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tilo permanecía en silencio en la oscuridad matutina intentando que su mirada no se elevara por encima del balcón del palacio hacia la niebla que cubría la laguna. La niebla era tan espesa que apenas se divisaba el monasterio de San Giorgio.
—Has fracasado… —la voz del regente helaba la sangre, su cara estaba blanca de furia. Esa ira fría era mucho más peligrosa que los habituales gritos que profería con la cara enrojecida. El príncipe Alonzo estaba asustado.
Y convencido de que Leopold seguía vivo.
Los krieghund sanaban rápido. Leopold zum Bas Friedland había sido un enemigo implacable. Como enviado del emperador germano a la Serenissima tenía que respetar, al menos en apariencia, las sutilezas diplomáticas. Pero ahora esas limitaciones habían desaparecido.
—¿Tienes alguna excusa?
En la cabeza de Atilo todavía resonaban las palabras de Desdaio. ¡Si me amas lo salvarás! ¿Cuánto la quería Atilo? ¿Lo suficiente como para dejarse engañar? Lo suficiente para seguir viviendo sabiendo que Iacopo dijo la verdad, aunque luego lo negase. Que había visto a Desdaio salir de la celda de Tycho.
Y ahora Atilo estaba empezando a creerle.
—¿No tienes nada que decir?
—¿Mi señor?
—¡Déjate de mi señor! Nos dijiste que aquello estaba listo. Que tenía las habilidades necesarias para… —el príncipe Alonzo agitó la mano con desdén. El moro sabía exactamente a qué se refería, lo que significaban sus gestos.
—Me equivoqué, mi señor.
—¡Sí que te has equivocado!
Aquello permanecía arrodillado en silencio a los pies del trono. Con los mechones de pelo ensangrentados pegados al cráneo. La paliza que Atilo propinó al muchacho había sido brutal, la del príncipe lo fue aún más. El viejo no sabía si había sido estupidez, ignorancia o coraje lo que hizo regresar al muchacho para anunciar que había fracasado. Eso fue lo único que consiguió arrancarle. Que había fracasado.
El capitán Roderigo, de pie tras el muchacho arrodillado, lo miraba furioso con ojos soñolientos. Había estado en Ca’ Friedland y ahora tenía que esperar para hacer su informe.
—Se lo entregaremos a los Cruzados Negros para que le sometan a tortura pública.
—Alonzo —dijo una voz desde la puerta. El tono de Alexa era sorprendentemente suave. Se daba cuenta perfectamente de lo cerca que se hallaba el regente de cometer una estupidez.
—¿Qué? —apremió el príncipe.
Que Alexa pasase por alto su rudeza lo decía todo. Era una tarea delicada señalar lo obvio a un príncipe ebrio delante de todos sus servidores.
—Tal vez eso no sea lo más apropiado.
—¿Por qué no?
—Es joven.
—¿Y eso qué tiene que ver…?
No era infrecuente torturar a los niños. Hijos que tenían que delatar a sus padres. O hijas a sus madres…
—Ah —dijo Alonzo, dándose cuenta de la respuesta por sí mismo. La edad de Tycho no tenía nada que ver. En realidad, Alexa le estaba dando tiempo para recapacitar. El torturador acabaría averiguando los detalles de la formación de Tycho. Se enteraría de la verdadera naturaleza del príncipe Leopold. ¿Quién sabe las complicaciones que podría traer eso?
—Más vino —ordenó el regente.
El mayordomo echó una mirada a Alexa. El hombrecillo no se atrevería a desobedecer a Alonzo pero podía ordenar a los criados que diluyeran el vino. Había servido al viejo duque y lo había hecho bien. Haría lo mismo con el nuevo, si este no se quedara sentado allí todo el tiempo observando cómo la niebla se levanta poco a poco sobre la laguna. La duquesa asintió con la cabeza.
Así le sería más fácil manejar a Alonzo.
—Dijiste que estaba preparado —insistió el regente tomando la copa y vaciándola de un trago—. Dijiste que podía hacer el trabajo.
