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Finales del verano de 1406

asi cuatro meses antes de que el muchacho se despertara atrapado en la prisión de madera sin aire, una joven veneciana recorría apresuradamente la destartalada fondamenta del extremo norte de la ciudad. En otros barrios de esta extraña urbe las aceras que corrían paralelas a los canales estaban hechas de ladrillo o incluso de piedra. Pero las de aquí eran de tierra que apenas cubría las afiladas estacas clavadas en el fondo cenagoso de la laguna.

Nadie estaba a salvo en Venecia después de la puesta del sol, sobre todo si tenía quince años de edad, estaba soltera y se encontraba fuera de su barrio. Pero la chica pelirroja que recorría la fondamenta confiaba en llegar a las salinas antes de esa hora. Su intención era conseguir, mediante súplicas, que una de las barcazas que transportaban sal la llevase al continente.

Su vestido color vino estaba manchado de polvo y sudor.

A pesar de haber caminado durante tan solo una hora, se hallaba en un mundo completamente diferente del suyo. Uno en el que los vestidos de seda atraían miradas envidiosas. Su ropa más vieja era más lujosa que el mejor vestido del campo gueto. De repente un grupito de niños surgió de las sombras terminando con sus esperanzas de pasar desapercibida.

Abriéndose el manto, lady Giulietta arrancó de un tirón el medallón de oro que llevaba en el cuello.

—Tomad esto —dijo—. Venderlo. Podréis compraros comida.

—La comida la robamos —se burló de ella el chico que sostenía un cuchillo en la mano—. Para eso no necesitamos su relicario. No es de por aquí, ¿verdad?

Giulietta negó con la cabeza.

—¿Eres judía?

—No —dijo—. Soy… —conociéndose, estaba a punto de decir algo estúpido. Ese día todo era estúpido. Estar aquí era una estupidez. Detenerse, otra. Incluso tomar en serio la pregunta era una estupidez—. Soy como tú —terminó sin convicción.

—Por supuesto que sí —dijo el chico mientras sus compañeros celebraban su broma riendo—. ¿De dónde sacaste esto?

—Mi m… —dudó— Señora.

—Se lo robaste —dijo otro de los chicos, este algo más pequeño—. Por eso huyes. Los de la Ronda son mala gente. Harías mejor viniendo con nosotros.

—No —dijo Giulietta—, será mejor que siga adelante.

—¿Sabes lo que te va a pasar si te detiene la Ronda? —preguntó la niña y se adelantó un paso para susurrar algo al oído de Giulietta. Si tan solo la mitad de lo que le contó fuera cierto, para una chica de la edad de Giulietta era mejor suicidarse antes que ser capturada por la Ronda. Sin embargo, el suicidio era un pecado.

—Y si no te detiene la Ronda, entonces…

El más joven cerró la boca obedeciendo la mirada del cabecilla.

—Mira a tu alrededor —le espetó este—. Se está haciendo de noche. ¿Qué te había dicho?

—Lo siento, Josh.

—Nosotros no utilizamos los nombres delante de extraños —dijo el chico mayor soltándole una bofetada—. Nosotros no hablamos de… No, cuando es casi de noche —el muchacho volvió la mirada hacia la chica que estaba a su lado—. Lo acabaré echando. Te lo juro. Me da igual que sea tu hermano.

—Me iré con él.

—Tú no vas a ir a ninguna parte —dijo Josh—, tu lugar está junto a mí. Tú también —dijo a Giulietta—. Hay un campo abandonado al sur de aquí. Llegaremos a tiempo.

—Si tenemos suerte —dijo la muchacha.

—Hemos tenido suerte hasta ahora, ¿no?

Hasta ahora, pero ya no más —dijo una sombra a sus espaldas.

La voz sonaba vieja y cansada, como el viento seco en un polvoriento desván.

