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ituado en Dorsoduro, entre el Gran Canal hacia el norte y la amplia extensión del Canal de la Giudecca hacia el sur, el palacio de Atilo ocupaba la mitad de lo que, en su día, fue una pequeña marisma recuperada de la laguna. El poco profundo canal que la separaba de la marisma colindante había sido dragado para convertirlo en un canal navegable. Las orillas fueron reforzadas con pilotes de madera de roble, revestidos de piedra y convertidas en fondamente —esos muelles interiores que discurren a lo largo de muchos canales. Aunque la casa era de ladrillo, por fuera estaba revestida de piedra. Las elegantes galerías abiertas daban a un cortile —el patio privado tan querido por las familias patricias— dominado por una fuente de mármol rojo en su centro. Ornamentos de piedra labrada de los balcones ocultaban las ventanas exteriores de la vista de los curiosos.

A lo largo del cortile una columnata de mármol sostenía arcos decorados con flores, plantas y caras de animales talladas en piedra. Otra fila de columnas, más estrecha, servía de apoyo a las ventanas en forma de trébol de la planta superior. En conjunto el efecto era el de un elegante encaje de piedra.

El palacio tenía dos porte d’acqua. Una profusamente decorada que daba al Gran Canal y otra, más pequeña pero que se utilizaba más a menudo, que se abría al Rio della Fornace. La puerta que daba a tierra firme distaba unos minutos a pie de la Dogana. Claro que la ciudad entera estaba a un paseo de distancia.

Dado que su propietario no se dedicaba al comercio, cosa bastante rara en Venecia, el palacio tenía pocos criados y su cortile con columnata estaba vacío.

Atilo recibía las visitas en la planta noble, en una gran sala con paredes revestidas de madera y suelo de azulejos blancos y negros, además de una enorme chimenea y grandes ventanales que se elevaban desde el suelo hasta el alto techo. El mobiliario era escaso, pero había espejos de Murano en las paredes. Y un retrato del pincel de Gentile da Fabriano, representado a Atilo como un joven almirante rodeado de vírgenes de caras redondas y santos martirizados, otorgaba nobleza al lugar.

Una enorme alfombra persa cubría la mayor parte del suelo de baldosas.

Justo encima de la planta noble estaban las habitaciones separadas en las que dormían Atilo y Desdaio. Una cámara acorazada y dormitorios para los huéspedes ocupaban el resto. En uno de ellos se almacenaban las pertenencias de Desdaio a la espera de ser desembaladas.

En la planta siguiente se ubicaba la cocina, con una abertura de ventilación que daba al cielo abierto. Además estaban las habitaciones del servicio, las despensas adicionales y el ático que solo era utilizado por palomas, ratones y ratas. Desdaio se sorprendió mucho cuando, en las semanas anteriores a la llegada de Tycho al palacio, Atilo contrató obreros para excavar una bodega. Nadie tenía una bodega. Era absurdo en una ciudad como Venecia.

Pero a finales de la primavera llegaron los obreros y cavaron en el lugar que Atilo les había ordenado. Con ellos venía un joven y apasionado siciliano de pelo grasiento que, chasqueando la lengua y hablando consigo mismo, esbozó unos planos que garabateó y tachó una y otra vez. Y, aunque los hombres se burlaban de su forma de moverse y de su acento a sus espaldas, y a veces también a la cara, excavaron donde él les dijo que lo hicieran y a la profundidad que les había exigido y construyeron una bodega de doble pared sin ventanas. Debajo del suelo y en la cavidad entre la primera pared de ladrillo y la segunda se extendió una capa de arcilla bien amasada para impedir que la bodega se inundara.

En las tabernas cercanas —El Grifo, El León Alado y Los Muslos de la Ramera, que es como los obreros llamaban a Afrodita— se bebía, se organizaban peleas y se contaban historias sobre la extraña habitación que Atilo il Mauros estaba construyendo. Finalmente se decidió que era para guardar la fortuna de lady Desdaio, ya que Atilo nunca se había molestado en hacer una habitación para su propio patrimonio. Si los obreros se hubieran fijado más, se habrían dado cuenta de que la arcilla que habían amasado con sus pies descalzos contenía un fino polvo de plata. En cantidad suficiente como para pagarles a todos sus salarios varias veces. La puerta que daba acceso a la bodega y que se hallaba al término de un corto tramo de escaleras que bajaba desde el cortile, se instaló después de que fueran despedidos todos los trabajadores. Los tiradores, bisagras y cerraduras también eran de plata.

—¿Por qué vas a tenerlo en un sótano? —preguntó Desdaio.

