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ice el príncipe Leopold que ahora podría ser un buen momento, sir Tycho.
Unos nudillos golpearon la tapa de la caja. Al cabo de un rato el soldado musitó una especie de disculpa por su rudeza, se maldijo por su cobardía y dio unos golpes más fuertes.
—El príncipe Leopold dice que, si usted ha dormido lo suficiente…
Atilo lideraba la flota, pero el príncipe Leopold representaba al rey Janus. Por el tono amargo de la voz del soldado Tycho dedujo que las cosas no iban bien. Pero solo descubrió lo mal que estaban cuando subió a la cubierta. Bajo un cielo oscuro se divisaban los restos de la flota destrozada.
Los marineros estaban amarrando el Corazón de León, el barco de Leopold, al de Atilo.
Tras ser embestido por una galera mameluca en un costado, el Corazón de León tenía una vía de agua lo suficientemente grande como para inundar la sentina. Los arqueros, en vez de estar luchando, tenían que achicar el agua para mantener el buque a flote. A pesar de todos sus esfuerzos la galera estaba zozobrando. Así que decidieron amarrarla al costado de otro buque.
En el lejano horizonte el sombrío sol se estaba sumergiendo en el mar. Como si le estuviesen imitando, dos docenas de incendios se hundían en las aguas tiñendo el oscuro mar a su alrededor de rojo vino. Algunos de los barcos que ardían eran mamelucos, pero el resto eran chipriotas y venecianos. El mar se había llenado de gritos de galeotes encadenados.
—¿Has disfrutado de tu sueño?
La voz de Leopold sonaba tensa.
La broma parecía forzada, casi insultante. La expresión de su rostro tiznado de hollín era sombría y tenía la barba manchada de sangre. Más sangre manaba de una herida de flecha en el brazo, vendado por encima del codo. Los oscuros ojos que en su momento habían derretido el corazón de Giulietta ahora parecían desesperados.
—¿Dónde está? —preguntó Tycho.
—Tú la amas, ¿verdad?
—Sí —contestó Tycho simplemente.
—Está abajo. Seguramente debería matarte, pero… —el príncipe señaló el humo, las llamas y las naves que, poco a poco, estaban siendo tragadas por la lisa superficie del mar—. Ahora no parece tener mucho sentido. Pero todavía quiero una respuesta honesta.
—¿A qué?
—A mi pregunta. Conociste a Giulietta antes de aquella noche, ¿no? La reconociste en el tejado de Ca’ Friedland porque la habías visto en alguna otra parte…
—Tycho asintió con la cabeza.
—¿Es tuyo el bebé?
—¿Qué?
Una respuesta más que suficiente. Que, obviamente, había dejado satisfecho a Leopold. Ahora podría centrar su atención en los restos humeantes del desastre que los rodeaban.
—¿Se te ocurre algo? —preguntó—. Si tienes algo que sugerir que sea rápido. No podemos permitirnos una derrota así.
La relación de fuerzas era muy desfavorable. Los mamelucos necesitaban hundir o capturar el barco de Atilo, el San Marco. El gran león que ondeaba sobre su mástil podría convertir a un pobre en rico, a un soldado en oficial, a un oficial en noble de alto rango.
El pendón de los mamelucos tenía el mismo valor.
Los sultanes tenían miedo de sus hijos; los generales, de su estado mayor. El segundo al mando después del almirante era bueno para las labores de intendencia, pero inútil en la batalla. El tercero era un guerrero, odiado por su jefe inmediato y visto con recelo por su almirante. Y cuya lealtad dependía del hecho de que era sobrino, primo segundo o hijo bastardo del almirante.
Aunque los bastardos eran peligrosos.
Solían odiar a sus padres casi tanto como a sus hermanos legítimos.
La destrucción del buque insignia del almirante de los mamelucos debilitaría su flota. La noticia de su muerte daría fuerzas a los cruzados que permanecían en Chipre para defender la isla. Los caballeros, si sobrevivían, obtendrían nuevos títulos, los capitanes serían ordenados caballeros, los sargentos se convertirían en capitanes si peleaban bien. De una relación de fuerzas de cuatro a uno al comienzo de la batalla, habían pasado a una relación de seis a uno en contra de las tropas de Atilo. Cada uno de los bandos había perdido veinte buques. Las opciones de los chipriotas solo podían empeorar.
—Aquí vienen otra vez —la voz del príncipe Leopold sonaba cansada.
