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n montón de cosas sucedieron a la mañana siguiente. Los barcos de pesca regresaron a sus amarres en la parte norte de la isla. Ese día la ciudad tenía que alimentarse de pescado, ya que era viernes y comer carne los viernes suponía ir directamente a las llamas del infierno.

Dado que ninguno de los tres cadáveres que pescaron aquella madrugada pertenecía a nadie importante, ningún pescador fue detenido para ser interrogado, ni obligado a confesar crímenes cometidos por otras personas, ni tampoco ejecutado.

Los maestros carpinteros de los astilleros se despegaron de sus colchones, tras haber encamado a sus esposas para entrar en calor, minutos antes de que sonase la campana del Arzanale. Los aprendices y oficiales se cayeron de los camastros en los que habían pasado la noche encaramados sobre sus novias, que quedaron con confusas promesas de matrimonio y un nuevo mocoso ensanchándoles el vientre tanto si lo querían como si no.

Los pantalanes flotantes, los diques secos y los astilleros del Arzanale eran las fuentes de poder de Venecia. Los más viejos del lugar lo llamaban Darsina, del árabe Dar-al-sina, y algunos incluso lo seguían llamando así. Los extranjeros de toda la ciudad, incluidos los procedentes de los países que regalaron a Venecia esa palabra, terminaron sus oraciones y se levantaron para abrir sus puestos o descargar las barcazas y transportar las mercancías a través de callejones más enrevesados que el laberinto del Minotauro. Hombres blancos, hombres negros, hombres amarillos. Una docena de formas de cara y dos docenas de lenguas. Sus reglas no les obligaban a comer pescado los viernes, pero la mayoría lo hacía por conveniencia. Aunque ellos lo llamaban cortesía. Los basureros nocturnos llevaron los residuos a las barcazas que zarparon hacia la península. Bajo las carpas que los protegían de la llovizna los carniceros sacrificaban cerdos. La Iglesia prohibía comer carne de cerdo los viernes, pero permitía la matanza y la preparación de la carne para el día siguiente. Con carpas y todo, la tierra bajo los pies de los carniceros se iba convirtiendo en barro empapado en sangre, vísceras y excrementos que soltaban los cerdos junto con sus vidas.

Blasfemando, las putas que salían de prostíbulos que acababan de cerrar o de cambiar de turno se echaban agua entre los muslos doloridos. Jugadores sin suerte abandonaron los garitos, tras haber hipotecado sus casas ya varias veces hipotecadas, los tahúres sacudieron los ases de las mangas y echaron los dados cargados para averiguar qué suerte les depararía ese día, sabiendo de antemano que sería buena.

Se barrieron las casas y se cortó la leña.

En las horas que precedieron y siguieron al instante del hilo negro, Venecia cambió de máscara como un jugador que pretende despistar a sus acreedores mientras se dirige a una nueva casa chiusa.

El sol se elevó frío y pálido sobre la orilla de la laguna en la que fueron levantados los primeros pueblos. Era una triste imitación del sol de verano que cae lentamente brillando como hierro candente. A lo largo de la Riva degli Schiavoni, luchando con los recuerdos de aquel sol de verano, caminaba una joven oculta tras una media máscara.

La máscara estaba rota, la muchacha acababa de encontrarla en el barro. Sus zapatos estaban sucios. Su houppelande de terciopelo estaba tan mugriento que no dejaba duda de que se ganaba la vida en la cama. Lady Giulietta di Millioni siempre había contemplado la ciudad desde los canales. La Venecia ornamentada y dorada, entrevista a través de las rojas cortinas de su góndola. Las raras ocasiones en que había abandonado Ca’ Ducale a pie fue para ir a pasear por la Piazza San Marco. Desconocía esta Venecia.

Maloliente, extraña y mal vestida. Tampoco ayudaba que su traje, además de estar sucio, fuera más corto de lo recomendable. Entre Rialto y el inicio de la Riva degli Schiavoni por lo menos una docena de hombres la habían confundido con una ramera. Mientras sorteaba los carros, unos marineros moros la miraron con descaro y ofrecieron un precio por sus servicios que no aceptaría ni una mendiga. Estaban vigilando a un grupo de mujeres encadenadas por el tobillo. Criminales, decidió Giulietta, pero luego se fijó en sus pómulos y su cabello oscuro. Capturadas en las llanuras salvajes que se extendían más allá de Dalmacia, estas mujeres estaban destinadas a los mercados de esclavos de Oriente.

Entre el Ponte della Paglia, al otro lado de la Ca’ Ducale, y el puente del Arzanale había por lo menos quince barcos fondeados cerca de la costa. Franceses, germanos, bizantinos, andalusíes e ingleses… Lady Giulietta identificó tantas águilas, leones, flores de lis y leopardos como pudo. Tal vez, si hubiera mirado por dónde iba, en vez de jugar a heraldo, no habría tropezado con un oficial francés que estaba regateando una docena de grandes barriles de agua dulce.

