5
arios hombres se hallaban reunidos, tras la puesta del sol, en la casa de aduanas, la famosa fortaleza veneciana de la Dogana. Roderigo fue el último en llegar.
—Buenas, jefe…
El hombre que le había saludado era más bajo que su comandante y la mitad de corpulento. Había heredado de su padre la cara ancha, los ojos rasgados y la piel grasienta. Después de cincuenta años en este mundo, aún hablaba como su madre, una pescadera de Rialto.
—¿Qué?
—Supongo que eso es una respuesta.
—¿Una respuesta a qué?
—Iba a preguntarle si estaba bien.
Antes de que Roderigo lo recogiera, Temujin había sido un borracho que vivía de limosnas en las calles de Venecia. En dos años había pasado de fregar suelos a ejercer de sargento. Su manera de pelear era sucia y bebía demasiado pero pagaba sus deudas y la tropa lo respetaba y si alguno tenía dudas al respecto, se las guardaba para sí.
—¿Están todos?
—Uno se ha puesto enfermo. He buscado un sustituto.
Temujin señaló a un hombre con cara de rata vestido con un blusón de los Castellani. Encima llevaba una chaqueta de cuero tan sucia que le hubiera permitido pasar por invisible en una noche sin luna. El arco mongol que llevaba sobre el hombro disparaba unas flechas que el capitán no había visto en años. Tras echar otra ojeada se fijó en la forma de los ojos del hombre.
—No pude encontrar a nadie más.
—No es necesario.
Los mongoles tenían un fontego en la ciudad. Una representación comercial que se regía por sus propias leyes. Y, al igual que todas las demás razas, iban dejando bastardos.
Roderigo tomó otro pescado seco y lo masticó hasta ablandarlo lo suficiente para poder tragar. Hubiera querido algo de vino para quitar el mal sabor, pero una vez que lo pidiera la tentación de seguir bebiendo sería imposible de vencer.
Atilo il Mauros debería de tener por lo menos sesenta y cinco años. Su nombre no figuraba en el Libro de Oro: la relación de familias nobles con derecho a sentarse en el Consejo. Peor aún, ni siquiera era de la Serenissima. Hablaba italiano con acento andalusí.
—Buscadme algo de vino —ordenó Roderigo.
Temujin le echó una mirada de desaprobación, pero envió a un soldado a por una jarra nueva y un vaso decorado con imágenes semiborradas de santos que parecían fantasmales. Tras haber llenado el vaso, Roderigo devolvió la jarra.
—Tira el resto.
—Jefe…
—Está bien. Está bien. Reparte lo que queda. Pero si alguien se emborracha lo azotaré. Y si alguien muere por su culpa lo haré ahorcar. Asegúrate de que se enteren todos.
A pesar de la advertencia los hombres llenaron sus tazas.
—¿Están listos los botes?
Por supuesto que estaban listos. Los botes siempre estaban listos. Sin embargo, Temujin lo confirmó con una breve inclinación de cabeza antes de preguntar si el capitán quería algo más.
¿La cabeza de Atilo en una lanza?
El capitán de la Dogana subió a la oficina del piso superior. Una robusta mujer estaba acuclillada ante la chimenea encendiendo el fuego. Roderigo siempre había sospechado que esa mujer también podía encenderse sin mucha dificultad. Era María, la mujer de Temujin y la criada oficiosa de la aduana.
Conservaba casi todos sus dientes, tenía las caderas anchas y pechos grandes que se balanceaban cuando se movía para avivar el fuego. La mujer se volvió permaneciendo en cuclillas y Roderigo pudo divisar la oscuridad entre sus muslos.
—¿Hay algo que yo pueda hacer, mi señor…?
—No —dijo Roderigo.
Deseaba a Desdaio. ¿Y quién no?
En un rincón había un torno con dos muelas de afilar.