Una enorme galera mameluca, cuya proa tenía la altura de un castillo y estaba rematada por un ariete revestido de cobre, surcaba las oscuras aguas dirigiéndose hacia ellos, con los remos a lo largo de sus costados subiendo y bajando al mismo tiempo siguiendo el ritmo del tambor.
—Su almirante —señaló Tycho.
A su otro costado se veía una galera mucho más adornada.
El objetivo del almirante mameluco era aplastar al Corazón de León y al San Marco con una de sus galeras más grandes aprovechando que uno de los barcos estaba dañado y amarrado al otro. La operación implicaba cierto riesgo, obviamente. La galera de los mamelucos podía quedar atrapada. Pero si lo hacían con precisión, podían destruir el barco de sir Leopold, sin sufrir daños de consideración.
Era el momento de emplear el fuego mágico. A una señal del príncipe Leopold, el fornido maestro del fuego envió de un empujón a su aprendiz hacia un enorme fuelle. Al instante lo siguió otro muchacho con delantal de cuero. Moviendo el fuelle los dos aprendices empezaron a bombear aire en un cilindro de cobre provisto de una válvula que impedía que el aire se escapara. Cuando la presión se hizo suficientemente alta, el maestro del fuego avanzó un paso mientras el príncipe Leopold retrocedía.
—Pruébalo y ocúltalo —ordenó el príncipe.
—Sí, señor.
Un fino chorro de fuego describió un arco por encima de la popa del Corazón de León y chocó con las olas chisporroteando y rompiéndose en multitud de pegajosas esferas incendiarias. Aunque el almirante mameluco, situado en el lado opuesto del buque de Atilo, pudiera verlo, el fuego mágico estaba oculto de la galera que enfilaba el barco del príncipe Leopold.
—El fuego está listo, mi señor.
—Aguanta… aguanta… aguanta.
La proa del barco enemigo parecía un muro acercándose a toda velocidad. A medida que aumentaba el ritmo del tambor, el espolón de la nave cortaba el agua cada vez más rápido. Levantando una alta estela blanca, visible solo para Tycho en la noche cubierta de nubes.
—Señor…
—Aguanta —rugió Leopold.
El maestro del fuego esperó, sosteniendo la boca de bronce del tubo con la mano enguantada. Tenía la cabeza cubierta por un casco y el torso protegido por un chaleco de piel de cerdo. Debajo de este llevaba un delantal chamuscado y manchado de alquitrán que daba cuenta de todos los accidentes y lecciones aprendidas. Había maestros de fuego viejos y había maestros de fuego malos, pero no había maestros de fuego malos y viejos.
—Rápido, a lo ancho y a lo alto. Ahora.
Mientras dirigía la llama hacia arriba y hacia los lados, el hombre abrió la válvula y el fuego rugió en el aire, esparciéndose en forma de lluvia que cayó sobre el barco enemigo. Ya nada podía detener la galera de los mamelucos, pero, mientras caía el fuego mágico, los galeotes sucumbieron al pánico, los remos perdieron el ritmo y se escucharon gritos de miedo.
—Dios mío —envuelta en un manto, lady Giulietta permanecía de pie junto a Tycho.
Sostenía una daga en la mano.
—¿De dónde sacaste eso?
—Me la dio Leopold —Giulietta levantó la mirada de su arma y la dirigió hacia donde estaba su marido, que tenía toda su atención fija en la galera que se acercaba.
Casi dolía ver lo orgullosa que estaba.
—Agarraos —gritó el príncipe Leopold.
El tiempo se volvió más lento. En esos segundos alargados Tycho tuvo tiempo de volverse, tomar la daga de la mano de Giulietta, arrojarla lejos y abalanzarse sobre la joven para tirarla al suelo y cubrirla con su cuerpo.
El golpe fue tan fuerte que dejó a Tycho sin aire en los pulmones. Demasiado aturdido como para avergonzarse de estar tumbado sobre ella. Sin darse cuenta todavía de que la joven se había orinado encima de la impresión y apenas consciente de que estaba entre sus brazos y que inhalaba el aroma de su rostro.
El ariete del barco mameluco embistió el Corazón de León partiendo los tablones del casco, rompiendo los bancos vacíos de los remeros y destrozando la cubierta superior. Ahora tenían que evitar que se escapara.
—Lanzad los garfios —ordenó Leopold.