Al acercarse, la sombra se convirtió en un moro. La ropa que llevaba tenía una docena de tonos de gris. Una barba cuidadosamente recortada resaltaba la delgadez de su rostro. Su mirada era la de un soldado cansado de la vida. Sobre los hombros le colgaba una espada. De las caderas sobresalían sendos estiletes. Además lady Giulietta pudo ver que llevaba una ballesta. Pequeña, casi un juguete, con las flechas de púas del tamaño de su dedo.

Con una sonrisa amarga, el moro apuntó su ballesta a la garganta de Josh, antes de volverse hacia la joven a la que había estado siguiendo.

—Mi señora, dónde está su educación…

—¿Mi educación?

Apretando los puños lady Giulietta consiguió dominar su ira.

Se había acostumbrado a mantenerla controlada en público y solo a puerta cerrada se permitía dar rienda suelta a la cólera que le producía su próximo matrimonio. Cuando su madre se casó tenía dos años menos de los que tenía Giulietta ahora. Las niñas de la nobleza se casaban con doce años y a los trece ya estaban compartiendo la cama con su marido, aunque a veces lo hacían un poco más tarde. Al menos dos de las amigas de Giulietta ya tenían hijos.

A ella ya la habían azotado por su negativa a casarse.

La encerraron en sus habitaciones haciéndola pasar hambre. Hasta que un día amenazó con que se iba a suicidar. Y cuando le dijeron que el suicidio era pecado, juró asesinar a su marido en su lugar.

Al escucharlo la tía Alexa, viuda del fallecido duque Marco III, meneó la cabeza con tristeza y envió a por agua caliente a la que añadió unas hojas fermentadas para preparar a su sobrina una bebida relajante. Mientras, el tío Alonzo, el hermano menor del fallecido duque, llevó a Giulietta aparte para decirle que era una idea muy interesante y que deberían hablar de ello…

Su mundo se volvió sombrío convirtiéndose en un lugar aún más horrible. No solo tenía que casarse con un extranjero desconocido, ahora la obligaban a matarlo después de la noche de bodas.

—¿Tú sabes lo que pretenden que haga?

—Mi señora, no soy quién…

—Por supuesto que no. No eres más que un sabueso enviado a seguir a los perros callejeros.

Giulietta sonrió viendo cómo se encendían los ojos del viejo. Él no era un sabueso ni ella un perro callejero. Era lady Giulietta di San Felice di Millioni. La sobrina del Regente. Prima del nuevo duque. Ahijada de la duquesa Alexa. Toda su vida se definía por su relación con otras personas.

—Diles que no pudiste encontrarme.

—La he estado siguiendo desde que salió de casa.

¿Por qué? —preguntó ella. Se había sentido observada solo en la última media hora. No podía creer que la había dejado caminar sola por toda Venecia, sabiendo que iba a detenerla antes de que pudiera embarcar hacia el continente.

—Tenía la esperanza de que decidiera volver por su propia iniciativa.

Giulietta se frotó las sienes, ojalá hubieran enviado a seguirla a algún joven oficial al que pudiera gritar, o engatusar con sus encantos, por muy escasos que estos fueran.

—¿Cómo puedo casarme con un hombre al que ni siquiera conozco?

—Usted sabe…

Giulietta dio una patada al suelo. Lo entendía. Las hijas representaban un valor, un activo. Hijas de príncipes especialmente. Era justo… Tal vez había leído demasiada poesía. ¿Y si hubiera alguien con quién estaba predestinada a casarse? Se arrepintió de sus palabras en el momento en que fueron pronunciadas. El tranquilo desprecio del moro confirmó su sospecha.

—¿Y si vive en el extremo más lejano del mundo o aún no ha nacido? ¿Y si murió hace siglos? ¿Y si ama a otra? La política no puede depender de las fantasías de una niña. Ni siquiera de las suyas…

—Deja que me marche —rogó Giulietta.

—Mi señora, no puedo —el moro sacudió la cabeza con tristeza, sin dejar de apuntar a la garganta de Josh con su ballesta—. Pídame cualquier otra cosa.

—No quiero nada más.

