15

iulietta salió de la sala de tortura dando tumbos. Al oír unos pasos a sus espaldas intentó caminar más rápido, pero sentía un vacío en el estómago, las faldas del vestido apestaban a orines y a duras penas controlaba las arcadas. Se negaba a creer que la tía Alexa pudiera estar al corriente de lo que se proponían hacer con ella. Pero si no, ¿por qué habría evitado verla?

Giulietta sabía que solo era cuestión de tiempo que su cuerpo se vaciara, por un extremo o por el otro. Y cuando lo hiciera, quería estar en cualquier lugar menos en estas frías escaleras observada por los demonios de los tapices.

—Espere —era la voz del doctor Cuervo.

Lady Giulietta apretó el paso.

La alcanzó al final de las escaleras que conducían a la galería. No le costó mucho trabajo porque, en aquel momento, Giulietta se encontraba arrodillada ante la Sala dei Censoi, vomitando la cena. Todo lo que tuvo que hacer el doctor Cuervo fue subir hasta allí y esperar.

—Es de la impresión —dijo.

Giulietta se puso lentamente en pie y le propinó una fuerte bofetada.

—No has visto nada —dijo el doctor Cuervo a un guardia que se acercaba. El hombre llevaba una alabarda e iba ataviado con una gruesa capa, como corresponde a alguien cuyas funciones consisten en caminar por un pasillo abierto a la calle por un lado en pleno invierno.

—¿Visto qué, señor?

—Buen chico. Ahora tráeme un poco de agua potable.

El guardia quiso decir que ir a buscar el agua no formaba parte de sus obligaciones. Tenía razón, su trabajo consistía en patrullar la galería. Pero en una ocasión el doctor Cuervo había convertido a un enemigo suyo en un gato negro al que ahogó después. Además es el que atiende al nuevo duque cuando le dan sus ataques de locura. De los que nadie debe saber nada…

—Mi señora.

Tomando la copa que le tendía el guardia, Giulietta tomó unos lentos sorbos. Un segundo más tarde se acordó de despedir al hombre con una inclinación de cabeza. El guardia se dio la vuelta y se marchó, con su capa ondeando contra el viento como una mortaja. Había tantas cosas en este palacio que debían mantenerse en secreto. Sin duda habría visto cosas peores.

—Mastique esto, mi señora.

Miró a la píldora pegajosa que le ofrecía el doctor Cuervo.

—Aliviará su estómago y equilibrará sus humores.

Dejando caer la píldora en la mano de la muchacha el alquimista la obligó a cerrar la palma.

—Debe dormir, coger fuerzas para mañana.

—No puedo. Todavía no.

El mago tenía ojos de anciano, nublados y acuosos. Giulietta siempre había creído que le leía los pensamientos. Y no podía evitar la sensación de que él ya sabía lo que iba a decirle, incluso antes de que ella misma lo supiera. Si es así, se daría cuenta de lo furiosa y asqueada que estaba. También sabría lo que tenía que hacer ahora.

—Tengo que poner una vela por mi madre.

—Por la mañana, mi señora.

—No tendré tiempo —dijo Giulietta con amargura—. Sir Richard, lady Eleanor y yo zarparemos al mediodía para aprovechar la marea. Primero habrá una despedida oficial. Un desayuno formal en la sala de estado. Tendré que pronunciar mi…

La muchacha luchó por contener las lágrimas.

—¿Su discurso de despedida?

Giulietta asintió abruptamente con la cabeza.

—Mi señora, esto no es…

—No te atrevas —gritó—. No te atrevas a decir que voy a ver de nuevo la ciudad. Que esto es por el bien de todos. Que lo que me hicisteis allí… —su voz se quebró entre sollozos e hipos.

—Es la verdad.

—¿Que esto es por el bien de todos? —preguntó lady Giulietta entre lágrimas.

—No. Que saldrá de esta ciudad y que volverá. Las dos cosas serán duras, pero la segunda lo será más que la primera… Ahora, piense en ir a la cama. Su tío no estará dispuesto a proporcionar guardias para viajar de noche. Y usted sabe que ellos no se moverán sin una orden firmada.

—No es un viaje —dijo Giulietta—. Son un centenar de pasos. Y no son sus guardias. Son de Marco.

