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l mercado de esclavos de Limassol era una construcción abierta por los cuatro costados que consistía en un tejado a punto de desmoronarse, cubierto de tejas de barro y apoyado en deformes pilares de piedra arenisca. Los peldaños de piedra que conducían hasta la plataforma elevada en la que se realizaba la venta estaban desgastados y hundidos por miles de pies de esclavos que los pisaron para subir y ser exhibidos ante los compradores.
En la plataforma podían caber hasta cinco esclavos a la vez. Las mercancías especiales se vendían individualmente. Hermanos y hermanas solían negociarse por parejas. Y el resto, en lotes de tres a cinco esclavos. Hasta entonces nunca se había organizado una subasta como la que se iba a realizar aquella medianoche y en la que se subastaba a un único esclavo.
Tal vez lo extraño de la hora, o el hecho de que solo se fuera a subastar a un esclavo, fue lo que congregó a la multitud en un barrio que la gente de bien trataba de evitar. En realidad, la mayoría de los patricios, empezando por el rey, trataban de evitar Limassol en general. Miserable durante el día, ruidosa por la noche, siempre apestando a animales y esclavos, solo era apta para los mercaderes.
Sir Richard Glanville pensaba que, tal vez, fueron los rumores de una invasión inminente los que crearon el ambiente de fiesta que se respiraba aquella noche. Una reacción al desasosiego que sentía todo el mundo. Desde su regreso de Venecia, finalizada su misión de enviado del rey, desempeñaba el cargo de segundo al mando de los Cruzados Blancos. Y, a veces, era un puesto muy incómodo.
No le gustaba la idea de tener que escoltar al esclavo hasta el mercado.
El muchacho estaba muy sucio, iba vestido con un jubón miserable, llevaba el cabello trenzado y se tambaleaba como un borracho. Avanzaba pesadamente tratando de no tropezar con sus cadenas. Si no se lo hubiera sugerido el propio prior, sir Richard habría pensado que era una tarea poco digna para él.
El precio que obtendría sir Richard por la venta del muchacho era irrelevante.
Lo único que importaba era que el esclavo tenía que ser vendido el mismo día de su llegada. Y así, después de haber sido entregado la noche anterior en el Priorato de los Cruzados Blancos, el muchacho permaneció en el calabozo durante el día y, al caer la noche, fue baldeado con un cubo de agua y llevado a Limassol en una carreta de bueyes custodiada por cinco hombres armados.
Sir Richard se habría sentido mejor si el muchacho hubiera intentado escapar.
—Ya hemos llegado —dijo el sargento.
—Ya lo veo —el rostro de sir Richard expresaba preocupación.
Debería estar preparando la isla para la invasión de los mamelucos. Conducir a las montañas los rebaños de cabras o sacrificarlas y salar su carne, haciendo acopio para el asedio que se avecinaba. Afilar las espadas. Maldita sea, había un montón de cosas que hacer. Sir Richard tenía a su mando a quinientos soldados. ¿Qué estaba haciendo custodiando a medianoche a un niño bonito esclavo que iba a terminar en el lecho de algún mercader?
Salvo que el rey lo quisiera para sí.
Sir Richard no había pensado en eso. Los gustos del rey Janus eran complicados. Corría un rumor, probablemente falso, que implicaba también al Gran Prior, de cuando los dos eran mucho más jóvenes. Si a Janus se le antojaba ese chico las cosas cambiaban.
¿Hasta qué punto eran sutiles los venecianos? ¿Tan sutiles como para enviar a un asesino disfrazado de esclavo bien parecido para atraer la atención del príncipe al que tenía que matar? Tratándose de Venecia, nada podía descartarse. Pero ¿para qué querría Venecia debilitar a Chipre en un momento como este? Sir Richard volvió a mirar al muchacho de pelo gris plateado.
—Tú —dijo.
El esclavo se volvió en el momento en que sir Richard le asestaba un puñetazo.
Uno de los soldados soltó un juramento, el sargento de sir Richard llevó la mano a la daga, preguntándose qué se le había pasado por alto, pero la atención de sir Richard se concentraba en el muchacho. Había bloqueado el golpe sin siquiera pensar en ello y se colocó en posición de combate desplazando el peso hacia los talones, pero sin responder al ataque.
Sir Richard miró a su alrededor dándose cuenta de que la multitud no había perdido detalle, lo que haría que el precio del esclavo subiera aún más.
—No —dijo el muchacho—. Se equivoca.
Los azules ojos de sir Richard se convirtieron en dos rendijas.
—No estoy aquí para matar a nadie. Eso es lo que está pensando, ¿verdad? ¿Que he venido a asesinar a alguien? —la voz del muchacho sonaba tensa. Sus ojos recorrían la multitud como si buscaran algún rostro conocido.
—Vamos a terminar con esto —dijo sir Richard y llevó al muchacho hasta la plataforma para entregárselo al mercader de esclavos.
Se trataba de un nubio gordo con pendientes de oro en las orejas que portaba con orgullo una enorme barriga, apenas cubierta por un gastado chaleco bordado en oro. En realidad Isak coleccionaba manuscritos antiguos, tallas de marfil, leía en tres lenguas y hablaba cinco. Se ponía los pendientes de oro, el chaleco y se untaba la barriga con aceite únicamente los días de mercado.