Atilo il Mauros le había regalado su primer pony. La había mecido en sus rodillas. Le talló con sus propias manos las figuritas de un oso luchando contra un leñador. Pero la llevaría de regreso a Ca’ Ducale porque era su deber. Atilo cumplía con su trabajo sin temor ni favoritismos. Lo que le valió para convertirse en el favorito del difunto duque. Y ganarse el odio de Alonzo, el nuevo regente. Giulietta no tenía ni idea de lo que pensaba de él la tía Alexa.

—Si me quisieras… —su voz sonaba monocorde.

Lord Atilo miró la ballesta en su mano, luego a los harapientos ladrones y llevó a Giulietta adonde no pudieran escucharles, sin dejar de apuntar a su objetivo.

—Mi señora.

Escúchame —Giulietta sintió cómo se le revolvía el estómago. Estaba cansada, harta y al borde del llanto—. El rey Janus perteneció a los Cruzados. Era un Cruzado Negro.

—Lo sé.

—Y yo me tuve que enterar por los chismes de los sirvientes. Van a casarme con un ex torturador que rompió sus votos de pobreza y castidad. Que abandonó la pureza del dolor —sus labios se torcieron expresando el asco que sentía.

—Para convertirse en rey —contestó Atilo.

—Es un monstruo.

—Giulietta… Los germanos quieren conquistar Venecia. Los bizantinos también. Los mamelucos anhelan sus colonias. Incluso mi pueblo, los moros, desearían ver a su armada en el fondo del mar. El rey Janus fue Cruzado Negro durante poco tiempo. Y Chipre es una isla que nos es útil.

¿Útil? —pronunció Giulietta con desprecio.

—La fuerza de Venecia está en sus rutas comerciales. Necesita Chipre. Además, con alguien tendrá que casarse.

—¿Que muy bien podría ser él?

El moro asintió con la cabeza y Giulietta se preguntó si Atilo podía leer la furia en sus ojos. La ira mantuvo a raya su miedo. El miedo a lo que supondría irse a la cama con un Cruzado Negro.

—Mi señor —interrumpió Josh.

Atilo levantó su arco.

—¿Te he dado permiso para hablar? —Su dedo empezó a apretar el gatillo.

Déjale que hable.

—Mi señora, usted no está en…

—… ¿Condiciones de exigir nada? —terminó lady Giulietta con amargura. Aparentemente nunca estaba en condiciones de exigir nada. Por lo menos no desde que su madre fue asesinada. Giulietta era una Millioni. Una princesa. Había tenido una de las infancias más doradas de toda Venecia. Todo el mundo la envidiaba.

Lo habría cambiado todo por…

Lady Giulietta se mordió el labio hasta hacerlo sangrar. Había días en que su auto-compasión provocaba náuseas hasta a ella misma. Y este parecía ser uno de ellos.

—Vamos a escuchar lo que tiene que decir —sugirió.

Atilo bajó la pequeña ballesta. Con un movimiento de cabeza indicó al chico que de momento estaba indultado.

—Más vale que merezca la pena.

—Tenemos que abandonar las calles, mi señor.

—¿Eso es todo? —Atilo parecía asombrado—. ¿Es todo lo que tienes que decir? Estás a una fracción de segundo de la muerte. ¿Y lo único que se te ocurre es que debemos abandonar las calles?

—Es casi de noche.

—Tienen miedo de la Ronda —dijo Giulietta.

A ella no le sorprendía. Te pegan y te violan, si no haces todo lo que quieren te rompen la cara y te retuercen los brazos. Sonaba como si la chica hablara por experiencia propia.

—No es la Ronda —dijo el muchacho más joven con desdén—, no tenemos miedo de ellos ahora. Ya no patrullan por la noche.

—Pero, si es su trabajo —se sorprendió Giulietta.

—Son más sensatos —dijo el chico—. Desde que está lo de ahí afuera.

—¿Y qué hay ahí afuera? —preguntó Giulietta. Tal vez el chico no vio cómo Atilo fruncía el ceño en señal de advertencia. Tal vez no le importaba.

—Los demonios.

—No —dijo su hermana—, son monstruos.

