28
n el palacio todo el mundo dormía, salvo la guardia nocturna y los que se encontraban en camas ajenas y que se arrastrarían a la quietud y silencio del sueño fingido antes de que despuntase la mañana. Alexa estaba sola, a sus espaldas se veía su cama vacía. Parecía estar menos contrariada por haber sido despertada de lo que Atilo temía. Tal vez porque el anciano no podía ocultar el temblor de sus manos.
—Entonces, ¿lo encontrasteis?
—Lo hicimos, mi señora.
La duquesa Alexa apartó la tacita de porcelana con el té. Se apoyó en el respaldo de la butaca y dijo:
—No me va a gustar lo que me vas a contar, ¿verdad?
—Lo hemos perdido.
—¿Y me has despertado para decírmelo? —en el tono de su voz se adivinaba una nota divertida, como si el alboroto causado entre los guardias y la indignación de su dama de compañía cuando llegó Atilo exigiendo una audiencia no fueran más que una pequeña broma.
—Se trata de la naturaleza de nuestra pérdida.
—La naturaleza de nuestra pérdida —lady Alexa sonrió—. Tenías que haber sido poeta. Dicen que el Magreb es tierra de poetas. De fuentes y palacios, abruptas montañas y exuberantes naranjales…
—Y de mendigos —añadió Atilo—. De hermanos engreídos que se besan en público y se odian en privado. Igual que en todas partes. Salvo que —vaciló—… tal vez sea más hermoso.
—¿Por qué te fuiste?
—No tuve elección —Atilo esperó que Alexa asintiera con la cabeza antes de darse cuenta de que desconocía su historia—. Siempre supuse que…
—Mi esposo era muy discreto. A veces sospecho que nadie de su consejo disponía de toda la información. Él se las arreglaba para que así fuera.
Al parecer la discusión sobre el muchacho fugado había sido aplazada. Y como Alexa no dejaba nada a la casualidad, seguramente tendría sus razones. Podría tratarse de frustrar los planes de su cuñado o de proteger a su hijo, que a menudo resultaban ser la misma cosa. Y si no eran esas las razones, estaría arañando un poquito más de poder o atrayendo a Atilo a su bando para equilibrar la decisión de Roderigo de apoyar al regente, lo cual era un revés, ya que el capitán de la Dogana, al menos en teoría, controlaba el dinero que entraba en Venecia. Aunque Atilo ya era suyo desde que lo hizo elegir miembro del Consejo. Cualquiera que fuese la combinación de sus motivos, todo se reducía a lo mismo: movería cielo y tierra para proteger a Marco, ya que el joven duque no podía protegerse a sí mismo.
—¿Qué te hizo abandonar tu patria?
Tomando la tacita de porcelana que le ofrecía, Atilo probó aquella bebida a base de hojas maceradas en agua hirviendo. La duquesa tomaba ese brebaje varias veces al día, las tazas eran tan finas que la luz de las velas las atravesaba. Habían sido parte de su dote. Al igual que el primer cofre lleno de té. Cuando el cofre quedó medio vacío, Marco III envió a por otro. Y llegó el mismo mes en que se acabó el cofre anterior.
La duquesa Alexa quedó tan impresionada por su bondad que incluso lloró. Al menos eso contaban.
—¿Y bien? ¿Una historia de amor que acabó mal? ¿Deudas de juego? ¿Ganas de conocer mundo? ¿Una esposa dominante…?
Renunciando a su lucha por reconciliarse con el té, Atilo dejó con cuidado la taza en la mesita.
—Esas son unas razones muy venecianas —dijo con voz tenue.
—¿Una cuestión de honor, entonces?
Atilo sonrió. Sin decirlo, la duquesa estaba admitiendo que los no venecianos consideraban a Venecia una ciudad sin moral. Pero una ciudad no se convierte en la más rica del Mediterráneo respetando las normas.
—Mi padre volvió a casarse.
—¿Odiabas a tu madrastra?
—La primera me gustó. Pero desconfié de la segunda.
—¿La segunda?
—La primera murió poco después de que apareciera la segunda como su dama de compañía. Vivíamos en una miseria gloriosa mientras mi padre escudriñaba los cielos en busca de nuevas estrellas. Los emires le pedían que les predijera el futuro. Los príncipes de las tierras de los francos le enviaban presentes. Hubiéramos preferido que nos mandasen comida.
—¿Era un sabio?
—Un acaparador del conocimiento. Tal vez sea lo mismo.
