62
l timbal de los mamelucos se escuchaba cada vez más cerca. Los galeotes remaban con todas sus fuerzas siguiendo su ritmo. A’rial tomó la mano de Tycho, apretándola fuertemente. Tenía las uñas negras y las desnudas rodillas estaban llenas de costras. De su cuello colgaba el cráneo amarillento de algún pájaro, con grandes orificios oculares y un pico afilado como una daga.
—¿Has aceptado el precio libremente? Debe quedar constancia de eso.
—Todavía estoy esperando a que me digas qué es lo que quieres —dijo Tycho retrocediendo porque la niña pelirroja se había vuelto hacia él mirándole con sus ojos hirientes como fragmentos de vidrio.
—Ya sabes mi precio —dijo A’rial entre dientes—. Lo tomas o lo dejas.
Tycho volvió a mirarla.
—Dime que lo vas a pagar o deja que regrese a casa. No puedes convocarme para cambiar de opinión después —no hablaba muy alto, pero había furia contenida en su voz, mucho más amenazante que si lo hubiera gritado.
Tycho se preguntó por primera vez qué edad podría tener.
Y si era humana.
¿Pero quién era él para hacer esas preguntas? Y A’rial tenía razón. Ya conocía su precio. Aunque se imaginaba que era Alexa la que realmente lo quería y A’rial no era más que su instrumento.
—Toma mi vida a cambio —suplicó Tycho.
A’rial lo rechazó desdeñosamente con la cabeza.
—Mi alma entonces.
Acercando su rostro al de Tycho, la niña dijo en tono de burla:
—¿Qué te hace pensar que tienes alma? ¿O que la has tenido? Jura por la diosa o Giulietta morirá…
Tendría que haberse dado cuenta de que era noche de luna llena.
Allí estaba, suspendida sobre el horizonte, enorme y pálida como su piel. El glorioso sol se había puesto, prendiendo con sus últimas llamaradas el horizonte plateado, pero la luna tenía por delante toda la noche además de una cómplice pelirroja en la cubierta de un barco perdido, aceptando promesas en nombre de su dueña.
—Le daré a Alexa su ejército —prometió Tycho—. Aceptaré lo que soy.
Erguida en la proa de la nave de Atilo, A’rial extendió hacia delante los puños apretados en un saludo extraño, luego los llevó bruscamente a la espalda, doblando los brazos hacia atrás y abajo como las alas de un pájaro.
Obedeciendo sus órdenes, con un aullido se levantó el viento.
Desde el límpido cielo cayeron rayos de tormenta.
La tempestad surgió de la nada. En el horizonte se formaron unos oscuros nubarrones que, como una caballería celestial, se lanzaron a velocidades imposibles hacia la armada de los mamelucos. Sus arqueros no podían ver nada porque el viento cegaba sus ojos con gotas de agua salada. La bandera de la media luna sobre la galera del almirante se batía con tanta fuerza que resonaba como el tronar de los cañones. Tycho sintió que el San Marco se sacudía y se escoraba peligrosamente al llenar el viento sus velas.
—Arriad las velas —gritó.
Atilo lo miró sorprendido.
—Mi señor, hay que arriar las velas. Cortar los palos, si es necesario. Pero ordene que arríen las velas y haga que Giulietta y Desdaio bajen a los camarotes… Por favor.
Tal vez fueron esas dos últimas palabras las que surtieron efecto. Porque Atilo ordenó cortar los cabos que sujetaban el velamen y ayudó a las mujeres a alcanzar una escotilla. Y solo regresó a su puesto cuando las dos se hallaban a salvo.
—¿Qué has hecho?
Un trueno retumbó en el cielo, lanzando un rayo al mar. Uno de los barcos que mantenía el cerco perdió su palo mayor mientras la madera y las velas se prendían fuego sin que tuvieran tiempo de arriarlas.
—Mi señor, baje usted también.
—Tycho…
—Tengo que hacerlo.
—¿Qué has hecho?
—Pagar lo que me exigieron para salvar a los que amo.
El viento esparció las lágrimas que rodaron por la cara de Tycho. Podía sentir su amargor en la boca y el vacío en su pecho, como si alguien lo hubiera abierto para reemplazar su corazón por un bloque de hielo.
