45
l caballo esculpido encima de la puerta del Caballo de Oro, una estrecha taberna entre las estrechas casas de una calle al sur de la desembocadura norte del Gran Canal, se parecía más a un burro. En tiempos había estado cubierto de pan de oro barato, pero ahora el oro se había pelado casi por completo. Y las zonas que todavía no se habían pelado eran de color de grasa rancia. Por eso a Tycho no le sorprendió que el borracho que estaba orinando en la puerta lo llamara «la Mula Muerta». Aquel hombre apestaba, igual que la taberna y la calle en la que estaba orinando. Todo lo que rodea los talleres de curtido de pieles siempre apesta.
Los vaciadores de pozos negros y aprendices de curtidores se tenían que bañar todos los días. Probablemente eran las únicas personas en la ciudad que lo hacían. Excepto los muy ricos, para quienes el baño era una manifestación de su riqueza. La diferencia era que los ricos se bañaban en el interior de sus casas, sentados sobre enormes esponjas, en unas bañeras rodeadas de cortinajes para conservar el calor. Mientras que los vaciadores de pozos negros y aprendices de curtidores se bañaban en los canales cuya agua se congelaba en invierno y se volvía rancia en verano. Tan rancia que su única virtud era que apestaba un poco menos que los que se bañaban en ella.
El hombre que orinaba a la puerta de la Mula Muerta trabajaba en un barco que transportaba excrementos. A juzgar por el olor, había decidido tomar una o tres copas de vino antes de enfrentarse a las aguas del canal.
—¿Qué estás mirando?
Ignorando al hombre, Tycho entró en la taberna. Llevaba levantado el cuello de su negro abrigo de cuero. Jubón negro, bragueta de armar negra, pantalones negros, botas negras. Quizás por eso los clientes se fijaron en él mientras se abría paso hacia el interior de la taberna. Le miraron muchos, pero muchos más desviaron la mirada. Una reacción natural cuando alguien pasa a tu lado.
Pero unos pocos le siguieron mirando fijamente.
Tycho podía devolverles la mirada o desviarla hacia un lado. Lo primero supondría que los estaba retando, lo segundo que se rendía. Así que optó por evitar las miradas, pero al escuchar un gruñido burlón levantó la vista y se enfrentó a la mirada del burlador. El hombre vaciló. De un empujón con el hombro Tycho le apartó de su camino y se dirigió a una mesa del fondo. Un soldado retirado, tuerto de un ojo, estaba sentado ante un gran vaso de vino.
—¿Está libre este taburete?
El hombre escupió en el serrín que cubría el suelo.
—¿Y tú qué crees?
Tycho se sentó y dedicó una sonrisa al ceñudo rostro del hombre. El soldado se volvió a concentrar en su vaso de vino. La mujer que se acercó a tomar nota era una schiavoni, grande y peluda. Si hubiera sido veneciana su cabello recogido habría significado que estaba casada. Pero con las schiavoni nunca se sabía.
Bueno, si fuera schiavoni lo sabría, obviamente.
—¿Y bien? —apremió la mujer.
—Barolo… Una jarra.
La mujer frunció el ceño.
—Tinto, blanco, cerveza fuerte, cerveza ligera. Si quieres cualquier otra cosa, vete a otro sitio.
—Barolo.
El soldado se echó a reír.
—Tu tinto es una mierda —dijo—. El blanco es aún peor. En cuanto a la cerveza, deberíamos cobrar por beberla. Dile a Marco que le dé una jarra del bueno.
Cuando la mujer regresó, plantó la jarra de Tycho en la mesa con tal fuerza que el golpe hizo que sus pechos rebotasen y el vino se derramase sobre la mesa. Tycho mojó un dedo en el charco y se lo llevó a la boca. Cuando levantó la vista, la mujer se había puesto colorada. Le dio una moneda de tornsello y medio y observó cómo se alejaba contoneándose. Al llegar al mostrador, se volvió y se contoneó un poco más.
—Es una pena que nunca llegarás a explorar lo que hay en esa blusa…
El soldado empujó un papel doblado por la mesa rodeando el vino derramado y dijo:
—¿Sabes leer?
—Un poco.
—Ya es más de lo que sé yo.
A lo largo de la Fondamenta delle Tette se alineaban mujeres exhibiendo los pezones decorados de sus tetas desnudas que daban nombre a ese canal prostíbulo. Ciento cincuenta pares de pechos helados mostraban un sinfín de formas que iban de los apenas inexistentes a los enormes que oscilaban como péndulos. Esa parte de la ciudad pertenecía al patriarca. La Iglesia había decidido que proporcionando muchas putas baratas y accesibles reducirían la sodomía, al menos entre los hombres.
—No eres nada divertido…
Se lo decía una chica medio desnuda desde la puerta de una taberna llena de marineros y soldados de permiso. Tycho se encogió de hombros y no se molestó en contradecirla.
—Soy barata —dijo la chica—. Y buena.