La duquesa asintió con la cabeza ante la observación. La luz de las velas iluminaba tenuemente su bata de dormir y, a pesar de que el viento nocturno agitaba las sombras, Atilo no conseguía divisar su rostro tras el velo. Así que tenía que adivinar sus pensamientos por los gestos. La ligera inclinación de la cabeza hacia un lado indicaba que prestaba atención a lo que estaba diciendo.
—¿Tenías miedo?
Durante un instante Atilo consideró la posibilidad de negarlo.
—Sí —admitió finalmente—. Yo tenía trece años. Un niño taciturno y rebelde. Mi hermanastro once. Las ratas del almacén de grano comenzaron a morir poco después de que se convirtiera en mi nueva madrastra. Luego fueron los gatos. Y mi perro de caza. Caí enfermo aquel invierno y ella insistió en cuidarme. Entonces supe que era el momento de marcharme. Así que me escabullí de la cama y me escondí en una alcantarilla hasta la noche.
—Veneno, crueldad, traición. Suena bastante veneciano.
—Probablemente tiene razón.
—¿Por qué me has despertado a estas horas?
—Usted dijo que quería saber todo sobre el asesino del patriarca. Que tenía que ser la primera en enterarse de su captura.
¿Realmente se puso tensa de repente?, se preguntó Atilo. Como si se diera cuenta de que estoy mintiendo. ¿O soy yo?
—Pero no lo has capturado.
—No, mi señora. He fallado.
—Ah… —la duquesa dio una palmada y una muchacha trajo una jarra de plata con agua hirviendo y una achaparrada tetera de hierro ya precalentada. Atilo vio que la duquesa echaba las hojas en la tetera y añadía el agua.
—¿No te gusta mi té?
—Lo he probado una media docena de veces. Siempre en su compañía. Estoy seguro de que aprenderé a apreciarlo con el tiempo.
—Trae vino para lord Atilo.
El anciano asintió con gratitud.
—Entonces —dijo lady Alexa cuando volvieron a quedar a solas—, lo que me interesa es cómo consiguió escapar.
—Mi señora…
—Te conozco, Atilo. La mayoría de los hombres tratan de ocultar sus fracasos. Tú me sacas de la cama para contarme que has fallado. Debería estar enfurecida. Pero algo me dice que crees que el hecho de que se escapara es más importante que tu fracaso. ¿Estoy en lo cierto?
—Como siempre, mi señora.
—No trates de halagarme —su voz sonó más cortante, la atmósfera se había enfriado de repente.
—No lo estoy haciendo —dijo Atilo tranquilamente—. Y necesito su consejo.
—¿Acerca de qué?
—¿Qué sería más fácil de controlar? ¿Un ángel caído del cielo? ¿O un demonio escapado del infierno? Porque este muchacho no es humano.
—¿Krieghund?
Atilo negó con la cabeza.
—No lo es, no es de los caminantes nocturnos —Atilo acabó su vino y se recostó contra el respaldo del asiento sintiendo todos y cada uno de los años que tenía.
—Mi señora, ¿qué más hay?
La duquesa Alexa se tomó más tiempo de lo habitual para beberse el siguiente sorbo de té. Estaba considerando su respuesta con el mismo cuidado con que Atilo había considerado la suya. Lo cual ya era una respuesta. Y los dos lo sabían.
—¿Me preguntas por qué?
—El capitán Roderigo de la Dogana di Mar ha… —Atilo se encogió de hombros, como disculpándose—. Un sargento medio mongol que estaba con nosotros cuando la criatura escapó. Disparó una flecha…
—¿Que se cayó al suelo como por arte de magia?
—No, mi señora. La cogió en el aire, le dio la vuelta y la arrojó al que la había disparado.
—¿Y ese sargento?
—Podría estar muerto. Si no fuera por el jubón de cuero cocido con refuerzos de cuerno de búfalo. La flecha le golpeó en el pecho.
—Mi padre tenía un jubón así —dijo la duquesa con una voz que sonaba casi añorante—. Había otro hecho para mi hermano. Aunque entonces ya se llevaba la cota de malla. Un jubón y un arco laminado. ¿Este sargento, utilizó el arco adecuado?
Atilo describió el arma de Temujin.
—Ese es —dijo la duquesa—. Así que esta cosa cogió la flecha y la devolvió con la fuerza suficiente como para atravesar el refuerzo de cuerno. Atravesó el refuerzo, ¿verdad?
—Sí, mi señora.