El oficial se volvió con la mano en la empuñadura de su espada.

Los schiavoni se rieron al ver el brinco que pegó Giulietta al retroceder. La cara del oficial francés se oscureció, debió de creer que se estaban riendo de él. No había duda de que el comerciante sí lo estaba haciendo. Después de los venecianos, los schiavoni formaban el grupo más numeroso de la ciudad. Cuando la Serenissima se apropió de la costa dálmata, otorgó a sus habitantes el derecho a comerciar. El nuevo muelle de piedra en la orilla sur de la ciudad se convirtió en el hogar de los comerciantes eslavos. Construyeron sus iglesias, scuole y hospitales, fundaron instituciones benéficas y monasterios que mantenían con los diezmos. También levantaron el depósito de agua más grande de la ciudad. Todo ello les dio, según afirmaban sus competidores, una injusta ventaja. Pero por entonces los venecianos estaban convencidos de que cualquiera que se interpusiera entre ellos y el beneficio disponía de una ventaja injusta de una manera u otra.

—Mira por dónde vas…

Lady Giulietta miró hacia atrás. Vio cómo se endurecía la expresión del joven francés y decidió rodearle, pero se quedó petrificada cuando el oficial alargó la mano para detenerla. Indignada, intentó darle un bofetón, pero el francés interceptó su muñeca y, manteniéndola sujeta, le dio una fuerte palmada en el trasero.

—Donde las dan las toman —dijo el oficial.

¿Cómo se atreve?

—¿Me atrevo a qué? —preguntó el francés sonriendo—. ¿Impedir que me abofetees? ¿U objetar a que te largues sin pedir disculpas? —en ese momento se dio cuenta de que aún la sujetaba de la muñeca. Dando un paso atrás, miró de reojo a los schiavoni y Giulietta comprendió tardíamente que, simplemente, estaba tratando de reparar su orgullo herido.

Hombres, fue su primer pensamiento. El segundo fue el de pedir perdón. Y así lo hizo, dándose cuenta de que, seguramente, era la primera vez en su vida que lo hacía. ¿Lo siento realmente? Al fin y al cabo estaba corriendo sin mirar por donde iba y chocó contra él.

—Sí —agregó—. Lo digo en serio.

Sin saber qué contestar el oficial francés se volvió hacia el comerciante schiavoni.

—Entonces, trato hecho, ¿verdad? —el oficial sacó cinco grossos y dos ducados del bolsillo de su cinturón, los contó dos veces y depositó las monedas de oro y plata en la mano del comerciante.

—Llévalos allí —dijo señalando un viejo lugre.

¿Era lo suficientemente inteligente como para haberse asegurado de que los barriles estaban llenos? ¿Y se iba a marchar sin comprobar que el proveedor entregaba todos los barriles que había pagado? ¿Cómo es que ella, que nunca había pagado por nada en su vida, sabía lo que había que hacer y él no? Obviamente, porque ella era veneciana y él no. Tampoco lo era el vendedor de agua, pero cien años de dominio veneciano habían contagiado a su gente. Circulaba una broma acerca de los schiavoni. ¿Cómo puedes obtener beneficio con ellos? Compra uno por lo que realmente vale y véndelo por lo que él cree que vale. Con la diferencia te compras una casa…

—Tú —dijo dirigiéndose al schiavoni, que la miró con extrañeza—. Entregarás todos los barriles. Y asegúrate de que estén bien llenos.

A juzgar por la expresión de enfado del schiavoni, en sus planes no entraba hacer ninguna de las dos cosas.

Giulietta siguió su camino con la cabeza erguida y los hombros echados hacia atrás. Haciendo todo lo posible por mantener su pena controlada. Esquivando carros llenos de carne, Giulietta pasó por debajo de una grúa que cargaba cerdos vivos en un barco y se libró de milagro de la lluvia de excrementos que soltaron los aterrorizados animales. Alguien se rio. Risa que subió de volumen cuando Giulietta volvió la cabeza para ocultar las lágrimas.

Más allá de la Riva degli Schiavoni y de las puertas del Arzanale estaba San Pietro di Castello, la isla que albergaba la principal catedral de Venecia. Era allí donde se dirigía ahora Giulietta, porque cuando, tras reunir todo su valor, intentó entrar en el palacete del patriarca en San Marco diciendo que era amiga suya, la insultaron llamándola ramera y ladrona y la maldijeron por impía. Al insistir que era imprescindible que le viera, le dijeron con desprecio que probara suerte en San Pietro.