Tycho podía entender que estuviera orgullosa de lo segundo. Pero resultaba sorprendente que también se enorgulleciera de lo primero. Salvo que la hubiera entendido mal.
—Estoy aquí por negocios.
La chica le dio la espalda y echó los brazos al cuello de un contramaestre schiavoni que pasaba por allí, el contramaestre asintió con la cabeza cuando la muchacha le susurró el precio y metió la mano bajo su falda, incapaz de esperar a llegar a los reservados para empezar a jugar con su nueva adquisición.
A pesar de que Tycho bebía lo mínimo imprescindible en cada una de sus forzosas paradas intermedias, cuando por fin llegó al Alejandrino, su quinto destino, la cabeza le daba vueltas y sus pensamientos eran confusos. Una construcción de una sola planta que se apoyaba en la pared del palacio colindante. Tycho se encontraba ahora aguas arriba del mercado del pescado, al otro lado del Canalasso. Había caminado por un estrecho callejón y, de repente, se encontró ante un palacio en reconstrucción. En la oscuridad se divisaban unos andamios de bambú.
La cuerda que ataba entre sí los troncos de bambú se había hinchado y ennegrecido por la lluvia. Un perro guardián de apariencia feroz se volvió para observar a Tycho aproximarse. De repente el animal erizó la cerviz y se lanzó al ataque. Era la primera vez desde su llegada a Venecia que le atacaba un perro. Afortunadamente la cadena a la que estaba atada la fiera la detuvo en seco arrojándola al suelo. El animal se levantó y, mostrando los colmillos, intentó un nuevo ataque.
—Tranquilo —dijo Tycho.
Pero solo consiguió que la bestia lanzara un frenesí de dentelladas al aire, despidiendo espumarajos por la boca y con los ojos a punto de salirse de sus órbitas. Los perros me ignoran, pensó Tycho. No es que les gustase o disgustase, simplemente se comportaban como si no existiera, al menos hasta ahora. Confiaba que esto no fuera un mal augurio.
Obviamente el dueño del club contaba con el permiso del propietario del palacio para continuar con su negocio porque nada en el local tenía aspecto de provisionalidad. El Alejandrino era tan diferente de la Mula Muerta como pueden serlo dos establecimientos de bebidas. Distaban mucho más que los mil pasos que los separaban. El bajorrelieve sobre la puerta representaba a un guerrero dorado, vestido con una túnica de combate y sosteniendo una espada. «Iskander» decía la inscripción en la base. «Conquistador del Mundo Conocido».
La sala era larga y estrecha. El techo estaba pintado y el suelo, pavimentado con piedra de Istria, se mantenía casi limpio. Una gran alfombra cubría una de las paredes; sus colores rojos y marrones hacían juego con las alfombras más pequeñas que adornaban las demás paredes. Las sillas hacían juego con las mesas de mármol. Todo ello iluminado por numerosas velas que llenaban los candelabros.
El aire apestaba tanto a cera, incienso, vino bueno y perfume que Tycho creyó que, por error, se había metido en otro prostíbulo. Atilo decía que en Venecia había burdeles para todos los gustos. Con mujeres jóvenes y con mujeres mayores. Putas que te hacían daño. Putas a las que les gustaba que las hicieran daño. Putas que no les gustaba que las hicieran daño, pero que, por un extra, se dejaban hacer daño de todos modos. En los mejores también se podía comer, por poco dinero por lo general. Comida, bebida, mesas de juego y reservados para conversaciones que había que mantener alejadas de oídos indiscretos. Según Atilo, en los burdeles no solo se follaba.
Una docena de máscaras se volvieron hacia Tycho. Ninguna apartó la mirada. Tycho podía sentir su hambre. Lánguidamente empujando la silla hacia atrás, una figura de máscara blanca, vestido con seda roja y un chal dorado se levantó para pasar un brazo sobre los hombros de Tycho.
—¿Es la primera vez?
Antes de que Tycho pudiera responder, una muñeca patizamba se puso en pie y corrió hacia él.
—Está con nosotras.
—Yo lo vi primero.
—Allophone, será mejor que… —la primera figura enmascarada retiró el brazo del cuello de Tycho y se alejó a toda prisa, murmurando disculpas y protestas porque no se había dado cuenta con quién estaba tratando.
—Es un idiota —dijo el doctor Cuervo, quitándose la máscara dorada y alisando la parte delantera de su traje de color púrpura—. Pero un idiota agraciado. Que se meterá en problemas. Probablemente problemas serios, si tenemos suerte.
Tycho lo miró boquiabierto.
—Bienvenido al Alejandrino —dijo el doctor Cuervo—. Hay alguien que quiere conocerte —y señaló una puerta en la parte posterior.
—Has crecido —dijo la duquesa Alexa, mirando pensativa a Tycho—. Cómo has crecido, esa es otra cuestión. En altura, sin duda. Atilo me ha dicho que estás listo para la prueba…
—Sí, señora.
La duquesa sonrió ante su tono inexpresivo.
—Todavía me odias, ¿verdad?
—La mataría.
—¿Y qué te lo impide?
