8
iños de la calle. María sabía que tenía que sentir lástima por ellos. Pero solo la ponían nerviosa. Prestando atención los escuchó discutir mientras se alejaban en dirección a un laberinto de callejones.
Ante ella tenía una hornacina con una imagen sagrada. Esto no era una buena señal. Las cinco hornacinas que había encontrado en los últimos minutos significaban que la parroquia era peligrosa y que el párroco intentaba recordar a sus feligreses que Dios lo ve todo. Pero en la Serenissima Dios probablemente quedaría sobrepasado por lo que se veía. Para empezar, ese cuerpo desnudo a unos pasos del agua.
No era más que otro asesinato que la Ronda ignoraría.
En Venecia eran poco frecuentes las muertes por estrangulamiento o ahogamiento. Se debía a que los venecianos creían que una maldición caería sobre el asesino si su carne tocaba la del asesinado. Sin embargo, los apuñalamientos eran muy comunes. ¿Por qué arriesgarse asfixiando a alguien cuando una daga podía mantener a raya a su fantasma? En Venecia se lo creía casi todo el mundo, así que se consideraba de sentido común golpear a alguien hasta dejarlo medio muerto y acuchillarlo luego.
María, esposa de un zapatero, se detuvo ante una estatuilla de la Virgen y murmuró una oración por el chico muerto que acababa de ver. Al terminar, se volvió y se encontró con el difunto cara a cara, con el agua goteando de su cuerpo empapado sobre la suciedad del pavimento.
No pudo evitar soltar un chillido.
El muchacho le dio la vuelta, la agarró por detrás tapándole la boca para ahogar su grito y la arrastró hasta un portal. Todo ocurrió muy rápido, en el instante anterior ella se hallaba de pie ante la hornacina de la virgen y en el siguiente estaba pegada al joven que creía muerto observando a un borracho que salía de la taberna, miraba a su alrededor y desaparecía por donde había venido.
Los ojos del extraño joven no eran rasgados, era demasiado pálido para ser moro y tampoco era judío, aunque le daría vergüenza admitir cómo lo había averiguado. Si tuviera que describirlo, María diría que sus pómulos eran de schiavoni, aquellos hombres procedentes de Dalmacia que ahora estaban por toda la ciudad. Alargando la mano el muchacho tocó la cara de María y la volvió hacia la luz de la lamparita de la hornacina. La miraban unos ojos salpicados de ámbar.
—¿No te duele? —preguntó María, tocando con el dedo la herida en su hombro. De repente el muchacho la agarró por detrás hundiendo el rostro en su cuello. Pero en el momento en que ella se echó a llorar, el muchacho retiró la mano de su pecho—. No me haga daño.
—… Me haga daño —la voz de él repitió la súplica.
María —que carecía de apellido, porque las personas como ella no solían tenerlo— tenía quince años y medio, ya que había nacido en pleno verano. Ahora se encontraba en un barrio que apenas conocía, a unas horas a las que hacía mucho que debía estar ya en su casa, en un callejón con más hornacinas de las que cualquier calle podía necesitar. Cuando se dio cuenta de esto, supo dónde se hallaba.
Rio Terra dei Assassini.
Tengo que concentrarme, decidió María.
Entre otras cosas porque el extraño joven se había colocado frente a ella de nuevo. Era una mujer casada que se encontraba en la calle a horas intempestivas y él, obviamente, era extranjero. Cuando María trató de rodearle, el rostro del muchacho se endureció y ella se acordó de que estaba desnudo, de la velocidad con la que se movía y de cómo su padre había fruncido el ceño antes de perder los estribos.
—Ahora debe dejar que me marche.
El muchacho la soltó y contempló cómo se alejaba a paso rápido.
María mantuvo su pánico bajo control hasta que se creyó a salvo. Entonces comenzó a sollozar, tan fuerte y tan abiertamente que el muchacho casi perdió el momento en que otros pasos comenzaron a seguirla. Dado que la mayoría de las personas hacinadas en el callejón parecían fantasmas —de ojos vacíos y desesperados, pendientes de lo que iba a hacer él—, mientras que esta mujer, sin duda, estaba viva, decidió seguirla también.