La primera era basta, pero la segunda era tan fina como nunca había visto otra igual. La masa de las dos muelas hacía difícil poner en marcha el torno, pero una vez lanzadas seguían girando durante más tiempo que los de una única muela. Roderigo se puso a afilar su espada con descuidada maestría. Su objetivo era conseguir que la hoja y la punta atravesasen las armaduras de cuero, que era lo que empleaban la mayoría de los marineros A medianoche Temujin llamó a la puerta.
—Estamos listos para cuando usted quiera, jefe.
El sargento ya había revisado el armamento de sus hombres, pero el capitán Roderigo lo volvió a inspeccionar de todos modos. A Temujin le habría decepcionado si no lo hubiera hecho. Después del aire viciado del interior de la fortaleza la noche parecía más fría de lo que era en realidad. El viento arrastraba una fina llovizna. Con suerte se convertiría en aguanieve y, si el viento soplase en las caras de los mamelucos, ocultaría a los hombres de Roderigo permitiéndoles acercarse con mayor facilidad.
Con la mirada fija en la noche, Roderigo sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas de rabia y se maldijo por ser tan estúpido. Afortunadamente nadie podía observarle en la oscuridad. Había visto crecer a Desdaio, había visto cómo la niña mimada se iba convirtiendo en una jovencita que añoraba la libertad de que disfrutaban todavía sus primas pequeñas.
Claro que la fortuna de la chica le hubiera venido muy bien. La casa de Roderigo era una ruina y el sueldo de capitán de la Dogana no llegaba a cubrir todos sus gastos. Pero aun así no había mentido cuando dijo a Desdaio que la amaba. Y ahora ella se había metido en la casa de otro hombre…
En la cama de otro hombre.
—Jefe…
—¿Qué?
Los dos botes se habían acercado entre el oleaje y ahora el sargento Temujin los mantenía unidos agarrando las dos bordas. La respuesta airada dejó a todo el mundo paralizado. Ese era el momento en que Roderigo solía dirigirles algunas palabras. Elegir a los que abordarían el barco en primer lugar. Decirles lo que esperaban encontrar.
—¿Alguna orden especial, jefe?
Entre Temujin y Roderigo habían registrado cientos de barcos. Desde galeras moriscas y mercantes de Bizancio hasta barcos eslavos e incluso un falucho que consiguió navegar desde la desembocadura del Nilo. ¿Por qué iba a ser diferente esta vez? Roderigo sentía que debía al sargento alguna explicación.
—Una conocida mía se va a casar.
—¿Eso es todo? —Temujin parecía indignado.
—Hay oro rojo —continuó Roderigo como si no hubiera pronunciado las últimas palabras—. Además de plata de los mamelucos. Está en el manifiesto. Tres pieles de leopardo, piedra del cielo para endurecer el acero y un cofre con rubíes. Todo declarado. Es lo que están ocultando lo que me preocupa. Es decir, cuando un mameluco ni siquiera intenta regatear…
—Jefe, ¿puedo decir algo?
—¿No va a gustarme?
—Seguro que no. Quienquiera que sea. Olvídela. No deja de ser solo un chochito, bonito o no. Uno no puede afrontar una posible batalla con ese abatimiento. Es la forma más segura de morir.
Detestaba que Temujin tuviera razón.
Los botes se separaron y uno de ellos se dirigió contra el viento hacia el costado opuesto del Quaja —así era como se llamaba el buque mameluco. Mientras, el sargento Temujin seguía contando a un ritmo tan regular como los pasos de la Ronda nocturna en la Piazza San Marco a medianoche.
—Cincuenta —dijo.
Roderigo sacó una ancha faja de su bolsillo y la colocó sobre su hombro ajustando el nudo en la cadera. Un oficial veneciano debía llevar la faja de la ciudad cuando subía a bordo de un buque extranjero. Cualquier ofensa al oficial supondría una ofensa a la ciudad. Y una ofensa a la ciudad era una ofensa al duque.
Esto simplificaba las cosas.
—Cien —dijo Temujin.
—Llévanos adentro.