—Atilo… —no debería usar su nombre así. No sin un «Mi señor» o cualquier otro título que ostentara desde que el regente le había despojado del de Almirante del Mar Mediterráneo que le otorgó Marco III… El fenecido y muy llorado duque Marco III. Al que sucedió su hijo, Marco IV, primo de Giulietta, apodado el Simplón.

—¿Qué? —Su tono sonaba irritado.

—No podemos dejarlos así como así.

—Sí —dijo—. Sí que podemos —Atilo se detuvo al escuchar el ulular de una lechuza, sus hombros se relajaron ligeramente. Cuando contestó con otro ulular, la lechuza volvió a emitir su grito—. Es a usted a la que no puedo dejar marchar —había amargura en su voz.

—Pero ¿lo haría si pudiera…?

—Tengo quince espadas allí. Lo mejor que he entrenado. Mi ayudante, su ayudante y otros trece. Buenos soldados. Si la mitad consigue salir de esta con vida estaré agradecido.

Giulietta no reconocía ahora al anciano que le había tallado un juguete de madera cuando era niña. Este era el Atilo que sus soldados veían en las batallas.

—¿Vamos a un lugar seguro?

Atilo se volvió para mirarla. Una mirada dura que se suavizó un poco.

—Esta noche no hay lugares seguros, mi señora. Ni aquí ni ahora. Lo más que puedo hacer es confiar en mantenerla con vida.

—¿Y los niños?

—Ellos ya están muertos. Déjelos.

—No puedo… No se puede… —le agarró de la manga—. Por favor.

—¿Usted quiere que los salve?

—Sí —dijo ella, agradecida, pensando que Atilo había cambiado de opinión.

—Pues, déjeles marchar. Tienen más opciones de seguir con vida si se esconden ahora. No muchas, es cierto. Pero si se quedan con usted seguro que acabarán muertos.

Lady Giulietta sintió náuseas.

—Es a usted a quien quieren nuestros enemigos. Bueno, ha llegado el momento.

Cogió uno de los estiletes que llevaba en la cintura y, dándole graciosamente la vuelta, se lo ofreció colocando el mango en el antebrazo. Dios mío, pensó ella. Va en serio. Sintió que en su estómago se formaba un nudo, el cuerpo se estaba adelantando al cerebro. Tenía miedo de que el nudo se soltara y la avergonzara ante el anciano.

—Buscad un pozo de curtidor —espetó Atilo al grupo de Josh— No debería de ser difícil por aquí. Sumergiros hasta el cuello. No os mováis. Permaneced en silencio hasta que amanezca.

—¿Los demonios odian el agua?

—Cazan guiándose por el olfato. Apestáis a orina. Buscad un pozo de curtidor y es posible que tengáis suerte —Atilo se volvió sin dedicarles un solo instante más. En lo que a él se refería, los niños ya estaban lejos—. Manténgase cerca de mí —dijo a Giulietta.

Atilo utilizó un sottoportego —un pasadizo que discurría por debajo de un edificio— para llegar a una pequeña plaza. En su extremo más lejano una barrera de estacas de roble impedía que la plaza se precipitara en un estrecho canal. Atilo cortó una de las amarras de una góndola desvencijada y de una patada la empujó hacia la otra orilla creando un puente improvisado. Una vez lady Giulietta había atravesado el canal cortó la amarra que quedaba y saltó a la otra orilla mientras el barco se alejaba arrastrado por la corriente.

—¿Adónde vamos?

—Tengo una casa —dijo el viejo.

¿Ca’ il Mauros? —sintió que su corazón dejaba de latir. Para llegar hasta allí tendrían que cruzar el Gran Canal en góndola dos veces o dar un rodeo que duplicaría la distancia y los llevaría hasta una de las calles más peligrosas de Venecia.

—No, otro sitio —contestó Atilo.

Alcanzó su mano, pero no fue para consolarla, sino para agarrar su muñeca y arrastrarla calle abajo. Quería que caminara más rápido.