Algo se lo impedía. La llamarada de furia que sintió al ver a la mujer que había utilizado a Rosalyn como cebo se había convertido en ceniza. Y que Rosalyn hubiera muerto aquella noche debería haber… Pero la llama menguó y se apagó, dejando solo tristeza en su lugar. Tycho entornó los ojos intentando recuperar algo de la ira que había sentido.
—La magia.
Alexa sonrió.
—Casi aciertas.
—Pero algún día la mataré.
—Cuando seas capaz de matarme ya no querrás hacerlo…
—No se confíe demasiado.
—No —prometió la duquesa—. Deberías saber que nunca me confío.
Ante ella tenía un plato lleno de pequeños pulpos. Estaban aliñados con aceite, gran cantidad de pimienta y unas briznas de hierbas secas.
—Prueba uno —dijo la duquesa.
Tycho negó con la cabeza.
—Insisto.
Tycho metió un púlpito en la boca, sintiendo que se retorcía levemente mientras lo masticaba.
—¿Te ha gustado?
Tycho asintió con la cabeza mientras se tragaba el bocado.
—Ahora otro.
Esta vez sintió un pequeño calambrazo y vio la sonrisa de la duquesa ante la sorpresa en sus ojos.
—Termina el plato.
Para cuando se metió el último púlpito retorciéndose en su boca el calambrazo era evidente. Sentía como un pequeño relámpago en el momento en que la criatura moría. Rebañando el plato con un trozo de pan, Tycho se sorprendió al descubrir que estaba un poco más feliz.
—¿Sabes por qué estás aquí?
—Para ser sometido a la prueba.
—En los viejos tiempos mi marido le hubiera dado a tu maestro el nombre de alguien a quien quería ver muerto. Algún príncipe extranjero. O un sacerdote problemático. Y tu trabajo hubiera consistido en hacer que su deseo se cumpliera. Define la negabilidad.
—Yo sé que lo hizo. Usted sabe que lo hizo. Pero no puedo probarlo.
La duquesa se rio.
—Es la base del asesinato perfecto. Nadie puede probar nada. Un asesinato manipulado es cuando haces recaer la culpa sobre otro. Un no asesinato es cuando lo haces parecer un suicidio. Un posible asesinato parece casi un accidente. Ahí está la sutileza. La duda entra en los corazones de nuestros enemigos como un estilete. Puedo ver en tu cara que Atilo te ha enseñado todo esto. Así que pasemos a otra pregunta. ¿Por qué permitimos que exista este burdel?
—Porque así tenemos contento al doctor Cuervo.
La duquesa aplaudió.
—Le hubieras encantado a Marco —dijo—. Tan joven y tan cínico. ¿Y qué más?
—Así usted puede chantajear a sus amigos.
—Qué astuto. Y si yo te ordenara matar al doctor Cuervo, ¿lo harías?
—Con mucho gusto, mi señora.
—Casi me entran ganas de decirte que lo hagas. Pero, lamentablemente, primero tienes que hacer esto.
La duquesa desplegó un rollo de papel revelando un dibujo a tinta. El dibujo representaba a un ser mitad hombre y mitad lobo, de orejas puntiagudas, pelo hirsuto, garras afiladas y largo hocico. Tycho sintió que se le formaba un nudo en la garganta.
—¿Lo reconoces? —preguntó Alexa.
—No, mi señora.
—¿Me mentirías?
—Por supuesto que no, mi señora —Tycho recorrió con la mirada la habitación. Detrás del sillón de la duquesa se veía un diván cubierto por una alfombra de seda. Otras alfombras cubrían las paredes. Una única ventanita estaba acristalada con pequeños círculos de vidrio enmarcados en plomo. Lo único extraño de la habitación era su olor. Una mezcla de humo y algo más penetrante. Tycho había detectado rastros de ese olor durante toda la noche.
—Hachís, el opio de los pobres —dijo la duquesa Alexa señalando con la cabeza un plato de bronce repujado que despedía humo—. Has arrugado la nariz.
—¿Puede leer mis pensamientos?
—No es fácil. De hecho, sorprendentemente difícil. Pero dime primero, ¿cómo has llegado hasta aquí…? —expectante la duquesa esperó la respuesta.
Tycho abrió la boca para contarle que salió de San Simeone Piccolo, caminó bordeando Rio Marin y Rio di San Polo, luego atajó entre las iglesias de San Silvestro y San Aponal hacia el puente de Rialto. Como hubiera descrito su recorrido cualquier veneciano. Solo que se dio cuenta, cuando ya se disponía a responder, que no era esto lo que le preguntaba.
—No lo sé.
Sus palabras sonaron amargas como la tinta.
—Ragnarok —dijo Alexa—. Puedo ver más de lo que piensas.
—Esas no son mis creencias —lo dijo sin pensar, pero era la verdad. Lord Eric y sus seguidores creían en las llamas y el fuego al final de los tiempos. La madre de Tycho no era vikinga, ni tampoco Skaelingar. Eso fue todo lo que le contó Brazo Seco.
