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ra noche de claridad y de magia. De las que solo se dan antes de una gran batalla o al inicio de un asedio. Cuando todo el mundo sabe que la peste, el fuego y el hambre están ensillando sus caballos y las reglas de la vida cotidiana ya no sirven. Probablemente así se vivirá el fin del mundo.

Aunque el incendio de Bjornvin, que puso fin al mundo de Tycho, se vivió de forma diferente. Tycho no sabía lo que iba a ocurrir, hasta que pasó. Pero ahora era otra persona. Podía saborear la sangre en el viento antes de que se derramase. La sangre y su propio anhelo. Si el príncipe Leopold estaba en Chipre, también lo estaría lady Giulietta. Ese pensamiento le hacía temblar.

Se había convencido de que no la volvería a ver nunca. En su mente, el deseo se convirtió en un dolor sordo, como la escarcha que, poco a poco, va comiéndose la esperanza, convirtiéndolo todo en hielo. Hasta que la esperanza de volver a verla resquebrajó ese hielo.

La primera sorpresa del día fue que el rey Janus lo había hecho llamar.

Janus, también llamado John, le recibió de pie en una sala de recepciones improvisada a toda prisa en una de las habitaciones de la torre. Una silla de madera cubierta por un tapiz hacía las funciones de trono. A su lado estaba el prior de los Cruzados Blancos. El rey era delgado e iba perfectamente afeitado. El prior Ignacio, más alto y aún más delgado, vestía una túnica blanca. Era evidente que, en su juventud, los dos habían sido muy atractivos. Tras devolver a Desdaio sus joyas, el rey Janus ratificó la libertad de Tycho, elogió su valentía, le mandó arrodillarse y sacó su espada para ordenarlo caballero.

—¡Majestad! —protestó Atilo.

—Será el salvador de Chipre —explicó el prior.

Atilo parecía preocupado.

—¿Ha tenido una visión, mi señor?

—Detestamos la videncia, como cualquier otra forma de magia —dijo el prior con firmeza, evitando así responder a la pregunta de Atilo. Todos en la sala conocían la postura oficial. Pero nadie la creía ni por un momento. Los rumores sobre los poderes de los cruzados estaban demasiado extendidos.

—Se lo he dicho yo —dijo el príncipe Leopold.

—¡Entonces es una trampa! —levantó la voz Atilo—. Mi esclavo me ha traicionado por culpa de este hombre. El príncipe mató a una docena de mis… siervos —acabó diciendo, al darse cuenta de que la palabra seguidores podría suscitar preguntas incómodas.

—Y usted mató a una docena de los suyos —dijo el rey Janus.

—Oh, sí —dijo el prior—. Lo sabemos todo sobre esa batalla. El príncipe Leopold está aquí por invitación del rey. Y bajo la protección de los cruzados. —Cualquier persona que no lo supiera ya, acababa de ser advertida. La amarga expresión del rostro de Atilo indicaba que lo había entendido. Y que sabía que era a él a quien iba dirigida esta advertencia.

—Este muchacho —dijo el rey Janus— ya me ha hecho un servicio.

Al captar la mirada de Tycho, el príncipe Leopold sonrió, señalando con los ojos la galería superior, donde una mujer, semioculta tras un biombo, los estaba observando.

—¿Cuál es tu verdadero nombre? —preguntó Janus.

—No lo sé, majestad.

—¿Eres hijo bastardo de Venecia?

Varios cortesanos levantaron las cejas ante esa pregunta. El rey Janus era conocido por lo poco que le importaban las normas sobre la pureza de la sangre. De todos modos…

—Procedo de un lugar que está muy lejos de Venecia. Mi verdadero nombre fue grabado en una piedra que luego se arrojó al lago más profundo de Bjornvin para mantenerlo oculto.

—¿Bjornvin? —preguntó Janus.

—Mi casa.

—¿Ha oído hablar de ese lugar?

El prior Ignacio negó con la cabeza.

—No, majestad.

—¿Y dónde está? —preguntó el rey—. ¿Cómo has llegado hasta la Serenissima? ¿En barco? ¿Por tierra desde el norte? ¿Atravesando en una caravana los desiertos otomanos?

—A través del fuego.