—Cuéntame más… No —enojada negó con la cabeza—. Cuéntamelo todo. Sobre todo las cosas que no consideres importantes.
Y así lo hizo Atilo, de principio a fin, admitiendo finalmente que el muchacho, la criatura o lo que fuese aquello, podría no ser el asesino del patriarca, después de todo. Simplemente quizá hubiese presenciado el asesinato. En ese momento Alexa dijo que podía entender por qué Atilo tenía tanto interés en encontrarlo. Atilo no supo qué contestarle.
—¿Y mató al mendigo que os llevó hasta allí?
—Le rompió el cuello. Casi me lo rompe a mí también.
La duquesa se quedó pensativa.
—Matar sin derramar sangre, incluso con la luna llena, sin tocar a la mendiga ni a su hermano. Eso muestra…
—¿Qué, señora?
—Autocontrol.
—Le dio la vuelta entera a la cabeza del chico.
—Créeme, fácilmente habría podido arrancarla de cuajo.
—¿Usted sabe lo que es…? —una pregunta estúpida, se dijo Atilo. Era obvio que sí lo sabía.
—Es nuestra respuesta a los krieghund.
Alexa se rio ante la conmoción de Atilo.
—Hemos estado perdiendo la guerra secreta durante mucho tiempo. Es hora de que busquemos otra manera de luchar. ¿Crees que no me di cuenta cuando cambiaste de «asesinó al arzobispo Teodoro» a «podría haber sido testigo de su asesinato»? Tú odias a mi cuñado… No, no te molestes en negarlo. Sin embargo, dejas que su capitán te ayude en la búsqueda. Es cierto que Teodoro era tu amigo. Pero tú no eres un sentimental. Al menos no tanto como para capturar a este muchacho por él. Dudo que seas sentimental en nada. Excepto, quizás, en esa minucia con la que planeas casarte.
Atilo se estremeció, recordando las amenazas del muchacho.
—Así que, ¿por qué todo este esfuerzo? La respuesta es que crees que esta criatura nos puede ser útil. ¿Estoy en lo cierto?
—Será mi heredero.
La duquesa Alexa se quedó petrificada.
—Todo el mundo quiere poseer la magia antigua. Pero nadie sabe realmente lo que ocurrirá cuando la tenga. Atrápalo, entrénalo. Más tarde hablaremos de si puede ser tu heredero. Mientras tanto, escribiré a mi sobrino… —se refería a Tamerlán, recién nombrado Gran Khan de Khanes y conquistador de China.
—Voy a preguntarle qué saben sus bibliotecarios de criaturas como esta. Llevará un año hacerle llegar mi pregunta, descifrarla y recibir su respuesta.
La duquesa Alexa vaciló. Cualquiera que fuese la duda que tuviera respecto a lo que quería decir, tardó tanto en resolverla que a Atilo le dio tiempo para llenar su vaso de vino y tomárselo a lentos sorbos, contemplando la habitación en la que se encontraban. Era pequeña, pero con lo que valían las pinturas, estatuas y tapices que la decoraban se podría comprar una ciudad entera. Se acababa de dar cuenta de que todas las cosas que allí había pertenecieron antes a Marco III. Por fin Alexa tomó su decisión. Se inclinó hacia delante y empezó:
—Hubo una vez una guerra entre ángeles. Su lucha se desarrollaba arriba, en las inmensidades del espacio, donde habitan las estrellas. Fue hace mucho mucho tiempo. Cuando los dioses aún caminaban abiertamente por la tierra y reinaban los más antiguos de los reyes antiguos. Cosas terribles suceden cuando un poder se enfrenta a otro. Mueren dioses, mueren reyes, mueren ángeles… Bosques enteros se queman en un abrir y cerrar de ojos.
Atilo la miraba fijamente.
—Es un cuento de mi infancia. De cómo los dioses se convirtieron en el dios del cielo, que todo lo ve pero que apenas se inmiscuye. Un puñado de ángeles se escapó para vagar, amargados y solos, en el desierto. Se movían como un rayo. Mataban sin pensar. Nos trataban como se trata a los animales.
—¿Cómo si fuéramos comida?
—Entre otras cosas. Pero el último de ellos murió el año en que nació Kublai Khan. Los bibliotecarios de mi sobrino sabrán si es así. Por eso voy a escribirle. Y tú tendrás el año que necesitas.
—¿Para capturar a esta criatura?
—No, lord Atilo. Para capturarla, quebrar su espíritu y convertirla en nuestra respuesta a los krieghund. Y matarlo si no lo conseguimos. Sin embargo, eso lo consideraré un fracaso.
