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na teja se soltó bajo sus pies y resbaló hasta caer por el borde del tejado, Tycho la persiguió agarrándose al voladizo y la atrapó ya en el aire, evitando que se estrellara en el suelo del minúsculo y silencioso jardín de un modesto palacio en San Polo.
Le seguía un parche de cuero negro.
Hizo caso omiso. Opinaba que lo mejor que podía hacer uno con la magia era ignorarla.
De un salto se subió a la valla del jardín, rodó por encima y aterrizó en un callejón particular, cerrado en uno de sus extremos por una verja de hierro. Al otro lado de la verja estaba la entrada al subterráneo. Al ver que no podía saltar por encima, optó por levantar la cancela de hierro de sus goznes, tan silenciosamente como el óxido y la edad de la puerta permitieron. Luego volvió a colocarla en su sitio.
Salvo que los dueños del palacio inspeccionasen cuidadosamente las huellas dejadas en su jardín rebosante de flores, nunca descubrirían que alguien había pasado por allí.
Dos listos, quedan tres más.
Subió a la torre de la primera iglesia que encontró al otro lado del sottoportego y descubrió que el trozo de cuero negro ya le estaba esperando. Tycho se quedó mirándolo con sus ojos ambarinos.
—¿Vas a seguirme toda la noche?
El pedazo de cuero abrió una especie de boca, mostrando sus dientecillos afilados como agujas.
Tycho decidió seguir ignorándolo, tomó una bocanada de aire intentando detectar el olor que estaba buscando. Había un vacío en el viento, como si faltase una nota, que tenía que haber llenado el aroma que había estado persiguiendo la noche en que la duquesa Alexa lo atrapó. Fracasó en su búsqueda, pero aprendió a ignorar el vacío que este fracaso había dejado en sus entrañas. Fue la lección más difícil de un duro año de entrenamiento. Durante el que había presenciado el paso de la primavera al verano para, finalmente, ver caer las hojas.
Esta prueba era importante, lo que no quería decir que las otras no lo fueran. Simplemente que Atilo daba una mayor importancia a esta. Había tratado de ocultárselo a Tycho, pero el joven se había convertido en un experto en la lectura de las corrientes emocionales que se arremolinaban en Ca ‘il Mauros. Así que aspiró profundamente filtrando las graves notas de olor de las aguas residuales y curtidurías.
Cinco presos serán liberados de la fosa, uno de ellos merece morir. Los otros son delincuentes de poca monta. Mata al correcto y los demás quedarán libres. Mata a la persona equivocada y mueren los cinco. Este pretendía ser su incentivo. Una apelación a su compasión. Pero aquí, en el campanario batido por el viento de una iglesia de San Polo, Tycho no sentía ninguna compasión por los que dormían calientes en sus casas mientras la noche se arremolinaba a su alrededor.
Quería hacer las cosas bien solo por el hecho de hacerlas bien.
Enseguida, desde los primeros días de su entrenamiento, había decidido compararse solo con Atilo. Ni siquiera Amelia, que era mejor que Iacopo, podía moverse tan silenciosamente como Tycho. Pero unos pocos meses después dejó de compararse con Atilo y comenzó a compararse consigo mismo.
Competía consigo mismo. La única persona a la que quería vencer era a él mismo. Esto hizo que el mundo se convirtiera en un lugar privado y la mayor parte de la vida de Tycho transcurría dentro de su cabeza. Sospechaba que todo el mundo estaba satisfecho con este arreglo.
Sabía que Atilo esperaba que intentase escapar. Le venía bien que la máxima preocupación del anciano fuese su fuga. Otra razón por la que prefería su propia compañía, retirado en su celda o sentado fuera las noches de luna llena para mantener controlada su hambre. El asesinato de Rosalyn había quedado enterrado bajo una capa de hielo, junto con la muerte de Afrior y otros retazos de los recuerdos de Bjornvin. Podía evaluar sus pérdidas. Examinarlas sin sentir el dolor que conllevaban. La suya era una vida de sangre de cerdo rancia y férreo control de cada nueva habilidad que adquiría mientras esperaba que Atilo admitiese lo que Tycho ya sabía.
Que iba a ser el heredero del viejo.