—Aun así los necesita.

—No, no los necesito.

El doctor abrió la boca para decir que sí los necesitaba, pero la cerró cuando escuchó su contestación.

—Voy a utilizar el pasadizo hasta la capilla de la Virgen.

El doctor Cuervo pareció sorprendido. Porque ella conociera la existencia del pasadizo, se dio cuenta Giulietta. Obviamente el doctor creía que Giulietta no podía saber nada de este pasadizo.

—La puerta estará cerrada.

—Usted la puede abrir.

—Mi señora…

—¿O prefiere que le cuente a todos en Chipre que se dedica a mutilar cadáveres?

Aparte del bloqueo de las mandíbulas, cosa que nunca le perdonaría, esta era la primera vez que lo veía hacer magia. La primera vez que veía a alguien hacer magia. Si no contamos el truco del fuego que brotaba de sus dedos, ya que cualquier charlatán de la Piazza San Marco podía hacerlo.

La puerta se ocultaba tras un tapiz de la planta baja en la pared contigua a la basílica. El viejo alquimista se puso de rodillas y se frotó las manos. Luego colocó los dedos en la placa que servía de llave, mientras Giulietta vigilaba a los guardias.

—Dese prisa —murmuró malhumorada.

Se escuchó el chasquido de un resorte que se soltaba y el perno de la cerradura se retrajo. Al abrir la puerta, el doctor Cuervo colocó la mano al otro lado de la cerradura y murmuró en voz baja:

—Cierre la puerta cuando salga. La cerradura se armará sola.

Y se marchó, como una sombra vacilante de terciopelo gris y olor a moho de un anciano que no tiene a nadie que le lave la ropa.

La basílica de San Marco, la más hermosa de las basílicas fuera de Bizancio, era la capilla personal del duque. Solo se abría al público en días sagrados y fiestas de guardar, en cualquier otro momento estaba reservada para los Millioni. Su construcción se inició cuando Venecia era todavía una ciudad imperial y la parte continental aledaña debía su lealtad al emperador de Oriente.

En aquellos tiempos Occidente no tenía emperador. Al menos ninguno que Bizancio estuviera dispuesto a reconocer. Así, por un tiempo, el emperador de Oriente era simplemente el emperador. Esto cambió con el ascenso de los francos, que fundaron el imperio Tedeschi, también conocido como el Sacro Imperio Romano Germánico. Los francos eran franceses y los Tedeschi germanos, de modo que lady Giulietta no estaba segura de que esto fuera así. Pero Fra Diomedes disfrutaba empleando su bastón y Giulietta había aprendido a no interrumpir sus clases con preguntas.

Y así los duques de Venecia, atrapados entre dos gobernantes poderosos, recurrieron a la astucia. Porque era lo único que podía mantenerlos a salvo. Después de haber cambiado al santo de la ciudad por uno que no reclamaban para sí los Tedeschi, el Papado o los emperadores bizantinos, anunciaron que no debían lealtad a nadie y que comerciarían con todos.

Y así se mantuvieron las cosas desde entonces.

La misma constelación de estrellas de cristal formaba un círculo alrededor de la cabeza de la Virgen y la misma sonrisa dulce recibió a Giulietta cuando hizo su reverencia, antes de dirigirse a un biombo cubierto de joyas que ocultaba el altar mayor de la vista del público. Buscaba a Fray Zenón, uno de los pocos mamelucos convertidos que consiguieron ser ordenados sacerdotes. Fray Zenón era joven y siempre la recibía con una sonrisa. Además escuchaba sin enfadarse nunca. Pero, en su lugar, se encontró con el patriarca. O, más bien, el patriarca Teodoro la encontró a ella.

—Hija mía… —su voz temblorosa surgiendo de las tinieblas sobresaltó a Giulietta—. ¿Qué haces aquí a estas horas?

—Yo… —estuvo a punto de decir que estaba buscando a Fray Zenón, pero se dio cuenta de que habría sido una falta de tacto que podía ser malinterpretada y que no importaba con qué sacerdote hablara. Y, después de todo, Teodoro era patriarca.

Si él no sabía lo que debía hacer…

—Necesito ayuda.