—Vete —ordenó Tycho.
Atilo parecía sorprendido.
—O quédate —rugió Tycho—. Y morirás. Esas son tus opciones.
—¿Esas son mis…?
—¿Crees que puedo distinguir entre amigo y enemigo, cuando la muerte se apodera de mí? —Tycho señaló a A’rial en la proa. El fuerte viento desviaba las flechas dirigidas a ella, que mantenía los brazos estirados hacia atrás y la cara levantada hacia el cielo.
Estaba lanzando encantamientos. Sus dedos bailaban mientras arrastraba las nubes por el cielo y arrojaba rayos que partían los barcos mamelucos por la mitad. Levantando la barbilla provocó una enorme ola de la altura de un acantilado que aplastó a tres naves mamelucas desvaneciéndose con la misma rapidez con la que había surgido. Mediante ráfagas de olas y rayos estaba reduciendo la flota mameluca a un único barco. Jamás hubo otra tormenta como aquella. Y en el centro, con su rojo pelo al viento, se encontraba la pequeña stregoi. La lluvia le empapaba la cara y llenaba su boca para caer por la barbilla como un millón de lágrimas. A’rial se estaba riendo.
Cuando Tycho se volvió, Atilo ya se había ido.
De repente quiso estar allí, en la galera de los mamelucos, haciendo frente a los enemigos, arrancando las entrañas de los bastardos. Bastó con solo pensarlo para encontrarse allí. Tropezó y miró hacia abajo, solo había olas. El miedo le atenazó la garganta mientras luchaba por mantener el equilibrio sobre la pasarela. En aquel momento no le importaba cómo había llegado hasta allí.
—Por allí… —lanzó la voz de alarma uno de los arqueros mamelucos.
Tycho atrapó su flecha en el aire, agarrándola con los dedos antes de que llegara a su objetivo, la utilizó para clavarla, fuerte y rápido, en la garganta del soldado que avanzaba hacia él con una espada corta en la mano. Luego giró para volver a sacar la flecha y sintió cómo la punta arrancaba la carne tras de sí, echó al moribundo a un lado y lanzó la flecha hacia el arquero que la había disparado.
La lanzó con tanta velocidad que fue imposible seguirla con la vista.
Un instante después el arquero estaba mirando la varilla que sobresalía de su cota de malla sin entender nada. Casi sin darse cuenta Tycho lo remató. El ruido que hizo el cuello del arquero al romperse se perdió entre el aullido del viento, los impactos de las olas y el rugido de la sangre en la cabeza de Tycho.
Podía sentir cómo el hambre le dominaba. Miraba a través de sus ojos. Llenaba su mente. A medida que se oscurecía el horizonte, su vista se iba haciendo cada vez más aguda. Las trazas finales de la luz del día se sumergían entre las olas. El barco mameluco con sus galeotes, su capataz y su almirante se convirtió en un friso rojo. Congelado mientras el tiempo trastabillaba, el rugir del mar se reducía a un hosco chapoteo y la bestia probaba la resistencia de los barrotes de su jaula.
—Hazlo —dijo una voz en su cabeza. Era A’rial, pensó Tycho. A menos que se lo dijera él mismo.
Tanta gente para matar. Tantas gargantas por arrancar, tanta sangre. Podría ahogarse en la sangre que derramaría en este buque. Le estaban disparando flechas, pero el viento se llevaba la mayoría. Y las pocas que pasaron cerca de él las apartó de un manotazo, sin siquiera molestarse en devolverlas.
—He dicho que lo hagas —definitivamente se trataba de A’rial. Ahora sonaba irritada.
¿Debería? ¿Podría hacerlo y seguir siendo quien era? Sabía la respuesta. Las pocas veces que se había dejado llevar por los rayos de la luna, había sentido un filo de hielo atravesar su corazón. Unos cuantos filos helados más y su corazón quedaría helado para siempre. No podía olvidar las lecciones que sus transformaciones le enseñaron. Y cuando volvía a ser él mismo, quedaban recuerdos de lo que había sido. Pero ¿cómo podía salvar a Giulietta sin transformarse? Tenía que aceptar su destino.
Convertirse en el último de los Caídos. El último de su linaje.
