Era de color castaño, en vez de rubio rojizo, como tanto gustaba en Venecia.
A diferencia de otras chicas, ella se negaba a teñirlo.
A sus veintitrés años, Desdaio tenía la suerte de compartir unos enormes ojos, una cara dulce y una sonrisa más dulce aún, con ser la heredera de una inmensa fortuna. Su padre había importado más pimienta, canela y jengibre que cualquier otro noble de la ciudad. Obviamente, tenía más pretendientes que cualquiera de sus rivales. Y Roderigo era uno de ellos. Se conocían desde la infancia. Y él creía que se gustaban bastante.
—¿Por qué me lo cuentas?
—He oído… Su bondad.… El jubón… —tartamudeó Iacopo y se detuvo. Volvió a mover los pies.
—¿Y lord Bribanzo lo aprueba?
—Todavía sigue en Roma, mi señor.
—En este caso veremos lo que opina. No sería la primera muchacha en otorgar su corazón a un hombre mientras su padre otorga su cuerpo a otro.
—Este caso es más complicado —Iacopo estaba eligiendo sus palabras cuidadosamente, manteniendo una expresión neutral, mientras esperaba que el capitán le preguntara por qué.
—Cuéntame —rugió Roderigo.
—Desdaio se ha mudado a Ca’ il Mauros.
—Dios mío. Su padre…
—Se pondrá furioso, mi señor. No obstante, si se queda una sola noche allí, sin vigilancia… Ninguna furia paterna podrá deshacer el daño que se haría.
—Es rica —dijo Roderigo con rotundidad—. Eso será suficiente.
Iacopo chasqueó la lengua, como si quisiera decir que las intenciones de las mujeres, en particular de las nobles y ricas, eran inescrutables para él. Y si el valiente capitán afirmaba que así sería, ¿quién era él para contradecirle?
La Ca’ Ducale estaba construida con pilares, dinteles de ventanas y arcos de puertas procedentes de edificios de ciudades saqueadas. Su estilo, sin embargo, era único. Arcos de medio punto del este ortodoxo junto con calados moriscos y ventanas ojivales de estilo gótico occidental se mezclaban de un modo que solo se podía encontrar en una ciudad del mundo: Venecia.
El saqueo de las joyas arquitectónicas no resultaba ofensivo.
Tampoco el que en la construcción del palacio y de su basílica se utilizaran materiales robados en mezquitas, sinagogas e, incluso, iglesias. ¿Qué otra cosa se podía esperar de un lugar en que se escuchaba todos los días: primero veneciano, después cristiano?
La ofensa era más sutil.
Con este palacio los duques pretendían decir a los príncipes extranjeros: os escondéis tras las murallas de feos castillos. Yo vivo en una isla en el mar. Mi poder es tan grande que puedo permitirme el lujo de vivir tras paredes tan delgadas que podrían estar hechas de vidrio. El capitán Roderigo nunca había pensado en ello hasta que Sir Richard se lo hizo notar.
—Sir Richard, quizás usted podría… —dijo Roderigo señalando discretamente a Giulietta y luego la puerta más cercana del palacio—. Tengo que tratar unos asuntos de carácter oficial.
—¿No va a cenar con nosotros?
—Como he dicho, el deber me reclama.
Sir Richard frunció el ceño.
—Supongo que yo no…
—El duque puede prescindir de mí —dijo Roderigo—. A usted le esperan para la cena. Bueno —agregó honestamente—, estoy seguro de que el regente y la duquesa Alexa le esperan. Su Alteza…
No había necesidad de decir nada más.
—¿Estos asuntos tienen que ver con la aduana?
Roderigo señaló con la cabeza la docena de naves amarradas en el tramo de la laguna reservada para los barcos en cuarentena. Después de que, hace sesenta años, la ira de Dios matara a la mitad de los habitantes de Venecia, era obligatorio que los barcos que llegaban esperasen fondeados en alta mar para asegurarse de que no traían ninguna enfermedad.
—Creemos que uno de los barcos podría haber acogido al soplador de vidrio. Esta noche lo abordaremos.
—¿Cuál de ellos?
—¿Ve el último?
Sir Richard miró a través del aguanieve. Tras un segundo, Roderigo se dio cuenta de que se les habían unido Giulietta y su dama de compañía.
—Morisco —dijo Eleanor.
Giulietta negó con la cabeza.
—Mameluco —corrigió.
Viendo la sorpresa de sir Richard, agregó ásperamente:
—Cuando no hay nada que hacer salvo mirar pasar los barcos, una aprende sus banderas con bastante rapidez. Cualquier tonto lo hubiera adivinado.
Sir Richard palideció. Tenía que ratificar un tratado, recoger a la nueva esposa de su rey y escoltarla hasta Famagusta, donde ella podrá ver pasar los barcos que se dirigen al norte, a los puertos de Venecia, como perlas ensartadas en un hilo invisible extendido entre Rodas y la ciudad. Una vez cumplida la misión sería el rey el que tuviera que soportar el temperamento de Giulietta. Y a sir Richard no parecía disgustarle la idea.
—¿Qué es lo que han hecho mal los de ese barco?
—Absolutamente nada —contestó Roderigo a lady Eleanor—. Llegó, esperó el tiempo que se le dijo y siguió a nuestro práctico sin regatear el precio…
—¿Eso es todo? —la dama de compañía de Giulietta parecía sorprendida.
—Pagó las cuotas del puerto, compró agua potable. Ni siquiera trató de sobornar a los funcionarios para que le dejaran salir antes de la cuarentena…
Lady Giulietta resopló. Esto sí que era sospechoso.