Dos garfios salieron volando hacia la proa de los mamelucos. El primero alcanzó su objetivo y se quedó enganchado, el segundo acabó en el agua. Agarrando el cabo del primer garfio los marineros lo enrollaron alrededor del palo mayor del Corazón de León y lo ataron firmemente.
—Alteza.
Los garfios estaban unidos a sus cabos mediante largas cadenas para impedir que el enemigo las cortara. En lo alto, unos soldados mamelucos intentaban infructuosamente cortar a hachazos la unión de la cadena con el cabo.
—Ocuparos de ellos —ordenó Leopold.
Uno de los arqueros chipriotas disparó su flecha pero falló.
Tycho se apoderó de su arco y vio cómo la cara del hombre pasaba de la sorpresa a la ira para convertirse luego en cautela al ver los ricos adornos del nuevo jubón de Tycho.
—Se lo devolverá —prometió Giulietta.
Tycho sacó una flecha del carcaj del arquero y disparó a un hachero mameluco. La flecha entró a través de la ranura para los ojos del casco. Se oyó el ruido que hace un cuerpo al caer al agua. Momentos después un segundo mameluco se unió al primero, luego los siguió un tercero.
Como respuesta recibieron una lluvia de lanzas de hierro arrojadas desde una pasarela detrás de la proa. Una de las lanzas mató al aprendiz del maestro del fuego, otra hirió a un arquero, el impacto de otras destrozó la cubierta.
—Tycho, ¿dónde está Giulietta?
—Conmigo. Está segura.
Leopold se echó a reír. Su risa era profunda y fuerte.
—Llévala a un lugar más seguro —dijo—. ¿Me entiendes?
El príncipe había prometido a su esposa que la mantendría a su lado. Ahora estaba rompiendo su promesa y solo Tycho lo sabía.
—Es una orden, sir Tycho.
El príncipe Leopold sonrió en la oscuridad, sus blancos dientes y su roja barba estaban iluminados por las llamas a su alrededor. Recorrió con la mirada la cubierta buscando a Giulietta. Cuando sus ojos se encontraron le lanzó un beso.
El príncipe sabía que iba a morir.
Pero antes de que ocurriera quería que el hombre que lo había derrotado en la batalla, mordido salvajemente a su mujer y obligado a exiliarse a los dos se hiciera cargo de su esposa… Tycho se preguntó si Giulietta entendía lo que estaba sucediendo.
—Y llévate al niño contigo —gritó Leopold.
—Voy a por él —dijo Tycho a Giulietta—. Tú dale valor a Leopold.
—¿Cómo puede pensar que voy a abandonarle aquí…?
—No lo piensa, sus palabras eran para mí. Me estaba diciendo que os protegiera durante de la batalla.
Y después, pensó Tycho sombríamente.
La lluvia de lanzas de hierro había cesado, las llamas lamían la proa del barco de los mamelucos y los garfios todavía seguían unidos a sus cabos. A su alrededor, caballeros y hombres de armas contenían la respiración, preparándose para la verdadera batalla. Les esperaba lo peor.
—Ve —ordenó Tycho, empujándola.
Se dio cuenta de su error cuando se dio la vuelta y descubrió a un grupo de arqueros mirándolos.
—Por favor —dijo—. Que el príncipe Leopold sepa que lo amas más que a nadie en el mundo. Que nunca amaras a ningún otro como a él.
Lady Giulietta le cubrió la boca con su mano.
Tycho subió la escalera saltando los peldaños de dos en dos. Alcanzó la cubierta principal a tiempo de ver a Giulietta lanzar sus brazos al cuello de Leopold y susurrarle algo. Luego la joven se volvió hacia Tycho, con la boca deformada por el dolor y el rostro bañado en lágrimas.
Cuando Tycho trató de consolarla, Giulietta dio rienda suelta a la ira, que había reemplazado al sufrimiento.
—Nunca serás ni la mitad de hombre que él.
—Lo sé —contestó Tycho.
—Va a morir.
—Como un héroe.
—¿Quieres decir que eso cambia algo?
—Es su voluntad. Está luchando por ti. Por tu bebé. Sea de quien sea.
—¿Te lo dijo él?
—Quería saber si era mío.
—Yo ni siquiera te conocía antes de…
Hablaba con odio, su rostro reflejaba furia, pero hubo un tropiezo, una mirada. Aquella noche en la basílica seguía presente entre los dos.
—Vuélvete —dijo Tycho—. Salúdale.
Giulietta obedeció.