O tal vez el primero…
Tycho levantó la cara hacia la luna llena, dejando que sus rayos le bañaran y sintió cómo los dientes caninos se abrían paso en sus encías. Los tendones se endurecían, los huesos cambiaban de forma, los músculos se rompían, la garganta se llenaba con su propia sangre. Tocándose la cara con los dedos descubrió que sus orejas se habían contraído dejando tan solo unos agujeros rugosos en su lugar. Su nariz era más plana, los orificios más grandes, como los de un animal de caza. Por muy espantoso que fuera el aspecto de un krieghund, el suyo era mucho peor.
El corazón se congeló en su pecho provocándole un ataque de pánico. Su latir se detuvo, sus pulmones no se movían, su aliento había desaparecido. Solo el miedo lo mantenía en pie. Estaba vivo y muerto al mismo tiempo.
—Dios mío…
La transformación era más dolorosa de lo que se había imaginado. Un violento grito de dolor se llevó el último resto de ser humano que quedaba.
Sabía a ciencia cierta que algún día se acabaría convirtiendo para siempre en esta monstruosa criatura. No importaba cuántas veces sufriera la transformación inversa, finalmente acabaría así. Monstruoso y horripilante. El mundo en el que había nacido llevaba muerto mucho tiempo. Y apenas podía soportar el mundo que ahora ocupaba el lugar del viejo.
Su precio por dejar salir a la bestia fue perdonar la vida a los esclavos. Porque, perdonándoles la vida se demostraba a sí mismo que algo humano quedaba todavía en alguna parte dentro de él. Y luego Tycho dejó de fingir que no deseaba lo que iba a ocurrir a continuación y, aprovechando que A’rial había dejado que la tormenta amainara, asumió su verdadera naturaleza.
La galera de los mamelucos tenía dos filas de remeros a cada costado. La fila superior estaba a cielo abierto, con una pasarela elevada en medio que utilizaba el capataz que manejaba el látigo. Tycho se empapó de toda esa información en un solo segundo.
—Muere, demonio —había que reconocer que el sargento de los mamelucos era valiente. Seguramente era consciente de que iba a morir. Tycho lanzó la cabeza del sargento a un lado, arrojó su cuerpo a la bodega de los esclavos y se enfrentó al soldado que le seguía. Casco rematado en punta, cota de malla, cimitarra curvada. Tycho valoró y desdeñó su armadura y armamento. El primer golpe casi le alcanza. Lo hizo el segundo, rajando el antebrazo de Tycho hasta el hueso. Tycho agarró al soldado del cuello y apretó la mano. La armadura que le protegía la garganta cedió y le aplastó la tráquea.
Primero el impacto, después dolor. Tycho conocía bien la secuencia.
Arrancando la cimitarra la arrojó a otro soldado y vio cómo se tambaleaba con el mango sobresaliendo de su pecho. Del corte en el brazo de Tycho solo quedaba un recuerdo. Así que le hizo otro igual al hombre que le estaba atacando con una lanza. El hombre jadeó cuando Tycho le tocó la cara con la mano. Se tambaleó aferrándose a la barandilla con el brazo sano y chillando de dolor. Tycho lo arrojó por la borda. Le siguió el tamborilero.
La bestia continuó avanzando.
Fue un látigo lo que lo detuvo momentáneamente.
Un látigo con punta de hierro que salió de la nada y le rajó la cara, llenándole la boca de su propia sangre. El corte era profundo, podía sentir sus dientes en el lugar donde debería estar la mejilla. Girando velozmente para esquivar el segundo golpe, juntó los bordes de la mejilla partida y la carne comenzó a soldarse.
Para el tercer golpe ya estaba preparado.
Se apoderó de la punta de hierro, se enroscó el látigo en el puño y dio un tirón, arrastrando al capataz de rodillas sobre la pasarela. El mameluco no tuvo la menor oportunidad. Cuando Tycho se acercó para matarlo, un esclavo agarró el tobillo del capataz desde abajo. Otra mano se izó haciendo resonar las cadenas. Los esclavos sujetaron al capataz mientras Tycho le reventaba los ojos con los pulgares provistos de garras y lo lanzaba hacia el foso de los esclavos, arrojando el látigo tras él.