Un esclavo convertido en la Espada del duque. Probablemente le otorgarían libertad antes, pero ni siquiera eso era imprescindible. Los seléucidas tuvieron generales que nacieron y murieron esclavos, propiedades de su sultán. A Tycho le daba igual. Tal vez podría, como sugirió Desdaio en una ocasión, fugarse de la ciudad. Pero ¿para qué molestarse?
La única vida que deseaba estaba cerrada para él.
Venecia era un lugar tan bueno como cualquier otro. Tal vez mejor. Estaba en medio de las rutas comerciales más lucrativas. Y le esperaba un trabajo para el que era el más adecuado. Para el que su naturaleza podría haber sido…
Entonces lo captó.
Un olor a miedo, un eco de pisadas que pasan del barro a los adoquines en espiga que pavimentan la calle a tres manzanas de allí. Lo captó y lo siguió. Si él fuera una de sus presas, recurriría a los canales, se metería en el agua y confiaría en que su olor quedara oculto. Pero se les había ordenado permanecer en tierra. Una excelente razón para hacer justo lo contrario.
La putilla era flaca, tendría unos quince años, tal vez menos. Iba vestida con harapos y sus ojos atormentados expresaban desesperación. Hasta los mendigos tenían suficiente sentido común para no meterse entre la multitud noctámbula de los alrededores del puente de Rialto. Un cittadino se volvió, tomándola por una torpe carterista. Pero se encontró con el miedo en la mirada y balbuceo de oraciones.
El puente de Rialto estaba abierto todavía.
En la orilla que acababa de abandonar la muchacha, los porteros baldeaban el suelo de la lonja de pescado y se producía el cambio de guardia en el exterior de la prisión. En la orilla a la que se dirigía, a pesar de lo avanzado de la hora, los estibadores descargaban mineral de las barcazas de los tedeschi atracadas a lo largo de la Riva del Ferro. El mineral se cargaba en carretas que partían rumbo a las fundiciones.
Tycho dejó que se adentrara por el puente mientras la observaba desde el tejado de la lonja de pescado.
Luego corrió veloz sobre el techo de madera del puente, superó el hueco en el que encajaban las partes levadizas cuando el puente se abría para dejar pasar a los barcos con mástiles y, de un salto, alcanzó la boca del pasadizo por el que se había metido la chica en su intento por ocultarse. El grito de la muchacha se ahogó bajo los dedos de Tycho mientras acercaba su frente a la de ella.
Un robo, algo de prostitución, ningún asesinato. Sus pecados eran nimios en una ciudad en la que la mayoría de las personas de su calaña la habría considerado inocente. Podía ver su rostro, pero no el cráneo debajo.
—Intenta llegar hasta el final —dijo Tycho—. Y procura mantenerte a salvo.
La puta lo miró boquiabierta.
—¿Entonces no soy yo? —preguntó.
Tycho supo entonces que le habían explicado las reglas, pero no las razones.
—Vete antes de que cambie de opinión.
Fue suficiente. La putilla desapareció en la oscuridad.
Un matón a sueldo, un chapero despechado, una putilla aficionada, que no había cometido ni más ni menos delitos que la mitad de las mujeres patricias que Tycho había conocido durante este año en la ciudad, pero que tenía que pagar un precio que nadie exigiría a las patricias. Al llegar a la Corte Seconda Millioni, Tycho se detuvo para contemplar la casa natal de Marco Polo. Era imponente, pero no tan imponente como se pudiera esperar. Podía perfectamente pertenecer a un cittadino. Nadie vivía allí, aunque los Millioni seguían siendo sus propietarios. Marco III llevaba allí a sus amantes. La duquesa Alexa toleraba que el duque tuviera amantes, pero se negaba a que las recibiera en el palacio.
Las paredes eran viejas, el enlucido se deshacía bajo los dedos de Tycho mientras subía. A lo lejos, más allá de los diques secos, pantalanes y fábricas del Arzanale se elevaba la achaparrada torre de la catedral de San Pietro di Castello. Era allí donde se dirigían los prisioneros.
Solo quedaban dos.