—Atilo, eres… —Giulietta cerró la boca. El anciano estaba tratando de salvarla. Nunca le había visto tan furioso, su rostro era una máscara guerrera, su dura mirada atravesaba la oscuridad—. Lo siento —dijo.

Atilo se detuvo y por un segundo Giulietta pensó que iba a perder los papeles y abofetearla. Pero ya no tuvo tiempo de seguir pensando en ello, porque vio que una grotesca figura los observaba desde la plaza que se abría ante ellos.

—Por aquí.

Un tirón de la muñeca la arrojó hacia un callejón. Pero la salida de la plaza estaba bloqueada. Al igual que las otras dos.

—Debéis mataros —dijo Atilo.

Giulietta lo miró boquiabierta.

—Ahora no, tonta. Si me matan y ellos también mueren… —señaló las siluetas que surgían de las sombras. Algunas estaban cerca de las grotescas figuras que bloqueaban las salidas, otros permanecían en los techos y balcones.

—No dejéis que os cojan.

—¿Me van a violar?

—Se puede sobrevivir a eso. Pero no se puede sobrevivir a lo que te hacen los krieghund. Aunque tú les podrías ser más útil sana y salva. Lo que significa que definitivamente debéis mataros.

—El suicidio es un pecado.

—Dejarse capturar es uno aún peor.

—¿Ante Dios?

—Ante Venecia. Que es lo que importa.

Serenissima, el nombre que dieron los poetas a la Serenísima República de Venecia, era un término inexacto. Ya que la ciudad no era serena ni tampoco una república, por lo menos no en aquellos días.

Atilo opinaba que se parecía más a una olla hirviendo a la que algún ente celestial lanzaba continuamente granos de arroz. Y aunque cada mañana empezaba con mendigos muertos tirados en las calles, bebés recién nacidos flotando en los canales secundarios y cadáveres de pobres abandonados para evitarse la molestia de tener que enterrarlos —aquellos a los que no querían ni siquiera los que no eran queridos por nadie— la ciudad seguía siendo tan populosa, concurrida y cara como siempre la recordaba.

En verano los pobres dormían en los tejados, balcones o al aire libre. Cuando llegaba el invierno, se agolpaban en viviendas miserables. Cagaban, copulaban, peleaban y discutían en público, a la vista de otros adultos o de sus propios hijos. Las escaleras de sus viviendas estaban impregnadas del permanente olor de la pobreza. Sucios y sin amor, apestando a aguas residuales, con la piel impregnada de la grasienta miseria hasta proporcionarle el aspecto y olor del cuero mojado.

Una docena de estudiosos habían trazado mapas de Venecia. Entre ellas había un cartógrafo chino enviado por el Gran Khan, que había oído hablar de esta capital que tenía canales en vez de calles y quería saber hasta qué punto eso era verdad. Sin embargo, ninguno de los mapas era exacto y, de todos modos, la mitad de las calles tenían más de un nombre.

Rememorando lo que pensaba de Venecia, Atilo il Mauros se preguntaba ¿por qué sentía tanto apego a esta ciudad y a la vida que llevaba aquí? ¿Quizás porque no era así como se imaginaba su muerte? En un miserable campo, al lado de una iglesia en ruinas, ya que aquí cada campo tenía una. Aunque por lo general no tan derruidas. Una iglesia, un cabezal de pozo roto, unas desvencijadas casas de ladrillo…

Confiaba en poder morir en su cama, dentro de muchos años.

Su esposa, bellamente afectada, iluminada por un suave sol otoñal, un niño a los pies de la cama, mirándole con tristeza. Claro que para ello necesitaría una esposa. Una esposa, un hijo y heredero, tal vez un par de hijas, si no causaban demasiados problemas.

Durante el sitio de Túnez, el duque Marco III le había ofrecido un trato. El duque levantaba el sitio de la ciudad si Atilo accedía a servir a Venecia como almirante. En caso de negativa, mataría a todo hombre, mujer y niño de aquella ciudad del norte de África, incluida la familia de Atilo. El gran pirata de la costa de Berbería podía elegir entre traicionar a sus seres queridos y salvarlos, o permanecer leal y condenarlos a muerte.