A sus espaldas yacían arqueros a los que no recordaba haber matado. Marineros mamelucos, con las cabezas giradas de forma inverosímil. El oficial de cubierta tenía la garganta arrancada, los ojos reventados y sus tripas amontonadas entre las rodillas. Los pulgares de Tycho chorreaban sangre, el jubón se había vuelto pegajoso. No había recurrido a la daga ni una sola vez. Se dio cuenta de que en ningún momento la había necesitado.
Los bordes de color rojo del mundo empezaban a desvanecerse poco a poco.
El corazón volvió a latir dentro de su pecho y los pulmones, tras un estremecimiento, empezaron a respirar. Los huesos se recolocaron y los músculos volvieron a contraerse a su estado original. Las estrellas del cielo iban perdiendo su brillo, la luna cambió su color de rojo escarlata a un rosa más pálido y las olas comenzaron a ir y venir a su velocidad casi normal.
Tycho se volvió y comprobó que la nave de Atilo seguía en su sitio. A’rial permanecía en la proa. Sin embargo, ya no tenía los brazos echados hacia atrás y no miraba al cielo. Contemplaba los restos de los barcos. Cuando Tycho se encontró con su mirada se dio cuenta de que estaba sonriendo.
La superficie del mar a su alrededor estaba sembrada de restos de las dos flotas. Mástiles rotos y aparejos destrozados. Velas que flotaban por las bolsas de aire atrapado y que parecían enormes medusas. Una rueda de timón con el cadáver de un soldado aferrado a ella. Tenía una flecha clavada en el cuello. Cuerpos flotando como peces muertos, subiendo y bajando con el oleaje. La mayoría eran marineros mamelucos, chipriotas o venecianos. Los que tenían dinero suficiente para comprarse una cota de malla yacían ahora en el fondo del mar.
En el barco, aparte de Tycho, solo quedaba un hombre libre con vida.
Tal vez incluso era el único hombre libre del barco. Porque Tycho dudaba de que él fuera un ser humano y, desde luego, no era libre. Un esclavo de su propia hambre además de otras cosas.
El almirante mameluco era joven, alto, delgado y valiente.
Había que ser valiente para permanecer de pie en la puerta de su pequeño camarote. La elegante cota de malla ribeteada brillaba como el oro bajo los rayos de la luna. La luz de la antorcha que sostenía se reflejaba en el yelmo profusamente decorado, con protectores de mejillas y de nariz de acero, un pico dorado en la parte superior y la media luna de plata sobre los ojos. Era la armadura de un príncipe mameluco.
—Eres el diablo —dijo el almirante. Las llamas de la antorcha se reflejaban en la hoja de su espada decorada con apretado damasquinado. La firmeza de su mirada indicaba que el acero ya había penetrado el alma del joven y endurecido su cuerpo. Tycho estaba impresionado.
—¿Qué eres?
Los cambios contra los que Tycho había luchado se estaban diluyendo ahora, su cara estaba perdiendo su fiereza y recuperaba su forma original, las orejas volvían a crecer y los orificios nasales disminuían. Los colmillos fueron lo último en desaparecer, retirándose a la mandíbula superior. Le dolió igual que siempre pero esta vez ya no le impresionó tanto. El mameluco retrocedió un paso, parecía más aterrorizado ahora que Tycho había recuperado su aspecto humano.
—¿Tú? ¡No puede ser! —exclamó el almirante.
Entonces fue cuando Tycho decidió dejarlo con vida. Al menos por un tiempo.
—¿Me conoces? —preguntó—. ¿Sabes quién soy?
La respuesta fue una breve inclinación de cabeza.
—Entonces sabes más que yo —dijo Tycho—. Porque yo no te conozco.
El mameluco se quitó el yelmo lentamente. Ahora fue el turno de Tycho de dar un paso atrás. La última vez que había visto aquella cara, el sargento Temujin le estaba cortando la garganta a su dueño antes de quemar el barco. Ocurrió al arribar Tycho a Venecia, una noche sin luna sobre la laguna, en un buque mameluco recién abordado por los guardias de la Dogana.
—¿Me reconoces ahora?
—Te vi morir —dijo Tycho—. Vi tu barco en llamas.