A pesar de las dos horas de caminata, que era, con mucho, la distancia más larga que había recorrido a pie hasta entonces y del descubrimiento de una ciudad extraña en el lugar que antes había ocupado la que ella conocía; a pesar de descubrir, tras cruzar un puente desvencijado, que su confesor había muerto y que su cuerpo se veló en San Pietro antes de ser enterrado bajo la nave; a pesar de que una monja de cara avinagrada enmarcada por la toca, que se parecía demasiado a otra monja de cara avinagrada enmarcada por otra toca, había puesto los ojos en blanco ante el repentino llanto de Giulietta y la había echado con cajas destempladas, amenazándola con una paliza, con todo, aquello no fue lo más importante que le ocurrió a Giulietta aquel día.

Lo más importante sucedió poco después.

El camino de regreso de San Pietro di Castello lo hizo más rápido. Había dos buques encallados en un banco de lodo ante el Arzanale, uno estaba siendo calafateado con estopa empapada en alquitrán. El otro tenía un agujero en un costado lo suficientemente grande como para que pudiera atravesarlo un caballo. A su lado había dos hombres discutiendo.

Bordeando la puerta del astillero, Giulietta evitó que la volvieran a silbar. También rodeó la grúa que subía a los cerdos, aunque no pudo evitar mancharse de porquería cuando se hundió hasta los tobillos en el blando lodo traicionero.

—Mi señora…

Giulietta se volvió, sorprendida.

El hombre era corpulento, de pómulos altos y barba oscura. Vestía un jubón escarlata, unos pantalones negros ajustados y un sombrero de ala ancha. Y nunca había visto una bragueta de armar tan abultada y decorada como la suya. Viendo cómo la miraban los marineros, el desconocido sonrió perezosamente:

No es buena idea mezclar huevos con piedras.

—¿Me conoce usted?

—Reconozco la calidad cuando la veo.

Giulietta entornó los ojos molesta ante la burla.

—Créame —dijo el desconocido—, no era mi intención ofenderla.

De repente, se inclinó sobre ella y aspiró su aroma, como si oliera hierba recién cortada o un perfume caro. Luego, tomó su mano y, separando los dedos, descubrió el anillo que Giulietta llevaba dado la vuelta para ocultar la piedra preciosa. El valor del anillo era incalculable. La montura era tan antigua que gran parte de su decoración se había desgastado.

El hombre sonrió y se encogió de hombros. Su sonrisa era fácil y el encogimiento de hombros elegante.

—Tengo una cierta… facilidad para darme cuenta de las situaciones. Y me llamó la atención su hermosura. Eché una segunda mirada y me di cuenta…

—¿De qué? —apremió Giulietta.

El hombre señaló el caos de los muelles. Los cerdos en los corrales y los huraños esclavos. Las putas asomando de los portales con los ojos entornados, cegadas por la luz del día. Schiavoni, mamelucos, griegos…

—Que este no es su sitio. Su lugar está en un palacio.

Probablemente romper a llorar no fue la reacción más sabia. Pero, por otra parte, era justo lo que necesitaba. De repente se encontró entre los brazos del hombre, que la apretaron con fuerza hasta que se le pasó el llanto.

—Príncipe Leopold zum Bas Friedland —se presentó a sí mismo el desconocido—. El enviado del emperador germano a la Serenissima.

—¿… de Segismundo?

—Sí —contestó—. Soy el bastardo del emperador.

Se inclinó hacia adelante y la besó delicadamente en la frente. Giulietta se dio cuenta de que estaba temblando. Pero una parte de ella hizo algo más que temblar. Comenzó a derretirse.

—Soy lady Giulietta San Felice di Millioni.

—Lo sé —dijo Leopold—. Las cosas vienen solas al que sabe esperar.

No fue hasta más tarde, mientras caminaban hacia el norte por callejones cuya existencia Giulietta ignoraba, pero que el príncipe Leopold parecía conocer como si hubiera vivido toda su vida en la ciudad, en lugar de ser al revés, cuando Giulietta vomitó. Lo hizo con aire de culpabilidad. Se volvió a un lado y vomitó contra una pared, luego empujó el barro con el pie para tapar el vómito.

—¿Está enferma? —preguntó el príncipe.

Giulietta negó con la cabeza. Tenía la cara triste y la boca torcida. Las lágrimas empezaron a acumularse en sus ojos y tuvo que volverse de nuevo hacia la pared, incapaz de detenerlas. No quería que la viera llorar dos veces seguidas.

—¿Entonces?

Tal vez dedujo la respuesta por su silencio, porque dio un paso adelante y puso la mano suavemente sobre el vientre de Giulietta. Al notar el contacto de la mano, Giulietta se quedó helada. Luego sintió un aleteo bajo sus dedos y su rostro se tornó blanco.