Curiosamente la duquesa Alexa parecía complacida con su respuesta.
—Este es el príncipe Leopold zum Bas Friedland —hizo un gesto señalando el dibujo—. Su padre es el emperador germano y su madre era francesa. Y él es un krieghund. Como bastardo del emperador, como krieghund y como enviado de los germanos, Leopold está protegido. En todos los sentidos…
Ahora se suponía que Tycho preguntaría qué quería decir la duquesa.
Alexa suspiró al constatar que la pregunta no llegaba.
—Oficialmente, no podemos tocarlo. Haga lo que haga.
Ahora se suponía que Tycho no debía preguntar a qué se refería. Esto no era asunto suyo. Las órdenes de los Assassini se daban para ser obedecidas, sin dudar y sin pensar. Según Atilo, el pensamiento limitaba la capacidad de acción durante el trabajo y destruía cualquier posibilidad de descanso después.
—¿Qué ha hecho?
—No es asunto tuyo —la duquesa Alexa inclinó la cabeza—. Seguro que ya te lo habían explicado.
—Es casi la primera lección.
Alexa se rio, alcanzó su vaso de vino y bebió con cuidado de no manchar el velo de gasa.
—Asesinó a quince mujeres a lo largo de los últimos cinco meses. Bueno, lo hicieron sus hombres. Solo tres de las muertes tenían importancia. La tercera, la séptima y la última. Estaba todo muy bien tramado. Aparentaba que las víctimas eran escogidas al azar y así la muerte de sus objetivos parecía deberse a la casualidad. Y entonces, para rematar, casi acaba con los Assassini. Hace año y medio, en una sola noche, sus krieghund mataron a casi todos los hombres de Atilo. Han mermado la capacidad de ataque de Venecia y nos dejaron a merced de nuestros enemigos.
—¿Por qué no se actuó antes?
—Así que, además de guapo, tienes cerebro. En ese caso contesta tú mismo a la pregunta…
—¿No era el momento adecuado?
—Tu preparación no había terminado.
Tycho la miró boquiabierto. Cuando se percató de ello la cerró con elegancia e intentó ocultar la impresión que le habían causado esas palabras. Esta noche iba a ser más importante de lo que había pensado al principio.
—¿Cómo han podido matar a tantos Assassini?
La duquesa suspiró profundamente. Tan profundamente que sus pechos se elevaron bajo el vestido. Alexa se dio cuenta de que Tycho los estaba mirando…
—Concéntrate —espetó la duquesa y Tycho entendió lo que quería decirle.
Lady Giulietta había sido secuestrada en dos ocasiones. La última vez por los mamelucos. Algo en la forma en que lo dijo hizo dudar a Tycho. Pero la duquesa ya estaba hablando del príncipe Leopold. Fue él quien planeó el primer secuestro. Alexa y el regente ni siquiera se enteraron hasta que Atilo trajo de vuelta a Giulietta, angustiada y llorando, al palacio e informó de las pérdidas al…
—Al Consejo —dijo el príncipe Alonzo, cerrando de un portazo la puerta tras de sí—. Deberías haberme esperado.
—Lo hice…
—Y, sin embargo, aquí estáis los dos —su mirada recorrió la habitación, el diván cubierto por la alfombra y la solitaria copa de vino en la mesa antes de llegar a Tycho e ignorarlo por completo—. Supongo que debería estar agradecido porque hablar es todo lo que has hecho hasta ahora.
—¿Es para tanto? —preguntó la duquesa Alexa, deslizando discretamente el rollo de papel en el bolsillo. El regente y su cuñada se habían puesto en pie, uno frente al otro, levemente inclinados hacia adelante. La única diferencia era que Alonzo estaba borracho.
—Habíamos decidido hacerlo juntos.
—Te estaba esperando.
—Por supuesto que sí. Tú… —Alonzo miró a Tycho—. ¿Qué te ha contado hasta ahora?
—Nada, mi señor.
—Bien. Tu misión es matar a un príncipe germano. No significa nada. Solo es una prueba. Eso es todo lo que necesitas saber —Alonzo se inclinó hacia delante y se bebió el vaso de vino de Alexa, no se acordaba o no le importaba que no fuese suyo—. Debes matar al bastardo, a su hermana y a todo el que encuentres en la casa…
—Alonzo…
—¿Tienes algún problema con eso?
—No es lo que acordamos.
—Tampoco habíamos acordado que te encontraras con este mocoso a solas. ¿Acaso he protestado? Mata a Leopold y se acabó la historia. Que tu moro demuestre que todavía está al mando.
Alonzo rellenó el vaso de Alexa y se lo bebió de un trago. Luego levantó la vista y aparentó sorpresa porque Tycho todavía siguiera allí.
—Tú —dijo—. Ve y haz algo útil.
Tycho ya estaba en la puerta cuando lo detuvo la pregunta de la duquesa.
—¿Cuántos años tienes?
El príncipe Alonzo resopló.
—Diecisiete inviernos. Tal vez dieciocho.