Unos golpes de remo les aproximaron al costado del Quaja. El barco era tan grande que parecía que el oleaje los iba a aplastar contra su casco. El cabo del ancla zumbaba tenso por encima de ellos. Por allí es por donde tenían que subir.
—Yo iré primero.
—Jefe…
—Ya me has oído.
Incluso Temujin, que había jurado proteger a Roderigo, sabía que no se cuestionaba una orden en combate. Cuando el capitán llegó a la cubierta, se encontró con uno de sus hombres procedente del segundo bote inclinado sobre un mameluco muerto.
—Bien hecho —aprobó Roderigo.
A un gesto suyo los demás subieron a bordo.
—Bien —dijo Temujin en voz baja—. Tú y tú hacia aquella bodega, tú hacia la escotilla… Y tú, ¿por qué no está cargada tu ballesta? —Esto último se refería a una ballesta destensada.
—Dame un…
En el instante anterior el sargento estaba cabreado, al siguiente, al escuchar el silbido de la flecha que venía desde las alturas, el dolor había sustituido a la ira. Temujin contemplaba el astil que tenía clavado en su pecho.
—En los aparejos —gritó Roderigo.
Temujin cayó de rodillas, con la sangre brotando entre sus dedos. El novato se puso en pie, levantó su arco y titubeó un instante.
—¿Vivo o muerto?
—Mátalo.
El hombre disparó una flecha que pasó entre las tablas del puesto de vigía, atravesó el pie del arquero mameluco y se le clavó en la ingle. Con un golpe sordo el cuerpo cayó sobre la cubierta. El mameluco tenía que haber disparado en el momento en que estaban subiendo a bordo o haber permanecido quieto para conservar el elemento de sorpresa.
—Habría sido mejor dejarlo vivo —las palabras de Temujin salían acompañadas de borbotones de sangre—. Así, cualquier bastardo que dejáramos con vida lo habría matado por inútil. Pero buen trabajo, de todos modos. Si no, estaríamos jodidos.
—Ayudad a Temujin a levantarse.
Dos de los soldados obedecieron la orden. La flecha medía caso un metro y la punta asomaba de la parte inferior de la espalda de Temujin. Con un suspiro de alivio Roderigo comprobó que la punta no estaba envenenada y quebró la parte final con las plumas sin decir lo que pensaba hacer.
—Véndale para inmovilizar la flecha —dijo a uno de los soldados.
—Mi señor…
—Ya lo he visto —una puerta se estaba abriendo. Media docena de ballestas apuntaron en su dirección—. Esperad a mi orden —dijo Roderigo.
La puerta se abrió un poco más y, de repente, comenzó a cerrarse de nuevo, luego se detuvo. El hombre que se ocultaba detrás debía de saber que la puerta ofrecía una protección mínima. Las puntas de acero la atravesarían con facilidad.
—En el nombre de Marco IV —gritó Roderigo—, le ordeno que salga. Buscamos a un soplador de vidrio fugado. Y tenemos razones para sospechar que puede encontrarse a bordo. Cualquier intento de obstaculizar nuestra labor será considerado un acto de guerra.
La puerta se cerró de un portazo.
—Dios —murmuró uno de los hombres—. Lo hemos encontrado.
Eso parecía. Roderigo confiaba en que fuera cierto. Aunque la muerte del soplador de vidrio iba a ser horrible y a sus hijos y nietos —al menos a los que aún seguían con vida— les esperaba la misma suerte. Tras la puerta se escuchaban palabras de un idioma extraño. Sonaban guturales y apasionadas, el hombre que hablaba parecía demasiado joven para ser capitán de un barco, sobre todo de uno tan grande como el Quaja. Al no recibir contestación, el mameluco repitió la frase, al parecer de Roderigo, palabra por palabra. El problema era que Roderigo no tenía ni idea de si se trataba de una pregunta, una declaración o si se estaba jactando de que la tripulación del Quaja lucharía hasta la muerte.
—¿Alguien entiende lo que dice?
El nuevo asintió con la cabeza.
—¿Cómo te llamas?