—Hay un buen montón de gente —dijo Isak.
—No me sorprende, teniendo en cuenta la publicidad que hizo.
Había pegado cientos de pasquines para los que sabían leer. Todos los demás se enteraron o bien por los que los habían leído o por cotilleos en las tabernas.
«Un esclavo de increíble belleza, tan rara que su piel, blanca como la leche, no puede soportar la luz del sol, se pondrá a la venta a medianoche del próximo martes. El único lote del día. No se vende a crédito».
—¿Sabe que está entrenado para matar?
Isak hizo una mueca.
—¿En serio? Esto duplicará su precio para la mitad de los compradores de esta noche y lo reducirá a la mitad para el resto. Tengo que pensar qué voy a decir al respecto.
Finalmente, Isak optaría por no mencionarlo.
Simplemente subió al joven a la plataforma de arenisca y rasgó el ajado jubón que lo cubría.
—Ya saben lo que han venido a comprar —dijo—. Aquí lo tienen.
Isak dio la vuelta al muchacho medio desnudo a fin de que la multitud congregada alrededor de la plataforma lo pudiera ver bien, luego acercó una lámpara al cuerpo del esclavo, para que destacara la blancura de su piel, la finura de sus rasgos y el extraño pelo gris plata.
—La puja comienza con quinientos ducados de oro.
El precio de salida fue recibido con un silencio de asombro. Mientras algunos de los postores subían mentalmente el nivel de su oferta final, otros se daban cuenta de que la subasta quedaba fuera de su alcance, pero optaron por permanecer hasta el final de todos modos.
—Aquí —dijo un hombre, apenas levantando la mano.
Exactamente quien Isak esperaba que hiciera la primera oferta. Un mercader de seda de Alejandría. En realidad no podía permitirse comprar al muchacho, pero ahora todo el mundo sabría que había pujado por él.
—¿Alguien ofrece más de quinientos?
Se izó una mano, un hombre asintió con la cabeza, se levantó una segunda mano, luego una tercera y una cuarta, alguien se rascó la nariz. Cuando el frenesí se detuvo, las pujas iban ya por mil quinientos ducados de oro y el comerciante de Alejandría se había retirado sacudiendo la cabeza con pesar. Los aduladores le ofrecían sus condolencias diciendo que había sido muy prudente dejándolo allí.
El hombre andaba escaso de dinero y tenía dificultades para conseguir crédito. Después de haber sido visto pujando por el esclavo le costaría menos encontrar a quien le prestase dinero. Un hombre apurado de dinero no habría pujado tan alto, ¿verdad? Isak sonrió ante la astucia de algunos.
—¿Alguien da más de mil quinientos?
Otro mercader siguió subiendo hasta los dos mil, retirándose finalmente. Su competidor abandonó la puja doscientos ducados más tarde. Un caballero cruzado hizo un gesto con la mano y una mujer joven, situada al fondo, levantó su brazo haciendo caso omiso de las reglas que exigían discreción al licitador. Acababa de llegar y era la primera vez que pujaba. Isak conocía de memoria a todos los que ya habían hecho alguna oferta. Y también había identificado a un puñado de los que iban a empezar a pujar en cuanto la subasta se redujera a ofertas serias.
De todas formas se habría acordado de ella por su rizado cabello castaño oscuro, su cara redondeada y dulce y su abundante pecho.
El caballero cruzado se volvió tratando de descubrir quién era el que pujaba contra él. Pero la mujer ya había bajado la mano. Se notaba que estaba avergonzada por ser el centro de atención de todos los que la rodeaban.
—Su oferta, mi señor.
No era más que un simple caballero, pero Isak sabía que, inflando la importancia del postor, se conseguía también inflar las pujas que hacía. Sin embargo, este hombre no estaba pujando por sí mismo. Ningún cruzado, tras haber hecho votos de castidad, pobreza y caridad, disponía de tal cantidad de dinero. Y, si lo tenía, es que no se estaba tomando sus votos demasiado en serio.
—Tres mil ducados de oro.
La multitud estalló en exclamaciones de admiración por la forma en que había atajado desde los dos mil quinientos a tres mil, sin molestarse en pasar por las centenas intermedias. Con ese dinero se podía armar una galera. O llenar un burdel con los esclavos más hermosos. Incluso comprarse un pequeño palacio.
—Cuatro mil —dijo la joven.
El caballero se volvió para mirarla. La joven se sonrojó, pero no retiró su oferta. Miró al suelo, luego levantó los ojos para encontrarse con la mirada y el ceño fruncido del caballero y se ruborizó de nuevo.
—Mi señor, es su turno.
La multitud que rodeaba al caballero contuvo el aliento.
¿Por qué iba nadie a pagar esa cantidad por un esclavo? Isak sabía que se plantaría aquí. Lo podía ver en su cara. O bien había alcanzado el tope máximo que se le había ordenado o estaba comprando para él mismo, lo que, a juzgar por la furia reflejada en sus ojos, parecía posible. Si era así, había llegado al máximo que le permitían sus ahorros secretos.