El mameluco cerró los ojos y sus labios se movieron como en una oración. Se llevó las manos del corazón a la boca y después a la frente; se estaba despidiendo de alguien. Luego contestó a Tycho.
—Era mi hermana gemela —dijo—. Ella insistió.
—¿Insistió en qué?
—En acompañarte en el barco. Fue una estupidez. Pero era la favorita de mi padre y él acabó cediendo. Hasta ahora no supe a ciencia cierta que había muerto. Sentía un vacío en mi corazón, pero no quería perder la esperanza. Mi padre quedará destrozado —por la manera de hablar del joven quedaba claro que tenía muchas más cosas por contar.
El mameluco se desabrochó la armadura, apenas consciente del estrépito que produjo al caer por las escaleras de la bodega desde la que los galeotes observaban la escena en silencio. De un tirón se sacó por la cabeza la fina cota de malla y dejó que siguiera el mismo camino. Luego dio la vuelta a su cimitarra y se la ofreció a Tycho por la empuñadura con una ligera inclinación.
—Hazlo rápido —dijo—. Y cuando mi alma llegue al paraíso rezaré para que te libere de la maldición que te aflige.
Tycho hizo unos movimientos con la cimitarra para probarla. Un arma hermosa, con la empuñadura repujada con hilo de oro y una hoja cuidadosamente equilibrada que cortaba el aire con un silbido al descender.
—Mi maldición es para siempre —dijo Tycho bajando la cimitarra.
—¿Para siempre?
—De todos modos, debes vivir.
—¿Por qué?
—Así podrás llevar la noticia de la derrota al sultán. Y explicarme por qué tu hermana estaba en aquel barco. Y por qué han muerto tantos hombres valientes…
Tycho se sentía tan cansado que le dolían los huesos con solo pensar en ellos. Atilo le contó en una ocasión que la tristeza que le sobrevenía después de las batallas era igual que la que sentía después de hacer el amor, solo que más sombría. Tycho no se atrevió a contarle en aquel momento que no sabía de qué le estaba hablando. Pero lo de ahora era peor de lo que se había imaginado. Una desolación con sabor a carroña.
Disgustado, empujó con la punta de la cimitarra el cuerpo de un arquero muerto que rodó hacia la bodega. El sordo golpe que escuchó a continuación le hizo sentirse aún peor. ¿Dónde estaba la euforia? Atilo dijo que algunos hombres la sentían.
—Soy sir Tycho. Antes aprendiz de asesino.
El mameluco se inclinó ligeramente.
—Me llamo Osman. Soy hijo del sultán. Mi hermana, llamada Jasmine, era su favorita. Pero yo soy el heredero.
—Tycho le devolvió la inclinación.
—Puedes matarme —dijo el príncipe Osman—. O pide un rescate por mi liberación. Incluso, como al parecer pretendes, me puedes enviar como mensajero anunciando mi propia derrota a mi padre, si ese es el castigo que quieres imponerme. Aunque nadie va a creer mi historia.
—¿Por qué no…?
—¿Una bruja convocando una tempestad? ¿Un demonio feroz que cambia de forma? ¿Mi flota destruida por las olas, el viento y los relámpagos? ¿Las flechas de mis arqueros apartadas de un manotazo? Los venecianos no tienen esos poderes. Mi padre lo considerará excusas.
—Entonces, ¿qué le vas a decir?
—Que mis esclavos se negaron a remar. Que soy un mal general. Que las cuerdas de los arqueros estaban mojadas. Que le entrego mi mando y acepto mi destino.
Los ojos del príncipe Osman permanecían sombríos. Su padre gozaba de una merecida fama de crueldad. Además tenía hijos suficientes, tanto de sus esposas como de sus concubinas favoritas, como para poder sacrificar a uno de ellos si tenía que dar ejemplo.
—Quédate aquí —ordenó Tycho.
Como si el príncipe mameluco tuviera adónde ir.
Atilo se persignó cuando vio a Tycho aparecer por la puerta. Abrió la boca para decir algo pero permaneció en silencio cuando Tycho pasó de largo y se detuvo ante A’rial.
—Necesito tu ayuda.
—Los favores son caros —la niña le miraba con sus penetrantes ojos verdes—. Ya lo sabes.
—Dime tu precio.