Tycho corrió por los tejados, entró por un momento en Sestiere di San Marco antes de dirigirse hacia Sestiere di Castello. Evitaba las baldosas sueltas, bordeaba los campi y saltaba por encima de los canales en lugar de atravesar los puentes, que, a menudo, estaban custodiados por milicias populares o ladrones locales que exigían dinero por el derecho de paso y consideraban el barrio de su propiedad. Solo se entretuvo en una ocasión.
En un tejado de Santa Maria dei Miracoli una figura cubierta de pelo y provista de garras se estaba transformando a la luz de la media luna. Al acercarse Tycho, la criatura se retorció con un suave gemido, sus miembros se enderezaron y las articulaciones y los músculos cambiaron de forma adquiriendo la de un hombre desnudo. El ser se volvió para mirar a Tycho, luego se agachó para recoger del suelo un trozo de tubería de plomo. Nada en su expresión sugería que fuera a dar explicaciones de lo que estaba haciendo allí.
Tycho vaciló. Le sorprendió encontrar a esa criatura de la ciudad silenciosa tan a sus anchas en la ruidosa Venecia que se abría a sus pies. Tycho ya se había afianzado en el mundo que le rodeaba. Aunque tuviera sentido que los muertos parecieran reales al principio y se desvanecieran a continuación. Y luego se desvaneciera la ciudad silenciosa. Al menos, es lo que se supone que tenía que suceder.
—¿Crees que puedes atraparme? —el hombre tenía un acento extraño.
Tycho asintió con la cabeza.
—Entonces hazlo.
Las órdenes de Atilo eran claras. Debía matar al criminal antes de que el primer prisionero alcanzase San Pietro di Castello.
—Ahora no tengo tiempo.
Vio cómo el hombre entornaba los ojos. Su boca, que antes expresaba burla, ahora se había convertido en una fina línea, el cuerpo se tensó. La ira siempre es un derroche emocional, a menos que la puedas convertir en algo aprovechable. Tal vez aquella criatura quería luchar. Pero Tycho no tenía tiempo para averiguarlo.
—Más tarde —prometió.
El krieghund lo siguió. Notaba su áspero aliento de animal. Pero Tycho ya se había ido. De un salto atravesó la Fondamenta di San Lorenzo y el rio, aterrizando en el suelo de la Corte de Malta, luego escaló los muros de un ruinoso palacio con la misma facilidad que si tuviera peldaños adosados.
El encuentro con el krieghund aguzó sus sentidos.
Cuando, un poco más tarde, se detuvo para comprobar que el krieghund no lo estaba siguiendo, localizó a sus dos objetivos al mismo tiempo que descubría al hombre desnudo observándolo desde el interior de un campanario a tres o cuatro minutos de distancia.
Dos presos, uno de ellos apenas un muchacho.
Estos dos estaban mejor alimentados y parecían más saludables que los otros. Era señal de que procedían de familias suficientemente ricas como para sobornar a los guardias de la prisión y enviar algunos alimentos. Tal vez incluso disponían de dinero suficiente para conseguir una celda con luz diurna. Ya que ninguno de los tres primeros había resultado ser su objetivo, tenía que ser uno de estos dos. Tycho se preguntó cómo conseguían superar la prueba los aprendices que carecían de sus habilidades. ¿Al detectar el pánico de la víctima? ¿O porque empezaban a suplicar por su vida?
Atilo le había enseñado a detectar la mentira en la cara de los hombres. Cómo descubrir los puntos débiles en las palabras. Cómo contar las pulsaciones de sangre en la sien, la muñeca o la garganta de un hombre. Pero Tycho no necesitaba que nadie le dijera que se fijara en esos detalles. Había momentos en que le resultaba difícil fijarse en cualquier otra cosa.
Los prisioneros no eran tan estúpidos como para atravesar el Arzanale.
El enorme astillero trabajaba día y noche y estaba custodiado por las milicias de los arsenalotti que asumían, probablemente con razón, que cualquier persona que se encontrase en el astillero sin ser un trabajador del mismo, tenía que ser un ladrón. Los prisioneros rodearían los muros del Arzanale por el lado sur. Esto implicaba caminar por una estrecha franja entre los muros del astillero y la orilla de la laguna.
Tycho había dejado que los tres primeros recorriesen la franja sin detenerlos.