—Cuatro mil quinientos ducados.
Isak se preguntó si la joven que avanzaba a empujones entre la multitud sabía que estaba pujando contra sí misma. Miró al caballero, que negó con la cabeza. El esclavo repitió ese gesto mientras miraba a la joven que avanzaba hacia la plataforma de piedra arenisca para hacerse cargo de su adquisición.
Apartando a Isak de un empujón, la mujer tomó una manta del suelo y la colocó sobre los hombros del esclavo cubriendo su torso desnudo. El mercader se dio cuenta de que, mientras lo hacía, evitaba mirar el cuerpo del muchacho.
—Mi señora —dijo el esclavo—, ¿lo sabe lord Atilo?
La mujer negó con la cabeza.
—¿Por qué está aquí? —preguntó Tycho—. ¿Por qué no está en casa?
—¿Dónde está mi casa? —dijo la joven con lágrimas en los ojos—. ¿Con mi padre, que no me dirige la palabra? ¿O en Ca’ Ducale, con mi cuerpo y mi fortuna a merced del regente, porque no se me permite estar sola en Ca’ il Mauros?
—¿Y Pietro? —preguntó el esclavo.
La joven se quedó perpleja.
—¿El nuevo aprendiz? Está a salvo en Venecia, con Iacopo y Amelia. Al parecer ellos sí están autorizados a quedarse en Ca’ il Mauros.
Su voz sonaba lo suficientemente fuerte como para ser escuchada por todos. Los que la oyeron se lo contarían luego a los demás. Por la mañana lo sabría todo Limassol. Aunque lo que se contaría tendría bien poco que ver con la verdad. Isak no tenía idea de quién era la joven, pero algo le inquietaba.
—Mi señora, es posible que desee mantener esta conversación en algún lugar menos público. Quedan por hacer algunas formalidades y podrá llevarse su compra.
Isak miró a la multitud en busca del séquito de la joven. Buscaba al mayordomo o a alguien que la acompañara llevando la bolsa del dinero.
—Estoy sola —dijo la joven.
La sonrisa de Isak se congeló. Sus reglas eran simples: dinero al contado, nada de crédito y nadie se llevaba la mercancía sin pagar. Los tres mil ducados del caballero, pagados ahora, eran mejores que la cantidad muy superior que pagaría la muchacha en el futuro, en todo caso…
—Soy Desdaio Bribanzo —dijo la joven—. Y él es Tycho.
El esclavo asintió resignadamente.
Desdaio se quitó la pulsera de piedras preciosas que llevaba en la muñeca y dijo:
—Te pago con esto. Vale cinco mil ducados.
La pulsera era buena. Filigranas de oro incrustado con camafeos, cornalinas, perlas, esmeraldas y rubíes. Pesaba tanto que Isak se sorprendió que la joven no se cansara de llevarla.
—¿Trabajo veneciano?
—De Milán. Un regalo del duque.
—¿De Milán? —preguntó Isak, intentando mantener su rostro impasible.
—¿Se refiere al duque?
Isak dio la vuelta al brazalete de oro y asintió con la cabeza. Sí, eso era exactamente lo que quería decir. Realmente era muy hermoso. Se preguntó qué habría hecho la joven para que se lo regalara.
—Marco también quería casarse conmigo. Pero Alexa no se lo permitió. Bueno, me contaron que quería casarse conmigo. Sospecho que fue idea de Alonzo.
En ese momento Isak decidió que necesitaba terminar rápidamente con esa conversación. La pulsera era de calidad y fue hecha para un duque. Lo que supondría un valor añadido cuando tuviera que venderla. Pero tenía sus reglas. Si las infringía esta vez…
Aunque ahora, con la flota mameluca acercándose, ¿quién sabe lo que iba a pasar? Los mamelucos también necesitan esclavos. Pero desconfían de los nubios e Isak había oído que Bizancio era un buen lugar para traficar con esclavos. Tal vez incluso un buen lugar para retirarse. Y el brazalete era fácil de llevar y ocultar. Muy útil en caso de que tuviera que salir a toda prisa. Mientras Isak reflexionaba, Desdaio se arrancó los pendientes que llevaba.
—Tome también esto…
Luego añadió un broche al lote. Al principio Isak pensó que los pendientes eran de amatistas. Pero enseguida se dio cuenta que eran rubíes pálidos y sin defectos.
—¿También del duque de Milán?
—De lord Dolphino.
Isak parpadeó.
Quería estar lejos de esta joven con sus impresionantes pechos, enormes ojos y su colección, aparentemente inagotable, de joyas de incalculable valor. Una mujer que despachaba los nombres de almirantes, condottieri, duques y príncipes como si fueran sus vecinos.
—Coja su esclavo y márchese de la isla.
—¿Por qué? —preguntó Desdaio.
—Los mamelucos estarán aquí dentro de una semana.
—Más bien mañana. Tal vez pasado. Pero Chipre es seguro.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Isak, sorprendido por la certeza con la que lo afirmaba.
—Porque mi futuro esposo, lord Atilo il Mauros, encabeza la flota que se enfrentará a ellos.