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ás vale que sea bueno…
Atilo se encontraba en la puerta de su habitación vestido con un jubón de lana de manga larga y zapatillas rojas con puntas que se enroscaban hacia arriba. A pesar de que Iacopo se había identificado al llamar, el viejo sostenía el estilete en una mano y la lámpara en la otra.
Era un truco muy socorrido arrojar aceite ardiendo a un atacante. Hace diez años un patricio murió al ser alcanzado por una lámpara arrojada por un criado suyo a cuya hija había violado. Luego la muchacha ultrajada le lanzó una antorcha encendida. El duque Marco ordenó que colgasen a los dos. Prohibió que fuesen castrados, eviscerados y quemados como exigía la tradición. Una decisión que agradó a todo el mundo menos a la esposa del patricio muerto. Pero, de todos modos, era genovesa.
—¿Y bien? —apremió Atilo.
—¿Puedo entrar, mi señor?
De mala gana Atilo se hizo a un lado.
—Perdone mi intromisión… ¿Va a poner a prueba a Tycho mañana?
El anciano, con el rostro petrificado, se sentó en un taburete de madera, sin invitar a Iacopo a que siguiera su ejemplo. Fijó los ojos en la cara de Iacopo y mantuvo la mirada hasta que el joven apartó la suya.
—Esos celos te acabarán matando.
—No estoy celoso, mi señor —Iacopo se encogió de hombros—. Solo le envidio la rapidez con la que aprende. Y su visión nocturna es útil. Además los perros guardianes lo ignoran. Como si se envolviera en magia.
—No es magia —dijo Atilo—. Carece de olor.
Iacopo se quedó boquiabierto.
—Deberías haberte dado cuenta. La misma enfermedad que le impide ver de día hace que no tenga olor. Por eso los sabuesos nunca encuentran sus huellas. No tienen nada que seguir…
Las lecciones de cómo embrollar las huellas, colocar pistas falsas y ocultarse en el agua fueron abandonadas tras una semana. Tycho no podría ocultarse en el agua, aunque en ello le fuese la vida. Y, dado que los perros no podían encontrar su rastro, el resto de las lecciones tampoco tenían sentido.
—No tener olor —dijo Iacopo—. Eso debe de ser útil.
Atilo lo miró con más benevolencia.
—Estás borracho. Duerme un poco y te sentirás mejor. Y deberías hacerte amigo suyo… —Atilo levantó la mano, admitiendo lo obvio—. No es fácil para ti, lo sé. Pero haz el esfuerzo. Porque, si mañana pasa la prueba, se va a unir a nosotros.
—¿Lo liberará?
—Son dos cosas distintas —dijo Atilo—. La formación completa dura cinco años. Él es un esclavo. Y yo libero a los esclavos cuando completan su formación. Si mañana supera la prueba lo liberaré. Una cosa sigue la otra.
—No puede haberse formado en un año.
—¿Me estás diciendo que me equivoco? ¿Que no sé cuándo un aprendiz está listo para convertirse en oficial? —había hielo en la voz del anciano.
—No. Por supuesto que no, mi señor.
—¿Entonces?
—Ya había sido entrenado antes… —era obvio que a Iacopo le gustó su propia sugerencia—. Seguro que sí. Vino aquí para matar a alguien. Para traicionarnos. Podría estar trabajando para el emperador.
—¿Cuál de ellos?
—Para cualquiera —dijo Iacopo, animándose cada vez más con su nueva teoría—. Germano o bizantino, no importa. Ambos quieren conquistar Venecia. ¿Qué mejor manera de…?
—Iacopo —el tono de Atilo se había endurecido.
—¿Señor?
—¿Por qué no te dejo participar en las peleas callejeras? ¿Por qué no se te permite competir en torneos de espadachines? Para que no cojas malos hábitos. Si Tycho hubiera sido entrenado antes, ¿crees que no me habría dado cuenta? Cada escuela de esgrima tiene un movimiento propio —elegante o mortal— que solo ellos enseñan. Todo mentira, por supuesto. Las escuelas de esgrima tienen sus estilos. Lo mismo ocurre con los asesinos. Me habría dado cuenta de que Tycho había sido entrenado. Tiene unos reflejos y reacciones increíbles. Pero era totalmente ignorante cuando lo conocí…
Y la cosa se habría quedado ahí si Atilo no hubiera dado unas palmaditas en el hombro de Iacopo diciendo:
—No está aquí para traicionarnos, hijo mío.
—A mí no, desde luego —aceptó Iacopo, volviéndose hacia la puerta.