Y tal vez más, si el hecho de que hubiera pasado un siglo desde el incendio de Bjornvin significase algo. Y luego estaban sus pesadillas de masacres, de luz y de hielo.
Ca’ Friedland estaba a diez minutos a pie desde el puente de Rialto, siguiendo hacia el norte por la margen derecha del Canalasso, en la esquina con Rio di San Felice. No era una zona residencial de moda, pero se notaba que se estaba remozando. El palacio del príncipe Leopold era una enorme mansión del viejo estilo situada al borde del agua y su fachada gris se había vuelto negra con los años. Solo se veía una ventana iluminada en el piso superior y había un gondolino de aspecto modesto amarrado ante las puertas que daban al canal. Tycho se imaginaba que el gondolino de un príncipe sería más grande.
Le hubiera gustado tener una casa como esta. De cinco plantas de altura y con un sinfín de ventanas en arco. Una casa con columnas, estatuas y, seguramente, alfombras y tapices.
—No, tú no —dijo una voz.
Pertenecía a un mendigo que estaba cagando acuclillado en el muelle. Sus ojillos de rata brillaban en la oscuridad. El mendigo entornó los ojos para poder ver algo más que la sombra de Tycho.
—Vete a la mierda. Este es mi sitio.
Tycho se acercó y lo mató. Simplemente moviendo su cabeza de un lado a otro para romper el cuello del hombre y arrojarlo al canal antes incluso de que la vida abandonase su mirada. Se escuchó el chapoteo de un cuerpo al caer al agua y la corriente se llevó otro cadáver. El asesinato fue instintivo, nada premeditado.
Esta noche había descubierto la verdad de Atilo. Una verdad que dudaba que Amelia y Iacopo conocieran. Ahora la principal arma de los Assassini era su fama, respaldada por algún asesinato ocasional y el hecho de que nadie había descubierto todavía lo débiles que eran. Harían falta años para reconstruir el grupo. Y Atilo no disponía de tanto tiempo. Era un hombre viejo demasiado ocupado en hacer el ridículo con una mujer mucho más joven que él. Y, cada vez más, parecía que ya se estaba arrepintiendo.
Los Assassini estaban allí para que Tycho se hiciera cargo de ellos.
Atilo insistía en que la fe volvía necios a los hombres. Tycho había comenzado a preguntarse si la falta de fe no resultaba aún más paralizante. Tycho no creía en nada. En realidad no. Habría creído si hubiera sabido cómo. Sin embargo, casi todos los días notaba que el vacío que tenía en el lugar donde debería estar su corazón era demasiado grande para llenarse. Pero si se convertía en la Espada del duque, podría llenarlo.
Manos a la obra, se dijo a sí mismo.
Los muros eran de piedra de Istria burdamente cortada y de ladrillos quebradizos, todo ello unido por mortero que se había podrido hace años. Las grietas servían de cómodas agarraderas. Por precaución, Tycho dio la vuelta al palacio bordeando Rio di San Felice y escaló, oculto por las sombras, el muro de Ca’ Friedland que daba al estrecho canal. No tenía ningún interés en ser descubierto por la Ronda, otro mendigo o algún borracho que pasase por allí.
Mientras ascendía, su cabeza se llenó de pensamientos ociosos.
Un paso más y alcanzaría la única ventana iluminada. Como hecho a propósito, justo encima había un balcón. Tycho se agarró a una fila de ladrillos que constituía un elemento decorativo y se estiró hasta alcanzar el balcón.
Tenía que concentrarse, pero la subida fue fácil. No sospechosamente fácil. Simplemente fácil. Una escalada que hubiera dejado agotado a Iacopo, para Tycho apenas era una molestia. Su corazón latía tan despacio como siempre. La piel seguía fría al tacto.
Nada de sudor, ninguna señal de miedo.
Escucha, se dijo bruscamente. Hazlo bien.
El problema era que sabía que tres borrachos habían salido de una taberna en Campo San Felice. Ya había escuchado el chapoteo de los remos de una vipera sin luces en el rio debajo de él. Estaba prohibido por ley navegar de noche por los canales laterales sin licencia y muchas de las pequeñas intersecciones se bloqueaban mediante compuertas, pero las compuertas podían abrirse si los delincuentes tenían dinero suficiente.
Debajo, en la calle, se escuchó un ruido de cascos.
Se consideraba que era un insulto decir que alguien montaba como un veneciano. A pesar de todas las escuelas de equitación que había en la ciudad, según Atilo, la forma de montar de los venecianos era infame. De todos modos, los jinetes tenían que desmontar antes de cruzar el puente de Rialto. Los caballos no podían entrar en la Piazza de San Marco y se tenían que dejar cerca de la Casa de la Moneda. El único sentido de tener un caballo en Venecia era para exhibirlo.
¿Y dentro de Ca’ Friedland?
Se escuchaba un clavecín. Un sonido que Tycho reconoció porque Desdaio tocaba uno en la casa de Atilo. El suyo era de Flandes, como la mayoría de los clavecines que había en Venecia. Quienquiera que fuese el intérprete, era bueno. Desdaio solo conseguía tocar las melodías más simples.
