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i no hubiera estado nevando y el fontego hubiera estado rodeado de edificaciones por los cuatro costados, seguramente hubiera podido resistir más tiempo. Pero el lado abierto que daba al Canalasso la hacía tan vulnerable a los ataques desde el agua como desde tierra. Tres lugres llenos de Castellani se mecían sobre las olas asegurándose de que ninguna embarcación mameluca pudiera escapar. Habían prendido fuego a las barcazas amarradas y, a juzgar por los gritos que se escuchaban desde su interior, sus tripulaciones se estaban quemando con ellas. La presencia de la nieve facilitaba la labor de los saqueadores ya que no tenían que preocuparse por los incendios accidentales que pudieran producirse, porque las chispas y los rescoldos que salían despedidos de las barcazas aterrizaban en el agua o chisporroteaban entre la nieve semiderretida.

El edificio se conservaba intacto. Saqueado salvajemente, manchado de mierda y orina, seguía en pie. La ciudad lo vendería al mejor postor y el comprador tendría que contratar a alguien para que limpiara las huellas de lo ocurrido esta noche.

En el patio central, rodeado por sus tres lados terrestres por columnatas, Tycho vio a una muchacha a contraluz de las barcazas en llamas. Debía de tener la misma edad que la chica de la basílica, pero allí se acababan las semejanzas. Esta tenía la piel oscura y el pelo, completamente negro, le caía como una cascada sobre los hombros. Las partes del cuerpo que eran delgadas en la otra chica no lo eran tanto en esta. Sus caderas eran turgentes y sus pechos lo eran más todavía. Tycho jamás había visto tanta ira como la que reflejaban los ojos de la muchacha.

Pequeña zorra —decía un hombre mientras se limpiaba un salivazo de la mejilla—. Roderigo, ordena a tus hombres que la sujeten. Y asegúrate de que la hagan inclinarse como es debido. Vamos a ver si le gusta esto.

Dos de los guardias agarraron a la chica, que se estremeció visiblemente cuando vio cómo el hombre de la armadura de acero comenzaba a desatarse los cordones de la bragueta.

—Desnúdenla.

Un hombre achaparrado se adelantó obedeciendo su orden.

Era el mismo que había liberado a Tycho en la nave, aunque solo para volver a convertirlo en prisionero de nuevo. Tycho se caló profundamente la gorra, se envolvió el cuello con una sucia bufanda y retrocedió ocultándose en la multitud.

—Date prisa…

El hombre achaparrado agarró el cuello del vestido de la chica y dio un tirón tan fuerte que arrancó a la joven de los brazos de los dos soldados que la sujetaban. Cuando los guardias volvieron a cogerla, la chica, dándose la vuelta, escupió de lleno en el rostro del hombre de la armadura. Esta vez el salivazo le dio en la boca y el hombre tuvo que restregarse los labios con el dorso de la mano. Tycho vio cómo la maldad que había a su alrededor llenaba los ojos del hombre que, señalando a Roderigo, rugió:

—Atadla a este árbol. Y desolladla.

—¿Mi señor?

—Ya me has oído, Roderigo.

—Apenas es una niña, mi señor. Y ya tiene el fontego. Córtele la garganta y ya está. Tómela antes, si quiere.

—La bondad es una debilidad. Dile a tu hombre que la desolle y que lo haga rápido. En una hora debo estar rezando mis oraciones. Y tú vas a venir conmigo.

Uno de los guardias fue a buscar clavos y martillo, mientras otro fue a por un cuchillo de cocina. Su rostro se relajó cuando Roderigo ordenó que se los diera al sargento Temujin.

El sargento soltó un juramento.

—¿Qué ha dicho?

Roderigo miró inquieto al hombre de la armadura.

—¿Qué acaba de farfullar tu hombre?

—Si hace falta un mongol para hacer este trabajo, mi señor, él estará feliz de hacerlo.

Tycho dudaba que esta fuera la frase exacta. Y, a juzgar por el ceño fruncido, lo mismo pensaba el hombre que daba órdenes a Roderigo. Aunque, obviamente, las palabras surtieron efecto, porque el hombre lanzó una dura mirada al sargento y se volvió hacia la chusma que llenaba el patio, posando sus ojos sobre Tycho.

—Tú —dijo—. Ven aquí.

Los de atrás empujaron a Tycho para que saliera.

—Soy el príncipe Alonzo, regente de la ciudad. ¿Me oyes?

Tycho asintió lentamente.

—Típico —murmuró el regente—. El tonto del pueblo. Dale el cuchillo y explícale lo que tiene que hacer. Y date prisa.

Cuando se encontraron en el barco apenas había luz, además ahora la cara de Tycho estaba sucia y semioculta por un gorro robado por debajo del que asomaban unos grasientos y enmarañados mechones de pelo. Aun así, el sargento estuvo a punto de reconocerlo.

Buonasera —dijo Tycho con acento de los Nicoletti, a los que había pertenecido el impresor muerto. Temujin se encogió de hombros.

—Córtala un poco. Y después la matas. Pero no demasiado pronto… —y, señalando con la cabeza hacia el príncipe Alonzo, añadió—. Tiene que oír sus gritos. Los que son como él siempre lo necesitan. Bien, vosotros dos, poned sus brazos alrededor de ese árbol.