Bastardo, pensó con admiración Atilo.

Incluso ahora, décadas después, recordaba su asombro ante la brutalidad de la oferta de Marco. Aquella tarde Atilo pronunció las palabras con las que abandonaba a su esposa, renunciaba a sus hijos, se convertía a otra religión y se ataba a Venecia para el resto de su vida.

Al tomar el título de Lord Almirante del Mar Mediterráneo, había salvado a los que lo odiarían durante el resto de sus vidas. En público había sido asesor de Marco III. En privado era el jefe de los asesinos que trabajaban para aquel hombre. El enemigo se convirtió en su maestro y terminó siendo su amigo. Y ahora iba a morir defendiendo a la sobrina de aquel hombre.

Atilo jamás había visto tantos krieghund juntos y le sorprendió descubrir cuántos había en su ciudad. O, más bien, en la ciudad que Atilo había llegado a amar. Sabía lo que significaba esta batalla. La batalla en campo abierto contra los krieghund acabaría con los Assassini y, muy posiblemente, lo dejaría sin un heredero. Y la desaparición de los Assassini dejaría desprotegida a Venecia.

¿Tanto valía la vida de esa chica?

La verdad es que merecía ser abofeteada. Las princesas de quince años no debían fugarse, por muy desgraciado que fuera su compromiso matrimonial. Se suponía que eran incapaces de fugarse. Si Atilo contase la verdad sobre su fuga, sería azotada brutalmente. Si es que sobrevivían. Alonzo se encargaría de los azotes, pese a la oposición de su tía. Para ser una mujer tan aficionada a envenenar a sus enemigos, Alexa podía ser muy indulgente cuando se trataba de su sobrina.

—Mi señor…

Un hombre vestido de negro surgió de la oscuridad, lanzando una rápida ojeada instintiva para revisar las armas que llevaba su jefe. Se relajó un poco cuando vio la pequeña ballesta.

—¿Con flechas de plata, mi señor?

—Por supuesto.

El hombre miró a Giulietta, abriendo los ojos con sorpresa al comprobar que llevaba el estilete de Atilo.

—Ella tiene sus propias órdenes —dijo Atilo—. Debéis protegerla con vuestras vidas.

En total había veintiún combatientes en la Scuola di Assassini, Atilo incluido. En los primeros días había intentado nombrar a sus discípulos con letras del alfabeto griego, pero escogía a sus alumnos en los barrios más pobres de la ciudad y muchos tenían problemas incluso con su propio alfabeto. Ahora utilizaba los números.

El hombre de mediana edad que tenía ante él era el número 3.

El número 2 estaba en una cárcel de Chipre, acusado de unos cargos que no se pudieron probar, sería puesto en libertad o desaparecería simplemente. Conociendo a Janus lo último era lo más probable. El número 4 se encontraba en Viena para matar al emperador Segismundo. Una misión en la que probablemente fracasaría. El número 7 se había quedado vigilando la sede de los Assassini. El número 13 se encontraba en Constantinopla. Y el número 17 estaba en París tratando de envenenar a un infante de la dinastía Valois. En teoría, bastaba que sobreviviera solo uno de ellos para asegurar la continuidad de la Scuola di Assassini.

Dieciséis Assassini contra seis enemigos.

Con esos números la victoria parecía segura. Pero Atilo sabía a lo que se enfrentaba: los krieghund del emperador. Los Assassini morirían siguiendo el orden inverso. Al principio los jóvenes, tratando de agotar a las bestias para que sus mayores tuvieran alguna posibilidad de éxito. Atilo era el que decidía en qué consistía ese éxito. Aquella noche significaba mantener a lady Giulietta fuera de las manos enemigas.

—Ve a morir —ordenó a su lugarteniente.

La sonrisa del hombre se desvaneció en la noche.

—Numérica —le oyó gritar Atilo y se abrió el infierno. Unos animales de pelaje plateado irrumpieron gruñendo en la plaza, abandonando en el callejón una agonizante masa de carne que todavía conservaba una vaga forma humana.