¿Averiguar quién estaba tocando o seguir subiendo? La pregunta se resolvió sola cuando cesó la música, un taburete se deslizó por el suelo y escuchó la suave exclamación de una mujer levantando una pesada lámpara. La luz detrás de los postigos se apagó.
Tycho siguió subiendo.
Los granos de arena arrancados por sus botas resbalaron por la pared cayendo sobre el suelo del balcón con el ruido que harían unas ratas escabulléndose. Demasiado ruido, pensó, escuchando cómo se asentaba la arena caída y preguntándose por qué no estaba preocupado.
Porque estaba drogado.
La forma en que Iacopo giró el cuerpo cuando levantó el vaso del suelo. Su repentino cambio de opinión rechazando finalmente la cerveza. Tycho había apurado el vaso antes de salir hacia la Mula Muerta. Ahora todo encajaba. Desde aquel momento se había sentido extrañamente relajado.
Una única oportunidad, dijo Atilo.
Eso es lo que todos tenemos. Sin excepciones. Se supone que si fracasaba le venderían como esclavo. Aunque Tycho sospechaba que, dadas las habilidades que había aprendido recientemente, preferirían verle muerto. Le parecía bien porque no tenía intención de fallar. Iba a matar al germano y volver a Ca’ il Mauros para arrancarle la garganta a Iacopo.
Tycho rodó por encima de la barandilla y cayó de cuclillas. Había alguien más en el balcón. A cinco o seis pasos de distancia le estaba esperando un hombre de cabello oscuro. Iba vestido con descuidada elegancia y llevaba la camisa abierta. También se había acuclillado como si fuera el reflejo burlón del propio Tycho. Estaba sonriendo.
—Supongo que te habrás dado cuenta de que hueles como un hurón. Y, tengo que admitirlo, creí que te ibas a pasar el resto de la noche colgado del balcón.
—¿Leopold Bas Friedland?
—Príncipe Leopold zum Bas Friedland —sus ojos inspeccionaron el traje de Tycho—. ¿Es así como viste Atilo a sus chaperos ahora? Y esa espada… Pensé que una daga clavada por la espalda era más del estilo veneciano.
—¿Acaso no eres tú también un asesino?
El germano parecía agraviado por la pulla de Tycho. Gran parte de su buen humor desapareció.
—Soy soldado en una guerra secreta. Un paleto como tú no entendería lo que eso significa.
Tycho resopló.
—Has necesitado mucho tiempo para llegar hasta aquí.
—Unos pocos minutos para subir tu pared de mierda.
—Dieciocho meses para reunir el coraje —el príncipe Leopold observó el ceño fruncido de Tycho—. Oh, tú no. Tú eres un peón al que sacrifican en este juego. El regente, la duquesa Alexa, el decrépito moro con el que se encama. Tal vez deberías contármelo antes de morir… ¿Por qué se tomaron tanto tiempo?
Tycho sacó la espada.
En la tenue luz de la luna semioculta por las nubes vio que el príncipe entornaba los ojos. La espada de Tycho brillaba como el sol que se refleja en el agua. Leopold levantó la mirada para observar cómo un pedazo de oscuridad caía del cielo nocturno con crujido de cuero viejo.
—Seis meses para fabricar la espada —dijo el trozo de oscuridad—. Un año más para convertir a este muchacho en tu muerte. Y otros cinco minutos para que se haga realidad. Bastardo del emperador o no, príncipe Leopold, has asolado esta ciudad durante demasiado tiempo.
—Alexa. Y yo que pensé que no te importaba.
Tycho trazó un ocho en el aire con la espada. Parecía una espada como las demás. Aunque su filo… Tycho vio que al acercar la espada el brillo aumentaba. Así que lo separó rápidamente y el arma se oscureció de nuevo.
—Que me aspen —exclamó el príncipe—. Una espada mágica en manos de un muchacho que ni siquiera sabe cómo usarla. Esto puede ser divertido.
Y, antes de terminar la frase, atacó.
En plena embestida el príncipe cambió la dirección del ataque. Tycho estaba tan ocupado bloqueándolo que casi se olvidó de la daga que Leopold tenía en la otra mano. Lo habría matado de haber alcanzado su costado. Pero solo atravesó el jubón haciéndole un rasguño.
Los dos retrocedieron un paso.
Tu misión es matar a un príncipe germano. Que no significa nada. Eso es todo lo que necesitas saber. Las palabras del regente resonaron amargas en la cabeza de Tycho.
Durante el último año Tycho había adquirido un somero conocimiento de los fundamentos de esgrima, manejo del puñal y combate cuerpo a cuerpo. También había aprendido a leer a medias, estudió algo sobre los venenos y discutió de política. Pero se sentía indefenso ante un hombre que manejaba la espada como si fuera la prolongación de su propio brazo.
—¿Preparado para morir? —preguntó Leopold.