El anciano miró a su alrededor y sonrió.

—Hay lugares peores para buscarla —se mostró de acuerdo el patriarca—. Y una mente apesadumbrada no es consciente de la hora.

El patriarca se volvió tomando una lámpara de aceite de un santuario y Giulietta se dio cuenta de que debía seguirle detrás del altar.

—Eso es…

—Es el lugar más caliente de aquí.

Nunca antes había estado en la pequeña sacristía. Lo que más llamaba la atención era un cáliz de oro decorado con esmeraldas y rubíes. Teselas de lapislázuli cubrían el interior de la copa y unos zafiros remataban el borde superior. La copa estaba colocada sobre el cofre que contenía las vestiduras sacerdotales. Una antigua alfombra persa cubría la mitad del piso y una bandera militar hecha jirones colgaba de una de las paredes. Dentro del cáliz había un anillo de desposar.

Giulietta lo reconoció al instante. Era el anillo que utilizaba todos los años el duque de Venecia al contraer el matrimonio con la mar para que calmara las aguas y proporcionara vientos favorables a sus naves. Desde la fundación de la ciudad no había pasado un solo año sin que tuviera lugar ese matrimonio. Al menos eso fue lo que le contó su tutor.

—¿Qué antigüedad tiene este anillo?

—¿Qué antigüedad tendría un hacha si se reemplazara el mango y la hoja? El anillo ha sido reparado este año. Y, solo en lo que yo recuerde, se han sustituido la base, el pie y algunas piedras del cáliz. Los originales tenían seis siglos de antigüedad. Tal vez menos. Los registros mienten sin duda acerca de quién fue el primer duque que se casó con la mar.

El anciano se rio de su asombro.

—Pero no has venido para recibir lecciones de historia. Así que dime por qué estás aquí y por qué has utilizado una entrada secreta. No sabía que conocieras la existencia de esa puerta.

—La descubrí yo sola —Giulietta se preguntó por qué el patriarca estaba sonriendo ahora.

—El diablo inventa trabajos para las manos ociosas. Y entre tu tía Alexa y tu tío Alonzo te han mantenido sin nada que hacer durante más tiempo de lo que hubiera sido prudente. Sin embargo, hay cosas peores para muchachas de tu edad que descubrir puertas secretas.

Por un momento, Giulietta pensó que se iba a inclinar hacia adelante y revolverle el pelo, pero el patriarca simplemente suspiró y levantó la lamparilla prestada, mirando a su alrededor en busca de una silla.

—Entonces —dijo cuando encontró una—, dime que es lo que te preocupa.

Tal vez esperaba que le plantease sus dudas acerca de la boda; y sabe Dios que tenía bastantes. O tal vez sus reservas para dejar la Serenissima, porque también tenía muchas. Pero su sonrisa desapareció junto con el brillo en sus ojos en cuestión de segundos. Al final de su relato la observaba con la quietud de una serpiente. Pero su furia no iba dirigida contra ella. Giulietta se dio cuenta de ello cuando vio los esfuerzos que hacía para simular una sonrisa en su lugar.

—Déjame pensar un momento.

Giulietta había evitado toda mención a doña Scarlett, la abadessa con cara de alabarda y la pluma de ganso, por temor a que lo que le dijo el doctor Cuervo fuera verdad y el hablar de ello robaría su voz para siempre. Pero lo que pudo contar ya era suficientemente grave.

—¿Tal vez lo entendiste mal?

—No —dijo con firmeza—, las órdenes de mi tío Alonzo fueron claras. Una vez nacido el heredero debo envenenar a mi marido y gobernar como regente hasta que mi hijo tenga edad suficiente para hacerlo por sí mismo. Mi tío me irá diciendo las decisiones que deberé tomar.

—¿Y cómo vas a…?

—Con esto —Giulietta extrajo dos frasquitos del corpiño. Uno era pequeño, el otro más pequeño todavía, del tamaño de un dedal.

—Este —dijo, sosteniendo el más grande—, tiene trescientas partículas de veneno.

—¿Para matar a tu marido?

—No. Para que me habitúe a ese veneno.