Cuando, finalmente, se vieron obligados a salir brevemente al muelle abierto de Riva Ca’ di Dio, destacaban tanto que los vigías de los buques fondeados a media milla de distancia habrían sido capaces de detectarlos. En caso de que los vigías pudiesen ver en la oscuridad.
Los dos últimos iban juntos.
Tenían una daga, al menos uno de ellos. Se la habrían robado a algún borracho probablemente, ya que parecía nueva y carecía de vaina. Las armas estaban prohibidas, al igual que meterse en el agua. Pero la autocomplacencia reflejada en sus rostros indicaba que las normas no habían sido escritas para ellos.
—Alto —gritó Tycho saltando desde la repisa de la ventana en la que se había escondido. El trozo de cuero negro quedó rezagado esta vez. Los dos hombres se miraron entre sí antes de abalanzarse simultáneamente sobre su perseguidor. Tycho se agachó dejando que la brillante hoja pasara por encima de su cabeza. Con un rápido movimiento, agarró la muñeca del hombre que sujetaba la daga y la retorció rompiendo una media docena de huesos.
Alcanzó la daga en el aire antes de que tocara el suelo. Su víctima habría querido gritar, pero la punta de la daga contra su garganta le hizo desistir. El otro prisionero abandonó a su compañero y se lanzó hacia San Pietro di Castello con la esperanza de alcanzar el santuario. No sabía que Atilo, Iacopo y Amelia lo esperaban en la puerta de la iglesia. El lanzamiento de Tycho fue tan preciso que rajó el tendón de Aquiles del hombre en plena carrera.
—Te daré dinero —suplicaba el prisionero—. Más de lo que puedas imaginar. Lo que sea, te lo daré todo. —La voz sonaba entrecortada, su miedo era real. Pero sus ojos lo traicionaron, enfocaban algo que ocurría detrás de Tycho, que solo tuvo tiempo de agacharse para evitar la piedra que pasó silbando por donde había estado su sien en el instante anterior.
Clavó la daga en la pierna del fugitivo y giró la hoja sin preocuparse de que sus chillidos pudieran atraer a la Ronda. Luego centró su atención en el lanzador de piedras y supo de repente por qué tenía que morir.
—En el nombre de Dios —dijo Iacopo—. ¿Qué te pasó…?
La boca de Tycho sangraba. Estaba temblando, su cuerpo zumbaba de energía, como si estuviera luchando consigo mismo. Se había tomado su recompensa por el éxito y lo había hecho sin dudar un instante.
—Fui atacado.
—¿Y tu atacante? —preguntó Atilo con voz monótona.
—Está muerto —se encogió de hombros Tycho—. Y su amigo también. Me vi obligado a desgarrar la garganta del primero. Y a romper el cuello al segundo.
A Amelia se le escapó una risita, que cortó inmediatamente murmurando disculpas.
Atilo la interrumpió con un gesto de la mano y ordenó a Tycho que se limpiara la cara. Tycho consiguió controlar su respiración y sofocar los temblores mientras se lavaba la cara con el agua de la laguna. Cuando volvió, ya tenía preparado lo que iba a contar. Pero primero Atilo tenía que soltar sus amonestaciones.
—Has fallado.
Al escucharlo los ojos de Iacopo se iluminaron.
—No —contestó Tycho—, no he fallado.
—Has matado a dos cuando solo había que matar a uno. Y ni siquiera han sido los correctos. Tenías una posibilidad de cinco de acertar por casualidad. Pero ni siquiera matando a dos lo has hecho.
—¿Usted cree que tenía que haber sido la chica?
La expresión de la cara de Atilo se congeló.
—¿Por lo que vio?
—¿Quién te ha contado eso? —la voz de Atilo sonaba oscura y peligrosa. Como si viniera de un lugar frío y lejano. Su mano se dirigió instintivamente hacia la empuñadura de la daga pero, finalmente, pudo controlar sus reacciones.
—Ni siquiera entendió lo que vio.
—¿Lo sabes seguro?
—Sí —dijo Tycho—. Lo sé.
—¿Y por qué mataste a los otros dos en su lugar?
—Porque fueron los que ordenaron el asesinato que presenció la chica. Usted dijo que la Espada era la justicia en acción. ¿Qué clase de justicia sería si castigase a los inocentes?
El viejo se preguntó si se estaba burlando de él.