—Una muerte. A mi elección.
—¿La elige tu ama?
—Elijo yo —dijo la pequeña stregoi con dureza—. Algún día, cuando estés poseído por tu hambre, te pediré que mates a alguien. Y lo harás sin más preguntas.
—Ni Giulietta, ni Desdaio, ni Pietro.
La sonrisa de A’rial se apagó.
—No estás en condiciones de regatear. Pero de todos modos, estoy de acuerdo. Ninguno de esos tres.
Tycho le explicó lo que pretendía.
Unas cuantas docenas de personas debían olvidar lo que habían visto y recordar lo que ellos creían que habían visto. Cuando Tycho dio un paso atrás, A’rial se irguió y se envolvió en una luz brillante. Una vez que el espacio entre sus manos adquirió el brillo suficiente, empezó a cantar la verdadera historia de la batalla. La que recordarían los esclavos mamelucos.
—Tycho…
—Hablaremos más tarde —le interrumpió Tycho.
Atilo il Mauros abrió la boca y volvió a cerrarla de nuevo. Era un hombre que gustaba decir que el mundo era más sorprendente de lo que uno podría pensar. Solo que esta noche no esperaba encontrarse con la sorpresa cara a cara.
—¿Lo sabe la duquesa? —consiguió articular finalmente.
¿Sabe qué?, se preguntó Tycho. ¿Acerca de mi hambre? ¿De los cambios que provoca en mí?
—Sí —dijo finalmente—. Sin lugar a dudas.
Tycho tomó la humeante antorcha de la mano del príncipe Osman y la acercó a la cara de un esclavo de barba roja, que retrocedió ante la llama.
—Nadie va a hacerte daño —prometió el príncipe. Aunque las cicatrices que el látigo había dejado sobre los hombros del galeote decían que ya le habían hecho daño muchas veces y de la forma más brutal.
—¿Qué has visto? —preguntó Tycho.
El esclavo lo miró sin comprender.
—Durante la batalla, ¿qué has visto?
Con un gesto Osman le indicó al galeote que podía hablar.
—La flota veneciana. Era inmensa. Los mástiles nos rodeaban como árboles de un bosque. Muchos barcos, mi señor, nunca habíamos visto tantos. Pensé que no teníamos escape.
Tycho podía ver los cuerpos y los mástiles rotos, barcos volcados con sus quillas hacia el cielo y restos de otros sembrando el mar tras la dura batalla. El esclavo no podía verlo pero, cuando se estremeció, Tycho supo que era consciente de lo que había fuera.
—¿Qué pasó?
Y aunque el galeote era claramente occidental y del norte, a juzgar por el color rojo de su cabello y de la barba, le contestó como si el destino de la flota mameluca y el suyo estuvieran estrechamente entrelazados.
Como de hecho lo estaban.
—Estábamos rodeados. Fue una carnicería, sus arqueros acabaron con nuestros marineros. Utilizaron el fuego mágico. Se extendió por las cubiertas, quemando todo lo que tocaba —los ojos del hombre estaban llenos de espanto recordando lo que nunca había ocurrido—. Fue solo la habilidad de su alteza lo que nos salvó. En medio de una terrible tormenta luchó contra los venecianos llegando a un punto muerto. Había destruido toda su flota, pero a un precio terrible.
El príncipe Osman tenía los ojos abiertos como platos. Miraba alternativamente a Tycho y al esclavo, incapaz de creer lo que estaba oyendo.
—Pregúntale a cualquiera de ellos —dijo Tycho.
—¿Y qué dirá él? —preguntó el príncipe Osman, señalando con la cabeza el buque insignia de Atilo.
—Que mientes. ¿Qué esperas que diga?
—¿Y yo diré que es él el que miente? —el príncipe Osman asintió con la cabeza. Estaba empezando a entender cómo funcionaba esto.
Tycho sonrió.
—¿Y tu precio es que te cuente cómo te conocí?
—Y un favor que me concederás sin vacilar. Que no implicará la muerte de ningún familiar tuyo —dijo Tycho, recordando el precio que le había exigido A’rial—. No te puedo decir nada más porque ni yo mismo lo sé todavía.
El príncipe le miró con interés.
—Comienza con cómo me conociste…