Giulietta tropezó en la extraña palabra que había utilizado el doctor Cuervo y el arzobispo Teodoro se quedó pensativo. Tal vez distinguió el eco de la voz del alquimista. El patriarca siempre saludaba al doctor Cuervo con una cortesía de acero y ahora Giulietta entendió que, en realidad, se trataba de odio.

Vio cómo el patriarca desenroscaba el tapón del bote más pequeño. El interior estaba sellado con cera formando un remolino para evitar la entrada del aire.

—Bálsamo rosa para colorear tus labios. Cuando estés segura de que el bebé está sano, simplemente… —e imitó que aplicaba el bálsamo a los labios—. ¿Y luego saludas cariñosamente a Janus durante una semana?

Lady Giulietta asintió con la cabeza.

—¿Es de acción lenta?

—Imita la peste… Yo cataré la comida de Janus y Eleanor catará la mía y un catador probará la suya antes —la mirada de Giulietta era sombría—. Yo no me pondré enferma así que nadie sospechará que el rey ha sido envenenado. Sobre todo si insisto en cuidar de Janus durante la enfermedad —Giulietta se secó las lágrimas y preguntó— ¿Qué debo hacer?

—Quédate aquí.

—¿En la Serenissima? Pero mi barco zarpa mañana. Sir Richard no lo consentirá.

—No. Quédate aquí ahora. No te muevas hasta que hable con Alexa. No puedo creer que ella esté al corriente de esto. Y me los llevo —el patriarca cogió los frasquitos de veneno, pero luego se detuvo—. No creo que Alexa lo sepa, ¿verdad?

Teniendo en cuenta que le fue imposible dar con su tía y, sobre todo, hablar con ella, Giulietta pensó que tal vez estaba al corriente. Aunque confiaba en que no fuera así. Cada vez que había ido a buscarla, la tía Alexa estaba ocupada o no estaba en el lugar en que sus criados decían que estaría. Las últimas veces que se habían visto notó desconfianza en los ojos de su tía.

—No estoy segura.

—No lo estás…

Haciendo una profunda inspiración Giulietta dijo:

—Mi tía odia al tío Alonzo tanto como usted al doctor Cuervo, tal vez más. Ella quiere su trono. Lo quiere para Marco. Y todo lo que quiere Marco, por supuesto, es que le dejen con sus juguetes. Así que si Alonzo ha preparado esto, yo esperaría que ella se opusiera.

—¿Pero…?

Giulietta vaciló.

—La tía Alexa fue la primera en sugerir que me casara con Janus —al decirlo le entraron ganas de romper a llorar de nuevo.

—¿Cuántos años tienes?

Una extraña pregunta, pensó Giulietta, viniendo del hombre que todos los años la presentaba a los peregrinos congregados en la Piazza San Marco el día de su santo.

—Quince.

El arzobispo Teodoro sonrió con tristeza.

—Y ya sabes cómo funciona Venecia. Tú tenías que haber sido…

—¿Qué? —preguntó Giulietta.

¿Enviada a un convento de monjas, azotada más a menudo, ahogada como un gatito cuando nació? Esas eran las sugerencias habituales de su tío. Había soportado sus dosis de azotes. Era el desprecio del regente lo que encontraba más difícil de soportar. La tía Alexa hubiera deseado que ella fuera un hermano de Marco. De esta manera, habría dos Millioni entre el príncipe Alonzo y el trono, y dos herederos eran más difíciles de asesinar que uno.

Giulietta simplemente deseaba haber nacido niño.

Quería serlo durante tanto tiempo que ya no se acordaba cuándo comenzó. Por supuesto antes de que la tía Alexa sugiriera el matrimonio. Y mucho antes de que el tío Alonzo decidiera que debía asesinar a su esposo.

—Ojalá estuviera viva tu madre —dijo el patriarca—. ¿Tú crees que la duquesa Alexa sabe esto?

—Es posible.

El reloj de la torre sur dio la una y la lamparita prestada seguía alumbrando, manteniéndose su llama siempre a punto de apagarse, pero resurgiendo de nuevo a la vida.

El patriarca Teodoro suspiró.

—Entonces mejor comenzaré con tu tío. Tal vez Alexa lo sepa, tal vez no. Pero empezaré hablando con Alonzo.