La duquesa descubrió que la jarra de agua se había quedado vacía y cogió la campanilla para llamar a su sirviente, pero luego cambió de idea.
—Marco, mi marido, creía que traía mala suerte hablar de los demonios. Que el mal se presentaba con solo pronunciar su nombre. Estaba equivocado. Se presenta cuando se le invita. Así que, la verdadera pregunta es… ¿Quién lo invitó?
Atilo nunca la había oído hablar así.
Nunca la había oído referirse al difunto duque por su nombre o llamarle simplemente mi marido. Y, desde que la conocía, nunca la había oído hablar, en público o en privado, de su infancia, de ser de Mongolia, de tener una manera de pensar diferente. Todo ello le inquietaba.
—Ven aquí —dijo la duquesa dando unas palmaditas en el asiento a su lado Atilo tenía dos alternativas: obedecer o inventarse una razón para marcharse. Lo primero, con el tiempo, podría convertirla en su enemiga. Lo segundo la convertiría de inmediato. Cuando la duquesa Alexa levantó el velo estaba sonriendo. Pero Atilo seguía sin poder decidirse. La belleza de su rostro le dejó sin aliento. Palabras de poeta, se dijo enojado. Yo no soy uno de esos. El rostro era el de una muchacha que tendría la cuarta parte de la edad de la duquesa. Ojos brillantes e inocentes, sabios y acogedores. Atilo se estremeció.
—Ven —ordenó la duquesa.
Y Atilo obedeció.
Si su rostro era perfecto y sus ojos puros, su cuerpo podría pertenecer a la hija que nunca tuvo, o a la hija de su hija. La piel de Alexa di Millioni era del color del pergamino y suave como el tafilete. Con la cabeza echada hacia atrás y su rostro protegido por el velo, lo llevó a un lugar que nunca hubiera podido alcanzar. Y Atilo se dio cuenta de que había más cosas en el cielo y la tierra que ninguna filosofía podría soñar y él estaba contemplando una de ellas.
—Tu turno —dijo Alexa.
Sintiendo punzadas de dolor en la espalda, Atilo envolvió la cintura de la duquesa con su brazo y, girándose, dio la vuelta a los dos quedando tumbado sobre ella.
—Ya lo habías hecho antes.
—Mi señora, tengo sesenta y cinco años. He hecho de todo antes.
—Te diría mi edad —dijo la duquesa como de pasada— pero no la creerías. Y te contaría lo que he hecho. Pero es mejor que tampoco lo creas.
Y luego no dijo nada más, porque Atilo cambió de posición y ella se quedó sin aliento y agarró las caderas de él, apretándose contra ellas salvajemente. Atilo la embistió con una intensidad de la que no se creía capaz, quedándose exhausto sobre ella cuando todo terminó. Pero sentía que su placer era más común, menos desconocido.
—Supongo que no te habrás encamado con esa minucia tuya todavía.
Alzándose sobre los codos, Atilo miró a la mujer desnuda tendida debajo de él. La burla en su voz hizo que Atilo la agarrara de los brazos. Esta vez la montó con más intensidad, arrancando jadeos de su cuerpo a embestidas. Hasta que se desplomó sin aliento atravesado sobre ella, con la frente apoyada en la almohada.
—Supongo que no —dijo Alexa.
La camarera que entró por la mañana temprano para recibir las órdenes del día, traer más té y recortar las mechas de las velas, en ningún momento mostró que se había dado cuenta de que había alguien más en la cama de su señora. El sonido de alguien usando el orinal de Alexa despertó a Atilo.
—¿Has conocido a mi stregoi? —preguntó, dejando caer su camisón. Todavía aturdido por el sueño Atilo negó con la cabeza. ¿Alexa tenía una stregoi?
Una hija de las brujas salvajes…
—Deberías —dijo la duquesa Alexa—. De hecho, debes. Envía un mensaje a Desdaio diciendo que has sido retenido por unos asuntos del Consejo. Y dile que todo continúe como siempre en la casa. Es hora de que elaboremos un plan.
—¿Para esta noche?
—No —dijo la duquesa Alexa, dejando un leve beso en la mejilla de Atilo—. Tenemos un mes para preparar nuestra trampa. Pídele plata al tesorero y haz que la conviertan en alambre. Envía ese alambre a los cordeleros de Arzanale. Daré órdenes para que tejan una red. Y deja que me encargue de lo demás.
Atilo intentaba contener el temblor.