El príncipe dejó caer la daga y levantó la espada. Como si invitara a que le atacase. Pero su arma podía moverse hacia los lados o adelante. Con un solo movimiento podía bloquear todos los golpes que le lanzasen. Así que Tycho también levantó la espada y esperó.
En lo alto, el agrietado pedazo de cuero describía círculos.
Caía en picado y se elevaba de nuevo, todo ello acompañado de crujidos secos como los que produce el polvo al caer. Cuando pasó a su lado, Tycho se dio cuenta de que era grande. Del tamaño de su jubón, suponiendo que este pudiera volar. El príncipe Leopold tomó aire, elevó la mirada hacia los crujidos en la oscuridad y, cuando Tycho siguió su mirada, atacó describiendo con la espada un arco brutal, capaz de partir a un hombre en dos por las rodillas.
Metal contra metal. Saltaron chispas y el brazo de Tycho quedó adormecido por el tremendo golpe.
Tycho no tenía ni idea de cómo había conseguido parar el ataque. A juzgar por la mirada del príncipe, él tampoco. Apartando con un golpe la espada de su contrincante, Tycho trató de alcanzar su garganta. Pero casi pierde sus entrañas cuando Leopold, tras agacharse para dejar que la espada de Tycho pasase por encima, se revolvió estando a punto de alcanzar con la suya el vientre de su contrincante.
En siete movimientos el príncipe había utilizado tres estilos de esgrima. Y cambió de nuevo en los tres ataques siguientes. Tycho paró un ataque dirigido a su cabeza y lanzó una estocada siciliana, que apenas pudo evitar un tajo en el talón de Aquiles. Su brazo derecho estaba muerto hasta el hombro. La mano seguía sujetando la espada por puro instinto.
Al retroceder un paso, Tycho se dio cuenta de que Leopold también estaba jadeando, además de tener la cara empapada en sudor y las venas del cuello hinchadas como cuerdas. Su cara expresaba sorpresa, no esperaba que Tycho sobreviviese a aquella avalancha de golpes.
El siguiente ataque fue tan rápido que Tycho tuvo que retroceder hacia la barandilla.
Tycho se arriesgó a mirar a los lados y vio la barandilla que se extendía a sus espaldas. Detrás de su atacante el tejado ascendía en suave pendiente. Al finalizar esta habría otra, esta vez descendente hasta un patio interior. Al otro lado del patio habría otro tejado con sus dos vertientes que subirían y bajarían hasta la fachada de la puerta a nivel del suelo.
Ese era el diseño clásico.
Tycho esquivó un golpe y, jugándose la vida, intentó rodear al príncipe para llegar al tejado. Si hubiera tenido éxito, habría tenido a su favor la altura y, además, habría ganado espacio para luchar. Pero la espada del príncipe Leopold golpeó la suya por encima de la empuñadura arrancándola de la mano de Tycho.
La sonrisa del príncipe se había esfumado.
Ahora tenía la boca abierta enseñando los dientes en una mueca. Sus ojos se habían convertido en dos hendiduras. Un hilillo de baba le corría por la barba. Tycho sintió cómo su estómago se convertía en piedra. El hermano de lord Eric había sido un berserker. Vivían ajenos al dolor. Y morían igual. Cuando les clavaban una espada en el estómago, se echaban sobre su contrario haciendo que la espada se clavara aún más y acabar así con su adversario.
Mientras tanto, las nubes se abrieron.
La luna llena dejó a Tycho clavado en el sitio, como atravesado por una catarata de fiebre, el cielo se volvió rojo, las aristas de la ciudad se endurecieron y el agua de los canales adquirió el brillo de acero fundido. Era la primera vez que Tycho dejaba que los rayos de la luna se apoderaran de él. Sintió cómo sus colmillos se abrían paso rompiendo las encías.
Leopold levantó la cara hacia la luna sangrienta y aulló arqueando el cuerpo. Las estrellas detrás del príncipe quedaron distorsionadas y el aire brillante cuando los dos mundos se enfrentaron.
Ganó el más fuerte.
La piel del pecho del príncipe se abrió dejando asomar sangre, carne y pelambre. Su caja torácica se partió. Manos invisibles desgarraron músculos y costillas, dislocaron articulaciones dándoles formas inverosímiles. Su ropa se convirtió en harapos que acabó arrancando hasta quedarse desnudo. Los dedos se transformaron en garras y un hirsuto pelo negro cubrió como una ola su cuerpo desfigurado. La sangre manaba de las encías provistas ahora de unos enormes colmillos.
Con el sexo erecto y la cabeza echada hacia atrás, Leopold aulló a la luna.
Cuando volvió a mirar a Tycho, su mirada era la de un animal.
La espada con la que había luchado cayó de sus garras y se deslizó hacia el borde del tejado. El príncipe ni siquiera lo notó. Estaba transformándose en un krieghund.
Tycho se movió.
Lo hizo tan rápido que el tejado se volvió borroso. Alcanzó la espada que le había sido arrebatada, la tomó y se colocó en la postura que el príncipe había empleado antes. Las piernas separadas, la espada en alto sobre la cabeza.