Temujin, con los nudillos blancos, colocó el clavo en la muñeca de la chica, echó el martillo hacia atrás y golpeó con tanta fuerza que el ruido del golpe casi ahogó el grito de la muchacha. El segundo clavo provocó otro alarido de la muchacha. Al notar que Tycho se colocaba a sus espaldas con el cuchillo en la mano, la chica se derrumbó.

—Por favor —suplicó. Su voz era gutural y su italiano tan espeso que apenas se reconocían las palabras—. No.

Sabía que él estaba allí para hacerle daño.

En la mente de Tycho surgieron los recuerdos de un desollamiento. Botas Sangrientas, cuando arrancaban la piel de los tobillos y pantorrilla; Guantes Rojos, de las manos y muñecas; Silla Cruda, cuando desollaban el…

—Adelante con ello —susurró Temujin.

Con un corte rápido marcó la columna vertebral, añadió un segundo corte paralelo al primero, luego un tercero en la parte superior, separando la piel con el cuchillo para tener algo de dónde agarrarse. Todo pasó en un segundo, quizás menos. Cuando arrancó la piel de un tirón, la joven gritó con tanta fuerza que su voz se quebró. Detrás de Tycho alguien estaba vomitando.

Por favor… —las palabras estaban dentro de su cabeza.

Un susurro infantil que siguió al aullido animal. El cuerpo de la muchacha desplegaba el dolor en forma de dos alas angelicales llenas de brillantes plumas. Más brillantes de lo que los ojos de Tycho podían soportar.

Por favor —rogó la muchacha—. Haz que se acabe

Y Tycho hizo lo que le pidió, quedándose con todo el brillo en su interior. Sintió la conmoción de la muchacha mientras su mente abandonaba la carne ensangrentada clavada en el árbol. Ahora ella se había convertido en dos personas. Una silenciosa en el interior de Tycho. La otra ruidosa y bestial.

Toda la vida de la muchacha se abría ante él. Sabores de manjares que Tycho nunca había probado. Recuerdos de una laberíntica casa familiar en Egipto vista a través de los ojos de una niña. Palabras sueltas de su idioma. Recuerdos de una infancia feliz que se volvían amargos cuando el amor de un padre se endurecía hasta convertirse en ansiedad. Y el fontego, que primero fue su mundo para transformarse luego en una cárcel.

Tycho sintió cómo sus dientes de perro se abrían paso rompiendo las encías.

La noche era suya. La noche, la ciudad, el mundo… Todo era suyo y él se movía libremente por todas partes. El agua bajo los puentes apenas le preocupaba ya, recorría la ciudad a velocidades imposibles, desentrañando las calles y grabándolas en su memoria. Dando nombres a lugares que conocía, conociendo lugares de los que solo había escuchado sus nombres. Detrás había dejado a la conmocionada multitud silenciosa. Guardias atónitos y un príncipe con la boca abierta de horror.

El poder que tenía hacía zumbar su cuerpo, su oído era tan agudo que podía sorprender a un gato cazando antes de que el animal se diera cuenta de su presencia. El tiempo se estiraba y se retorcía haciéndose maleable. Y, finalmente, moviéndose tan lento que podía apoderarse de los espacios entre los segundos, además de los propios segundos. Supo que las estrellas eran pequeños soles que iluminaban el cielo nocturno hasta proporcionarle la luminosidad del día. Salvo que este cielo era rojo.

Como el resto de su mundo.

Edificios rojos y agua estancada entre las orillas rojas de un canal. El mundo inferior, el mundo superior y el mundo de los muertos por fin se habían fusionado en un único mundo. Mirar a cualquier lugar era estar allí. Podía matar, podía observar, podía tocar. Parejas borrachas follando en los portales, con los pies resbalando en el barro y aguanieve. Ladrones embozados acechando para asaltar a elegantes cittadini. Viejos recorriendo media ciudad tambaleantes bajo el peso de lo robado en el saqueo que, de todos modos, les era completamente inútil. Y, como un rayo de luz entre las tinieblas, unos niños jugando a las canicas a la luz de las velas en el polvoriento suelo. Un muchacho acariciando el rostro de una chica y aventurando un beso, sintiéndose audaz. Sin saber el tiempo que ella llevaba esperando a que se decidiera. El aire apestaba a dulzor. El dulce olor del estiércol. Era Dios y diablo en uno.

Cerca del amanecer su euforia se desvaneció. Peligrosamente cerca.

Era demasiado tarde para volver a su guarida. Tycho encontró un desván vacío encima del taller de un orfebre, con tejas suficientemente nuevas como para mantenerle al resguardo de la luz del sol, se colocó en un rincón, utilizando el brazo bajo la cabeza a modo de almohada y doblando las rodillas para guardar el equilibrio.

Se sentía más fuerte que antes y ya no tenía hambre. Pero también recordaba cómo había conseguido esa felicidad que le hacía sentirse como un dios. Tycho abrió la boca y recorrió los dientes con el dedo. Eran normales. La criatura que se movía con tanta seguridad a través de la noche se había ido. Pero el recuerdo de su fuerza, velocidad y euforia seguía allí. Había creído que su mayor reto consistía en recordar quién era. Pero estaba equivocado de manera casi infantil. Quién era él carecía de importancia a la luz de la masacre de la noche pasada. ¿Qué era…?

Esa era la pregunta.