El prior palideció. Miró a Janus, quien recorrió con la mirada la habitación considerando algo. Un puñado de caballeros, un príncipe germano, Atilo il Mauros. La mujer en el balcón de arriba y Desdaio debajo de ella. Y, por último, el ex esclavo arrodillado a sus pies. Si era necesario, la historia podría mantenerse en secreto.

El rey Janus apretó la empuñadura de su espada con más fuerza.

—¿A través del fuego? —su tono aparentaba indiferencia.

Tycho asintió con la cabeza.

—Bjornvin ardió. Estaba allí, luego ya no. Atravesé las llamas y ya no recuerdo nada más…

—¿Nada en absoluto?

—Cuando me desperté estaba encadenado. Emparedado en el casco de un barco mameluco, muriéndome de hambre en la oscuridad hasta que el capitán Roderigo y sus hombres me liberaron y prendieron fuego al buque.

—¿Es eso cierto? —preguntó Janus.

Atilo abrió la boca, pero no consiguió pronunciar palabra.

—¿Y bien? —apremió el rey.

—Majestad, no sé nada de esto.

—¿Y por qué ese capitán no se lo contó a nadie? Sin duda, tendría que haber…

—No podía —mintió Tycho—, apliqué el encantamiento del silencio.

Uno de los cruzados se santiguó.

Ahora Roderigo es mi deudor, pensó Tycho. Aunque tenía dudas de si alguna vez conseguiría cobrar la deuda. La sorpresa en la cara del rey Janus fue reemplazada por la conciencia de que los mamelucos tenían la razón de su lado.

—Esto no traerá nada bueno —dijo Janus.

—¿Ese barco…? —preguntó el prior.

Aparentemente el sultán tenía todo el derecho del mundo de acusar a Venecia de quemar uno de sus barcos, pero todo el mundo sabía que eso no cambiaba nada. El reconocimiento del agravio no haría que la flota mameluca se diera la vuelta.

—¿Eras un príncipe en Bjornvin?

—Era un esclavo.

El rey Janus se echó a reír.

—Se supone que tenías que decir que eres de sangre real. O, al menos, que procedes de la nobleza. Es obligatorio.

—Era un esclavo —repitió Tycho—. Mi madre era una exiliada.

—¿A qué pueblo pertenecía?

—Los Caídos.

—Majestad —el príncipe Leopold dio un paso adelante. Se colocó entre el rey y el prior y habló en voz tan baja que solo los dos hombres y Tycho pudieron escuchar sus palabras, aunque estas no estaban destinadas a los oídos de Tycho—. Esto no es algo de lo que se pueda hablar abiertamente. Respondo de la nobleza de su sangre. Le debo la vida.

—Como yo te la debo a ti —contestó Janus—. Si no hubieras secuestrado a Giulietta, habría tenido que casarme con ella y ahora estaría muerto, si es que su historia es cierta.

—Yo la creo —dijo el príncipe Leopold.

—Sí —asintió el rey Janus—. Yo también.

Después de haber ordenado caballero a Tycho, el rey le ayudó a ponerse en pie y mandó a su chambelán a que buscase al joven un jubón más apropiado para su nuevo estado. Janus estaba ya a punto de retirarse cuando el príncipe Leopold formuló una petición.

Tycho estaba a un lado, Desdaio al otro. Entre ellos se habían colocado el príncipe Leopold y su novia. Lady Giulietta y Tycho todavía no se habían dirigido la mirada.

La impresión que se llevó Atilo al ver a lady Giulietta quedó eclipsada por su sorpresa al descubrir el motivo por el que se encontraba allí. El matrimonio de una Millioni con un príncipe germano iba en contra de todo lo que representaba Venecia. Él sabía lo que era el príncipe Leopold. En un corto y violento intercambio de frases susurradas, Giulietta le confesó que ella también estaba al tanto. Y que sabía que Leopold había tratado de secuestrarla aquel verano. Pero ahora era diferente. La había salvado.

Hizo falta una orden directa del rey Janus para que Atilo se quedase en la sala. Y una segunda orden para que aceptase que Desdaio fuese la dama de honor de lady Giulietta. Que eligiera a una veneciana como su dama de honor no sorprendió a nadie. Pero que el príncipe Leopold zum Bas Friedland eligiese como padrino al caballero recién ordenado ofendió a todo el mundo propenso a ofenderse y sorprendió al resto.