Roderigo era de fiar. En los días del viejo duque los asuntos de los Assassini no se discutían abiertamente. En tiempos de Marco III, todas las decisiones eran tomadas por el propio duque, que no era partidario de discutirlas con nadie. Salvo, en contadas ocasiones, con la duquesa. Atilo lo sabía porque se lo contó ella misma. Una vez que se encontraban en la cama. Al levantar la vista se dio cuenta de que la duquesa le estaba mirando.
—¿Y bien? —continuó Alonzo—. ¿Vas a contestarme?
—Lo siento, mi señor.
—Sentirlo no es suficiente. Debes escoger mejor a tu gente.
—Me equivoqué.
—Me alegro que lo admitas. No nos gustaría que rehuyeras tus responsabilidades. ¿Verdad que no, Alexa? Roderigo nos contará lo que ha encontrado.
—Sangre en el tejado del palacio, mi señor. Armas destrozadas. Una espada rota.
Roderigo desenvolvió el paño que protegía su mano derecha para enseñar las quemaduras.
—Está encantada. Hizo falta la ayuda del doctor Cuervo para poder cogerla. En el tercer piso encontramos el dormitorio de una mujer.
—¿Su hermana?
La voz de la duquesa Alexa sonaba tensa.
Atilo ni siquiera sabía que el príncipe Leopold tuviera una hermana. Y la voz de Alexa revelaba demasiada tensión para una mujer de su sutileza. Ahora se daba cuenta de que parecía menos sorprendida por el fracaso de Tycho que Alonzo. Aunque había tenido cuidado de lanzar algunas miradas airadas al muchacho.
—Me imagino que sí, mi señora —contestó Roderigo.
—¿Qué pasó con los criados?
—No hay señales de criados, mi señor.
—¿Lo has comprobado?
—Sí. Lo comprobé. Las buhardillas estaban abandonadas.
Los criados dormían en las buhardillas. Padeciendo calor en verano y frío en invierno que compartían con ratones, ratas, palomas y trastos viejos.
—Leopold zum Bas Friedland y su hermana viviendo solos. Me parece sospechoso.
La idea hizo que sus ojos se iluminaran. Agitó su copa y una criada se acercó rápidamente con una jarra. El príncipe la miró con ojos golosos mientras le rellenaba la copa.
—Describe el estado del dormitorio.
—Alguien había dormido en la cama, mi señor. Las sábanas estaban… necesitaban un lavado.
—¿Quieres decir lo que estoy pensando?
—Es posible, señor.
—Entonces dilo claramente —se impacientó el príncipe.
—Las sábanas estaban manchadas, mi señor. De sangre, orina y heces. O la mataron en el acto…
—¿Su hermano?
El capitán Roderigo hizo una mueca.
—O el aprendiz de Atilo la violó primero.
El príncipe Alonzo miró a Tycho con interés renovado. Luego sus ojos se desviaron hacia el rostro impasible de Atilo.
—Roderigo. ¿Crees que están muertos?
El capitán se encogió de hombros. Un error.
—El colchón estaba empapado en sangre —se corrigió apresuradamente—. También había salpicaduras de sangre en el techo, señales de lucha y la espada rota… Pero no he visto cuerpos por ninguna parte. Puede que los hayan eliminado.
Y también podrían estar vivos. Cuanto más bebía el regente, más fácil era adivinar sus pensamientos y Roderigo se daba cuenta de que su amo estaba asustado y furioso.
—Muertos —dijo Alonzo—. Ese es mi veredicto.
Cuando la duquesa Alexa abrió la boca, el regente espetó:
—¿No estás de acuerdo?
—Deberíamos discutirlo.
—No, no… Dejemos que el Maestro Negro sonsaque hasta el último detalle en privado. Aunque no me faltan ganas de hacerlo yo mismo.
Por un segundo pareció que el regente estaba hablando en serio.
—Vete —dijo, mirando a Roderigo—. Y llévatelo.
—¿Adónde, mi señor?
—Al pozo de los cruzados, obviamente.