—Por su propio bien.

—¿En la oscuridad? ¿Encerrado?

Atilo suspiró preguntándose qué razones debía emplear para convencerla. Podía decirle que su nuevo esclavo era tan peligroso que, por el bien de ella, era mejor encerrarlo. Pero entonces querría saber por qué lo había traído a casa.

—Es solo temporal. Hasta que consiga superar su miedo a la luz del día.

Desdaio pareció dudar.

—¿Lo estás castigando por algo?

—Le estoy ayudando —aseguró Atilo. Y, en cierta manera, lo estaba haciendo. O Tycho se sometía al entrenamiento o tendría que morir. La duquesa Alexa lo había dejado claro. Atilo necesitaba al muchacho no solo como alumno, sino como su heredero. Y ahora tenía que prepararlo para que pudiera desempeñar ambas tareas.

Disponía de un año.

Atilo sospechaba que el plazo impuesto era arbitrario. Una manera de recordarle que, aunque compartieran la cama, su vida estaba en manos de Alexa. Con ella era casi imposible saber a qué atenerse.

—¿Qué estás pensando? —preguntó de repente Desdaio.

—Nada —aseguró Atilo, deseando haber estado pensando en otra cosa. Seguramente Desdaio ya había escuchado los rumores. En la ciudad no se hablaba de otra cosa.

Había surgido cierto distanciamiento entre ellos, que aumentaba cada vez que Atilo rehuía una conversación. Podía ver la infelicidad en los ojos de Desdaio. Por eso siempre había evitado volver a casarse y se acostaba solo con mujeres de las que no podía enamorarse. Ahora tenía una amante que invadía sus sueños y una futura esposa que ocupaba sus pensamientos de día.

—Mi padre solía encerrarme en la oscuridad.

Atilo la miró sorprendido. Siempre la había considerado una niña mimada. Rodeada de sirvientes, juguetes y niñeras.

—Mi padre no es como lo ve la gente —dijo Desdaio—. Es vanidoso y ambicioso, además de cobarde…

Una mezcla peligrosa. Sus palabras hicieron que Atilo contemplara desde otra perspectiva a la joven con la que quería casarse. Era tan lúcida, tan atenta y amable como siempre. Pero no podía evitar la sensación de que su inteligencia era más aguda de lo que pudo parecerle al principio.

—Vivimos tiempos peligrosos.

Se encontraban en la planta noble, mirando por la ventana que daba al cortile al artesano que había terminado de colocar la puerta del sótano y ahora recogía sus herramientas. Desdaio asintió con la cabeza para indicarle que estaba escuchando.

—A veces es necesario hacer alianzas difíciles.

Desdaio se quedó muy quieta y le lanzó una mirada por el rabillo del ojo. Su mano se movió y, como por accidente, rozó un dedo de Atilo, quedándose allí. Nada indicaba que fuera consciente de su gesto.

—¿Alianzas que no habrías hecho en otras circunstancias?

—Sí —dijo Atilo.

—Lo entiendo —dijo la muchacha—. Al menos eso creo.

Atilo sacó del bolsillo un estuche de madera y lo abrió. Observó como Desdaio sacaba del estuche un elaborado collar y lo levantaba, dejando que la última luz del día jugara con las filigranas de plata entrelazadas con hilo de oro. En la parte inferior había un gran colgante en forma de pera decorado con rubíes, perlas y piedras de jade de color marfil.

—¿Plata? —Desdaio parecía sorprendida.

—Yo tengo uno igual —Atilo descubrió su cuello para mostrar su nuevo collar de plata que reemplazaba al de oro que solía llevar habitualmente.

—Sé que aquí la plata se considera digna solo de los cittadini, pero en mi país se cree que trae suerte. Y te sienta mejor que el oro. La plata resalta tus ojos y tu cabello.

Desdaio sonrió.

—Voy a guardar mis alhajas de oro entonces.

—No —dijo Atilo—. Sigue poniéndotelas. Pero lleva esto también.

Cuando levantó la mirada, vio que los ojos de Desdaio brillaban y la barbilla temblaba intentando mantener a raya las lágrimas y emociones contenidas. Cogió su mano y la besó. Desdaio se marchó no pudiendo controlar ya el llanto. El crujir de las sedas y el ruido de una puerta al cerrarse indicaban que había regresado a su habitación.

No dijo nada más.

Sin duda, ella era más inteligente de lo que la gente suponía. Había comprendido inmediatamente su comentario sobre las alianzas y asumió que eran necesarias. Otra cosa era si él también lo creía así.