—Bato —sonaba como un apodo.
—Dile que estoy buscando a un soplador de vidrio. Pensamos que podría haber subido de contrabando a bordo de este barco.
—No está aquí —dijo finalmente Bato.
—¿Qué idioma es este?
—Es turco. Turco bueno. Educado. Muy apropiado.
—Dile que soy el jefe de la Dogana y que voy a registrar el barco. Si lo que dice es cierto, puede esperar a que se acabe su cuarentena o zarpar mañana con la marea. Consideraremos a sus muertos y las heridas de mi sargento como consecuencias de un malentendido.
La respuesta sonaba ahora más tranquila.
No había ningún soplador de vidrio a bordo de la nave. El manifiesto de carga entregado a la Dogana era exacto. De todos modos permitirían que los venecianos buscasen donde quisiesen ya que no tenían nada que ocultar.
—Dile que, si por mí fuera, aceptaría su palabra y me marcharía ahora.
Por supuesto que era mentira, pero una palabra educada ayudaría a terminar con el asunto y llevar cuanto antes a Temujin al doctor Cuervo. Finalmente la puerta se abrió y apareció un mameluco de finos rasgos que entornó los ojos deslumbrado por los rayos de la luna. Llevaba una cara túnica bordada con hilo de plata y un turbante rojo alrededor de la cabeza.
Parecía apenas mayor que un niño.
Al identificar a Roderigo por su banda, el mameluco se llevó la mano al corazón, la boca y la frente en señal de saludo formal y señaló el interior al capitán de la Dogana.
El diseño de la nave era igual que el de docenas de otras que había registrado anteriormente. En la popa el camarote del capitán y, bajo cubierta, los de la tripulación. La mitad de esa zona estaba ocupada por la carga. A continuación un espacio donde el casco se curvaba hacia la quilla y al que solo se podía llegar arrastrándose. Debajo las malolientes sentinas llenas de piedras como lastre.
Roderigo comprobó la carga. Mientras lo hacía no podía dejar de pensar en la traición de Desdaio, que pesaba como una losa en su corazón. Dos de sus soldados estaban ayudando al sargento Temujin a subir a la cubierta superior cuando Roderigo se detuvo de repente. Al escuchar el gruñido de su orden, sus hombres hicieron lo mismo y un destello de pánico ciego atravesó la cara del mameluco.
El habitáculo que se hallaba debajo de la bodega medía veintiún pasos de largo. La cubierta de carga diecinueve. Si fuera al revés Roderigo podría haber considerado que la diferencia se debía a la curvatura de la proa. Pero ¿cómo era posible que fuera así?
—Dile que vamos a romper por aquí.
Roderigo señaló el mamparo de popa. La noticia fue recibida con un torrente de apasionadas frases en turco. El mameluco se colocó ante el mamparo.
—Dice que su barco se hundirá y moriremos todos. Será por su culpa y que su país declarará la guerra a Venecia. Un millar de barcos vendrán navegando por el Adriático saqueando toda colonia veneciana que encuentren a su paso.
—Dile que es un riesgo que estoy dispuesto a asumir.
Tardaron cinco minutos en encontrar un hacha suficientemente grande. Mientras tanto, la tripulación del buque mameluco se iba congregando en silencio a su alrededor, parecían fantasmas y observaban con inquietud lo que estaba sucediendo. Solo las ballestas cargadas de los hombres de Roderigo les disuadían de atacar.
—Ahora —ordenó Roderigo.
Bato golpeó con el hacha.
—Y otra vez.
Un segundo golpe amplió la brecha.
—De momento no hay agua —gruñó Temujin.
Los tablones eran demasiado delgados para pertenecer al casco exterior del Quaja y su madera demasiado fresca. En los astilleros de Venecia se dejaba que los árboles talados se secaran durante dos años antes de cortarlos en tablones que, a su vez, se volvían a secar.
—Échalo abajo.
