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a primera vez que la pequeña mendiga le hizo una señal con la cabeza, Tycho pensó que fue una casualidad, pero cuando volvió a repetirla supo que era intencionada. La chica le echó una mirada por debajo de su lacio cabello, asintió con la cabeza y siguió caminando.

Los habitantes de las calles nocturnas intercambiaban continuamente miradas con otros para desviar luego la vista. Una mirada rápida y una ligera inclinación de cabeza. Había ingresado en un clan para cuyos miembros esta señal era suficiente. Nadie trataba de hablar, nadie quería hablar. La inclinación de cabeza simplemente quería decir no soy tu enemigo. Con solo mirar a la chica supo que no era su enemiga. Su ánimo era demasiado débil para ser enemiga de nadie, más que de ella misma.

Tycho se preguntaba, sin embargo, cómo podía saber que él no era un enemigo.

La tercera vez que se cruzaron, la chica sonrió. Un frágil parpadeo, suplicando que la consolase de alguna manera, tal vez simplemente devolviéndole la sonrisa. Los días eran demasiado luminosos para él, la luz demasiado peligrosa para sus ojos. Se preguntó cuál era la excusa de la mendiga para habitar el mundo de la noche. Esta ciudad estaba llena y estaba vacía. Este pensamiento lo condujo a la definición del concepto de vacío.

En esta ciudad de los vivos, además de las calles bulliciosas había otras, más vacías, porque, a pesar de que los lugares más concurridos se llenaban de gente, simplemente no había suficientes vivos para llenar todos los suburbios. Sin embargo, detrás de esta, había otra ciudad realmente vacía. Compartían las mismas calles y plazas empedradas con ladrillos, las mismas iglesias y achaparradas torres fortificadas. Cuando Tycho entraba en esta otra ciudad los vivos desaparecían y el cielo se volvía de color plata. El mundo de la ciudad vacía parecía sólido de cerca, pero se diluía y se hacía transparente en cuanto uno se alejaba un poco. Los que vivían en la ciudad de los vivos se proyectaban como sombras en las calles de la ciudad vacía.

Tycho se había llegado a preguntar si todo esto tenía algún significado más profundo, o si simplemente era la manera en que el mundo estaba organizado. Los niños muertos le siguieron durante días, gritando súplicas que él no podía oír. Pero, de repente, una noche desaparecieron. Además tenía otros recuerdos: de una muchacha nubia con serpientes de plata por el cabello. A menos que también formase parte de los niños fantasmales. Pero ahora la mayor parte de esos recuerdos se había ido.

La pequeña mendiga de la calle nocturna era joven. Llevaba un vestido sucio, las piernas desnudas y sus pies estaban envueltos en trapos atados a los tobillos con una cuerda. A veces estaba sola, otras con un chico mayor que siempre parecía enfadado. De vez en cuando les acompañaba un chico más joven.

Cuando le sonreía estaba sola.

En el tiempo que tardó la luna a pasar de nueva a un cuarto, Tycho había descubierto la manera de moverse entre las ciudades, esconderse entre las sombras y robar la comida que necesitaba. Esto le habría sido muy útil si fuera capaz de disfrutar de esa comida.

Pero todo lo que comía sabía a ceniza.

Bebía agua por costumbre y se alimentaba cuando se acordaba. Sin embargo, su orina era oscura y llevaba días sin dar trabajo a sus tripas.

Tendría que haberse muerto de inanición. Sin embargo, solo sentía hambre. Ojalá su estómago supiera de qué…

—Tú —dijo Tycho.

La mendiga se detuvo, se volvió hacia él y sonrió.

—¿Me conoces? —preguntó el muchacho y vio cómo la sonrisa desaparecía de la sucia carita. Inconscientemente la chica miró a su alrededor buscando posibles salidas. El callejón que corría detrás del mercado de pescado era largo y estrecho y el grueso de la multitud se movía hacia ellos. La mendiga trató de sacudir la mano que Tycho había puesto en su hombro, pero finalmente dejó que la atrapara por el brazo y arrastrara hasta una puerta.

—Y bien. ¿Me conoces?

—Sí… —su expresión debió de asustarla, porque casi inmediatamente empezó a negar con la cabeza—. Quiero decir que no. Te he confundido con otra persona.

—¿De qué me conoces?

La chica lo miró, pensando su respuesta. Pero al final optó por decirle la verdad, tal vez porque tenía miedo. De lo que era. De lo que podía hacer con ella. O de que pudiera saber ya la verdad.

—Yo te saqué del canal.

Tycho la miró fijamente.

—¿No te acuerdas? Pensé que estabas muerto. Y entonces abriste los ojos y me miraste directamente a mí… —la muchacha se sonrojó, en la oscuridad solo Tycho podía observar el cambio del color de su piel. Tampoco es que hubiera nadie más intentando verlo.

—¿ me sacaste del canal? La noche que…

Volviendo el rostro de la muchacha hacia la frágil luz de la luna, miró a sus ojos y vio cómo su rubor se hacía más intenso. Su cuerpo emanaba una mezcla salada de miedo y excitación. Cuando la olió su rubor se intensificó aún más. La mendiga se mantenía en pie solo porque la estaba agarrando.

Bajo su fino vestido se distinguían sus pequeños pechos. Sus cortos harapos mostraban más pierna de lo que era decente en una chica de su edad. Tycho trató de imaginarla desnuda, o semidesnuda, enseñando un pecho y un hilillo de sangre debajo.

—Me haces daño.

No, si tuviera intención de hacerle daño ella lo sabría.

—¿Cómo te llamas? —apremió Tycho.

La muchacha vaciló, haciendo una mueca cuando los dedos que la sujetaban aumentaron su presión.

—Rosalyn —dijo finalmente—. Y siento lo de tu grillete… Josh lo vendió —agregó—. Yo lo robé, pero lo vendió Josh. Lo siento.

—¿Qué grillete?

Por primera vez la mendiga lo miró realmente.

Tycho sabía que había estado encadenado. Lo atraparon en la oscuridad y lo ataron rápidamente. Conservaba recuerdos fragmentados de esas cadenas. Fuego, luego las cadenas.

—El grillete que te hacía daño…

Cogiendo su muñeca, Rosalyn la levantó hacia la luz de la luna, viendo solo la perfecta piel, donde debían de estar las cicatrices. La conmoción de su rostro fue suficiente para recordarle también a Tycho las cicatrices que deberían estar allí. Se lo habría dicho, pero ella ya se había soltado de su agarre y se marchaba abriéndose paso entre la multitud, con la cabeza gacha y los hombros encorvados, teniendo cuidado de no mirar hacia atrás.

Tycho dejó que se fuera.