—¿Preparado para morir? —preguntó Tycho.
Los ojos del krieghund destellaron en el momento en que el animal cayó a cuatro patas y saltó. Pasó por encima de Tycho y se dio la vuelta en el aire alcanzando con sus garras la espalda de Tycho. La sangre afloró negra y pegajosa a través de la piel desgarrada del jubón, el dolor llegó después. La impresión hizo que Tycho cayera de rodillas.
El rojo cielo se tambaleó.
Un segundo después, Tycho se dio cuenta de que había dejado caer la espada.
La criatura la alcanzó antes de que él pudiera hacerlo.
Con una de sus patas estaba pisando la espada de Tycho, tenía las fauces abiertas y la lengua colgando a un lado. El monstruo observaba sonriente a Tycho arrodillado en un charco de su propia sangre. Tycho se movió hacia un lado y se dio cuenta de que el krieghund hacía lo mismo. Repitió el movimiento una y otra vez. Cada vez más cerca de la espada del príncipe. Hasta que estuvo lo suficientemente cerca como para agarrarla del mango que brillaba bajo sus pies. La criatura aulló de risa cuando Tycho abrió la mano y la soltó. La espada estaba hechizada.
Magia, era lo que le faltaba ahora.
Volvió a tomar la espada del príncipe, pero sus dedos estallaron de dolor. Leopold estaba calculando las distancias y Tycho apenas tuvo tiempo para esquivar las garras que trataron de alcanzar su garganta. Estaba a punto de batirse en retirada cuando el crujiente parche de oscuridad eclipsó la luna y el príncipe Leopold saltó hacia arriba, tratando de alcanzar el irritante objeto en el aire.
En ese preciso instante el cielo rojo se detuvo.
—Sé tú mismo —dijo el murciélago.
Eso suponía violar todas las normas que Atilo le había enseñado para mantener el autocontrol. Sin embargo, Tycho obedeció abrazando la luz de la luna. Las heridas de su espalda comenzaron a cerrarse. El dolor de los dedos desapareció. La ciudad se volvió tan diáfana como si fuera de día. Extendiéndose a su alrededor en una claridad asombrosa. La luz trazó brillantes líneas alrededor de los edificios. En un instante había descubierto todos los secretos y olores de la ciudad.
Descubrió cómo Leopold zum Bas Friedland y el perro guardián del Alejandrino supieron de su presencia. Sus botas apestaban. Era imposible no notarlo. Luego identificó el veneno que embotaba sus sentidos y notó cómo sus efectos desaparecían barridos rápidamente por aquello que lo convertía en lo que era ahora. Tycho partió en dos la espada del príncipe Leopold y lanzó la empuñadura a la criatura viendo cómo le hacía un corte en la mejilla. La hoja podría ser mágica, pero el mango era de metal común. Dando un paso hacia atrás, Tycho captó la forma del tejado con una sola mirada. Se sentía…
Bien, se escuchó en alguna parte.
Bien y centrado. Aquí y ahora. Por primera vez se encontraba dentro de su propia piel. Miró sus dedos, que ahora eran más largos. Su piel se había vuelto más blanca. Cuando se llevó la mano a la boca los dedos se mancharon de sangre. Sus colmillos habían crecido. Pero no eran como los de la criatura. Su rostro no se había deformado convirtiéndose en el hocico de un animal, solo se había refinado.
Así que en esto consistía ser un Caído.
Velocidad y fuerza no eran más que efectos secundarios. Beneficiosos, pero secundarios al fin y al cabo, igual que su odio a la luz del sol.
—Vas a morir —dijo Tycho.
Y el krieghund tuvo miedo.
Se encontraron en pleno salto. Sus cuerpos chocaron con la fuerza que rompería los huesos de un ser humano. Tycho aterrizó a tres pasos de distancia, rodando hacia un lado, mientras el krieghund utilizó la barandilla para detenerse y saltar de nuevo. Tycho barrió con el pie a la criatura en el momento en que aterrizaba y la envío rodando a un rincón.
Mientras agarraba al animal por las caderas para lanzarlo al canal, este se retorció y hundió las garras en sus hombros, atrayéndole hacia sí. Tycho pudo oler el aliento fétido del krieghund, notar el calor animal de su cuerpo.
Si intentaba zafarse no haría más que clavarse aún más esas garras. Alejándolo no conseguiría liberarse. Si se acercaba más, se pondría al alcance de sus colmillos. El krieghund era fuerte, pero Tycho era más rápido. Y eso tenía que servir para algo.
Instintivamente pegó un rodillazo al krieghund y escuchó el grito de asombro de la criatura. Así que volvió a golpearle y cuando notó que su abrazo vacilaba, le golpeó con el codo en la garganta.
La bestia tropezó. Se llevó las garras al cuello y cayó de rodillas, meciéndose de atrás adelante. Como si se doliera en silencio. Tal vez lo estaba haciendo, pensó Tycho. Pero no le preocupaba.