—¿Qué son? —preguntó Giulietta en voz excesivamente alta.

—Krieghund —espetó Atilo—. Vuelve a hablar y te amordazo.

Disparó apuntando con su ballesta. Pero la bestia apartó de un manotazo la flecha de plata y se volvió hacia el assassino que se aproximaba por su lado ciego. Su muerte fue rápida y brutal. Una garra aprisionó el cráneo del muchacho arrastrándolo hacia sí. Luego, de un mordisco en la mitad del cuello, la bestia le arrancó la cabeza.

—Pensé que era una leyenda —susurró Giulietta, llevándose la mano a la boca y apartándose de Atilo.

El moro sonrió con amargura. La muchacha estaba aprendiendo. Si le dejaran a esta chica durante unos meses, devolvería a sus tíos algo que valiera la pena conservar y no solo conservarla con vida. Pero ellos no querían conservarla. Querían algo intacto con lo que poder comerciar.

En una combinación milagrosa de suerte y de falta de sentido común, el tercer assassino más joven se lanzó hacia la criatura que tenía enfrente, pasó por debajo de su garra y logró clavar la espada en el costado de la bestia antes de que el krieghund lo golpeara. El muchacho murió con el cuello roto y echando sangre por la garganta.

—Mata a la bestia —suplicó Giulietta.

—No puedo malgastar las flechas —Atilo barrió la pequeña y oscura plaza con la mirada, dándose cuenta de que había unas cincuenta personas observándoles tras los postigos. Unas casas tan pobres no tendrían cristales en las ventanas. Así que también lo estaban escuchando todo.

Nadie podía ayudarles. Además, ¿por qué iban a hacerlo?

—Mire —dijo, señalando al krieghund arrodillado. Ante su mirada atónita la bestia se estaba transformando, su rostro se aplanaba y sus hombros se estrechaban. Giulietta tardó unos segundos en entender lo que estaba viendo. Aquella cosa se había convertido en un hombre que había dejado de aullar y ahora intentaba volver a meter los intestinos desparramados en la enorme herida de su estómago.

—Ahora sí lo mataremos.

De la oscuridad salió un assassino con la espada ya levantada para seccionar la cabeza del moribundo. La sangre brotó como de una fuente y llovió sobre ellos. La batalla se estaba volviendo cada vez más cruel. Bestias y hombres atacándose unos a otros. En el barro solo quedaban hombres muertos. La mayoría vestidos con cotas de malla, unos pocos desnudos.

—Mi señor…

Giulietta estaba recuperando la compostura, dirigiéndose a él formalmente. Todavía conservaba su palidez. A la luz de la luna todos parecían pálidos. Pero al menos había dejado de temblar y sujetaba ahora su daga con más firmeza. En alguna parte había oculta una princesa Millioni a la vieja usanza.

—Están avanzando…

—Lo sé —dijo Atilo levantando su ballesta.

El mismo oficial que había recibido las primeras órdenes miró a Atilo, inclinándose ligeramente en respuesta al cabeceo de este, indicando que había entendido lo que quería decir. Hizo una señal a los Assassini que todavía quedaban y estos se lanzaron al ataque como un solo hombre.

Los últimos instantes de la batalla fueron breves y brutales.

Entrechocar de espadas, dagas clavándose entre las costillas, surtidores de sangre. El hedor era como el de un matadero, olía a mierda, sangre y tripas desparramadas. Los hombres vendían cara su vida pero acababan muriendo y al final quedaron muchos cadáveres vestidos, frente a un puñado de los que estaban desnudos. Además de uno, cubierto de pelo, ya medio cadáver, que se dirigía tambaleando hacia Atilo con un puñal sobresaliendo entre las costillas.

—Mátalo —le rogó Giulietta.

Levantando la ballesta, Atilo disparó a la garganta de la criatura.