—Sí quiero…

La felicidad de lady Giulietta llenaba la capilla de la Virgen. La sonrisa que dedicó a la maternidad de piedra era casi tan dulce como la mirada dirigida al bebé que tenía en sus brazos. El bebé y el pecho estaban cubiertos por un mantón de Malta. Darle de mamar fue la única manera de mantener a Leo tranquilo el tiempo suficiente para que la pareja pudiera pronunciar sus votos.

—Yo también quiero —dijo el príncipe.

Pero tuvo que aguantar con la cara colorada a que el prior Ignacio repitiera la pregunta que acababa de contestar de forma tan precipitada.

La voz del prior se extendía por toda la capilla. Era un hombre acostumbrado a hablar en público y la suya era una voz habituada a ser obedecida. Desde el primer momento ordenó a la congregación que se concentrara en la pareja de novios.

La flota mameluca no existía.

Los campesinos no estaban llevando a sus ovejas y cabras al matadero. No había soldados reforzando los muros y preparando haces de leña para hervir el aceite que se vertería desde las almenas. Ningún herrero estaba forjando espadas nuevas, ni los carpinteros reparaban las galeras chipriotas para dejarlas en condiciones de navegar. Los caballeros cruzados no estaban afilando sus hachas de guerra.

Nada de eso estaba ocurriendo.

Tycho se preguntó cuántos de los congregados se habían dado cuenta de que les acababan de contar exactamente los preparativos que los cruzados estaban haciendo para la guerra. Todo bajo el pretexto de decir que no debían prestarle atención.

—¿Puedo decirlo ahora…?

El prior Ignacio se permitió una sonrisa por el fervor del príncipe Leopold y por el hecho de que era la segunda vez que expresaba su consentimiento en menos de un minuto. El príncipe pronunció las palabras y añadió:

—Pero hay algo más.

El prior frunció el ceño. Se estaba preguntando qué vendría ahora.

—Reconozco a este niño como hijo mío —dijo Leopold señalando al bebé—. Quiero que sea mi hijo legítimo.

Leopold…

Déjame hablar.

Giulietta se quedó callada, mirando al hombre que tenía a su lado, con lágrimas en los ojos.

—Este es mi heredero.

El príncipe Leopold retiró el mantón de Malta. Giulietta se cubrió rápidamente el pecho mientras su nuevo marido, tras echar una mirada llena de significado a Tycho, levantaba al bebé y le abría el faldón mostrando un rasguño en su pecho.

—Mi heredero a todos los efectos.

—Esto es inusual —protestó Atilo.

—Son tiempos inusuales —la voz del rey era suave y su sonrisa cálida. Pero era evidente que no iba a admitir discrepancias.

—Sí, majestad.

El prior levantó al bebé. Tal vez existía algún protocolo de legitimación de los bastardos. Aunque Tycho sospechaba que se lo estaba inventando sobre la marcha.

—¿Quiere que este niño sea su legítimo heredero?

—Sí —dijo Leopold con firmeza.

—¿Tú eres la madre de este niño? ¿Y el príncipe Leopold zum Bas Friedland es su padre?

Lady Giulietta se mordió el labio.

—Hija mía. Necesitamos tu respuesta.

—El niño es mío. Llegué virgen al lecho de mi marido. No me había acostado con nadie antes —sus ojos se desviaron hacia Tycho—. Y ningún hombre ha compartido mi cama desde entonces.

—Dime si esto es cierto —ordenó Janus.

Tomando al niño de los brazos de Leopold, el prior lo sostuvo en los suyos con la mirada extraviada en la lejanía. El pálido rostro del anciano se iba volviendo cada vez más desconcertado.

—¿Y bien? —demandó el rey.

—Siento la sangre de los Millioni en sus venas.

El rey Janus esperó con impaciencia lo que venía después. Antes de darse cuenta de que no habría nada más. El prior podía sentir la sangre de los Millioni. Eso era todo. El rey miró a Leopold con un nuevo interés.

—Juro que he dicho la verdad —dijo Giulietta a toda prisa.

Mediante un puñado de latinajos, que fueron suficientes para los caballeros que los rodeaban, el prior Ignacio nombró al niño heredero de Leopold, confirmó el matrimonio de sus padres, le dio el nombre de Leo di Millioni de zum Bas Friedland y rezó una oración por su futuro.