Bato afirmó los pies y asestó un tremendo golpe que hubiera bastado para decapitar a un caballo. Su siguiente golpe descubrió un oscuro agujero. Un hedor a excrementos y orines rancios se filtraba a través del hueco. Sin esperar más órdenes, Bato agarró uno de los tablones y tiró de él. La madera se partió y el tablón se despegó de la crujía a la que estaba clavado.
Otro tablón le siguió, produciendo el mismo ruido.
—Luz —ordenó Roderigo.
Y, pasando por encima del destrozo causado por Bato, entró en el fétido compartimiento oculto tras la falsa pared. Un momento después, le siguieron los mamelucos.
Roderigo tenía treinta años. Había participado en su primera batalla a los catorce y, un año antes, se había estrenado con una mujer. Había vivido en ciudades saqueadas y había visto a un espía florentino descuartizado por caballos salvajes. Esperaba encontrar al soplador de vidrio desaparecido. Pero encontró…
El capitán se santiguó.
Un muchacho desnudo estaba suspendido de las cadenas, tenía las muñecas descarnadas por los intentos de liberarse de los grilletes. En vida el chico debió de tener unos diecisiete años. Diecinueve como máximo. Largo pelo de color gris plateado ocultaba la mitad de un rostro tan hermoso que parecía haber pertenecido a un ángel. El cadáver brillaba como mármol mojado. En su transparencia parecía estar hecho de alabastro.
Debajo del prisionero el suelo estaba cubierto de tierra negra.
Tambaleándose, el sargento Temujin se adelantó a su comandante y levantó la cabeza del muchacho hacia la luz.
Los ojos de color ámbar se abrieron de golpe.
El capitán extranjero gritó una advertencia; el sargento sacó su daga, se revolvió y cortó de un tajo la garganta del mameluco, empapándose en su sangre.
—Temujin…
—Matadlos a todos —gritó el sargento.
En el exterior, su tropa obedeció sin rechistar. Se dispararon las ballestas, volaron las flechas y las dagas encontraron corazones. Quince segundos de masacre infernal terminaron en hedor de sangre y cadáveres de mamelucos, mientras Bato, arco en mano, perseguía a los que todavía seguían con vida.
—Quemad este barco.
Roderigo se quedó mirando a su sargento.
—Jefe… Robe lo que haga falta para mantener contentos al regente y la duquesa y queme lo demás. Incluido él. Porque yo sé lo que es esto y no puede ser controlado. El Khan tuvo uno en la época de mi abuelo. Y esto acabó matándolo.
—Sargento.
Temujin se quedó callado.
Sus ojos brillaban febrilmente y la venda apretada alrededor de las costillas se había vuelto oscura por la sangre. Solo la fuerza de voluntad y la necesidad de convencer a Roderigo lo mantenía consciente.
—¿Me quieres decir por qué mataste a ese hombre?
Probablemente eso le dolió a Temujin más que el caer de rodillas, pero lo hizo de todos modos. Arrancando los botones del cuello del mameluco muerto, reveló la elevación de unos senos y dijo:
—Tiene que ser alguien, jefe. Para mandar este barco y llevar esto.
Se refería al prisionero.
—No podemos permitir que nadie la encuentre. Y, créame, usted no querrá que nadie encuentre a esto. Mátelo, prenda fuego a la maldita nave y vámonos de aquí.
—Ojalá fuera así de simple.
—Lo es.
Roderigo negó con la cabeza.
Ya en medio de la laguna, mientras los soldados de la Dogana se apresuraban a llevar a su sargento gravemente herido al doctor Cuervo, el chico se escapó. Simplemente se puso en pie y cayó de espaldas al agua con un chapoteo.
—Matadlo —gritó Roderigo.
Ni un solo hombre tenía la ballesta montada.
Mientras Bato colocaba la flecha en su arco, el blanco era arrastrado por las corrientes cruzadas que hacían impredecible la laguna de Venecia. Si el barco mameluco en llamas hubiera estado lo suficientemente cerca como para iluminar la escena, Bato habría tenido más posibilidades de acertar. Disparó de todos modos.