La bestia se tambaleó, pero siguió avanzando. Directamente hacia una segunda flecha. Tensando la cuerda de la ballesta Atilo colocó la tercera y la hubiera disparado si el krieghund no le hubiera arrebatado la ballesta de la mano.

Nunca me imaginé que iba a morir así.

El pensamiento pasó fugazmente por su mente. Había maneras peores de marcharse de este mundo que enfrentándose a una criatura del infierno. Pero tenía a la sobrina de Marco III a sus espaldas y no podía…

—¡No! —gritó. Sin embargo, ya era demasiado tarde.

Giulietta salió de detrás de él y clavó su puñal en el costado del krieghund retorciéndolo con fuerza. La criatura golpeó con el codo la cabeza de la muchacha y esta cayó al suelo. Mientras se inclinaba para rematarla, un pedazo de cielo nocturno se desprendió cayendo sobre ellos con crujidos de cuero viejo y secos chasquidos. Atilo aprovechó la confusión para clavar un cuchillo en el corazón de la bestia.

—¿Alexa…?

El pedazo de cuero se agarró a los postigos de la planta baja, trepó por las barras oxidadas y se colgó boca abajo. Con las alas plegadas ahora era mucho más pequeño, unos ojos dorados brillaban en un rostro enfadado con el mundo.

—¿Giulietta sigue viva todavía?

Arrodillándose, Atilo tocó con los dedos la garganta de la muchacha.

—Sí, mi señora.

—Bien. Ahora vamos a necesitarla más que nunca —el murciélago a través del cual la tía de Giulietta había seguido la batalla volvió la vista hacia el krieghund agonizante—. Lo has avergonzado —las palabras eran apenas audibles. Un susurro de viento atravesando una garganta que no estaba hecha para hablar.

—Se está muriendo.

—A él no, estúpido. A su señor. Leopold intentará secuestrarla de nuevo.

Atilo consideró comentar que el príncipe germano no había secuestrado a nadie. Lady Giulietta se había escapado.

—Entonces, capturaremos a Leopold y lo mataremos.

—Tiene protección —susurró el murciélago—. Y va a ser más cauteloso ahora. Se moverá con más cuidado. Y volverá a reunir a sus krieghund. Y todo esto va a empezar de nuevo. Niños sacrificados y la Ronda nocturna demasiado asustada para hacer su trabajo. Hasta que nos cansemos y aceptemos la tregua que nos sigue ofreciendo.

—Esta es nuestra ciudad.

—Sí —dijo el murciélago—. Pero él es el bastardo del emperador germano.

Después de llamar dos veces sin que nadie acudiera a abrir, Atilo derribó de una patada la puerta de sus goznes y entró en la casa empuñando una daga.

—Pon agua a hervir —ordenó—. Y busca sutura.

La combinación de la daga que llevaba, el aire de mando y la certeza absoluta de que iba a ser obedecido fue suficiente para que el dueño de la casa dejara la barra de hierro, agachara la cabeza y mandara a su esposa a la cocina en la parte trasera de la casa.

—¿Quién duerme arriba? —señaló Atilo por encima de su cabeza.

—Mi hija…

—Hazla bajar.

—Mi señor —Atilo notó miedo en su voz.

—No me interesa tu maldita hija —dijo bruscamente—, quiero su cama e intimidad. Coloquen el agua caliente, una aguja y sutura fuera, al lado de la puerta.

—¿Sutura, señor?

El moro suspiró.

—Busca una crin de caballo, hiérvela en agua y, de paso, también la aguja. Llama a la puerta cuando lo tengas preparado.

Y desapareció en la noche para regresar con Giulietta en brazos. Llevaba las piernas colgando, la cabeza echada hacia atrás mostrando el pelo ensangrentado.

—¿Sabéis quién soy? —el hombre, la mujer y su hija recién llegada movieron negativamente la cabeza. La hija, de unos doce años, estaba envuelta en una manta y se estremeció cuando le dirigió la palabra—. ¿Has visto la batalla?

—Aquí nadie vio nada, mi señor.

—Respuesta correcta —dijo Atilo, encaminándose hacia las escaleras.