Unos dedos que parecían garras lo dejaron clavado en el sitio. Intentó liberarse girando el cuerpo, pero habría sido más fácil librarse de un garfio clavado en sus carnes. Los dedos del anciano eran inamovibles. Y allí estaba la total quietud que exhibía Atilo antes de matar.
—Explícate.
—Mi señor…
—Olvídate de la cortesía.
Esa fue la primera advertencia. Atilo creía en el arte de los buenos modales, porque los buenos modales abren más puertas que una barra de hierro. Igual que una sonrisa es capaz de matar mejor que un ataque frontal. A pesar de que, a veces, hace menos daño al principio pero luego la víctima tarda más en morir. Atilo sonrió. Esa fue la segunda advertencia.
Me tenía que haber quedado callado, pensó Iacopo, esa era la mejor idea que había tenido en todo el día. Me tenía que haber quedado callado. Me tenía que haber ido cuando todavía podía. Lo hubiera solucionado a mi manera.
—Lo siento, mi señor. Pero vi a lady Desdaio salir de la celda de Tycho. Estaba vestida… —Iacopo inclinó la cabeza—. Llevaba su ropa de dormir. Un camisón cubierto por un chal. Tenía el cabello suelto, mi señor.
Al no estar casada, Desdaio estaba en su derecho de llevar el pelo suelto. Pero la mañana que se presentó en la casa de Atilo empezó a sujetarlo con horquillas. Desde entonces ninguno de los criados la había vuelto a ver con el pelo suelto.
—¿De veras? ¿Cuándo la has visto?
—Ahora mismo, mi señor. Hace unos momentos.
—¿Lo juras?
Iacopo tragó saliva.
—Sí, mi señor.
Atilo se movía tan rápido que nadie, por muy bueno que fuera, podría bloquearle. En el instante anterior su estilete descansaba en la mesilla junto a él, en el siguiente la hoja se adentraba en la fosa nasal de Iacopo y una única gota de sangre se deslizaba por el filo. Iacopo podía sentir el estilete dentro de su cabeza. Cualquier movimiento no haría más que agrandar los orificios naturales de su cara. Si Atilo empujaba un poco más Iacopo estaría muerto. Se necesitaría muy poca fuerza para que la fina hoja alcanzase el cerebro.
—Entonces acabas de cometer perjurio. Hace un momento estuve en la celda de Tycho y estaba solo. Si me hubieras dicho que fue Amelia y hace una hora —Atilo se encogió de hombros y la gota de sangre de la nariz de Iacopo se hizo más grande—… habría hecho azotar a Tycho. Pero eso no era suficiente para ti. Pretendías que lo vendiera. Y así habrías podido mancillar…
Iacopo pensó que el viejo iba a matarle.
—Retira lo que has dicho —espetó Atilo—. Retira la acusación. Admite que has cometido perjurio y trataste de mancillar el nombre de Desdaio.
—Yo nunca…
—Acabas de hacerlo —dijo Atilo con frialdad.
—Mi señor, lo siento. Debo haber interpretado mal lo que he visto.
El estilete se clavó un poco más. Iacopo se dio cuenta de que estaba de puntillas, borracho y con un estilete dentro de su nariz. Como si el ponerse de puntillas pudiera evitar que el filo penetrase en su cráneo.
—Le mentí —dijo apresuradamente—. Lo siento.
Atilo retiró el estilete que, en el instante siguiente, cruzó en diagonal la mejilla de Iacopo dejándole una cicatriz de por vida.
—Cada vez que te mires en el espejo, recuerda que estuviste a punto de mancillar el buen nombre de una mujer para satisfacer tu ambición.
Tropezando, Iacopo se dirigió hacia la puerta.
—Iacopo…
El sirviente se volvió.
—La herida te la coses tú mismo, ¿entendido? No despiertes a Amelia. Lo haces tú. Y compórtate con Tycho.
Un golpe en la puerta despertó a Desdaio para afrontar la vergüenza y la luz de la luna primaveral. Un único golpe, casi vacilante. Amelia ya estaba fuera de su camastro, poniéndose un chal y mirando soñolienta a su señora en espera de sus órdenes.
—Voy yo —dijo Desdaio. Lentamente se acercó a la puerta. Irradiaba ira y vergüenza. Tycho había dicho la verdad, maldito sea. Ella, Desdaio Bribanzo, se había derretido en los brazos de un esclavo… extraño y hermoso, es cierto. Que leía sus pensamientos y parecía conocer su mente y entender la naturaleza de su infelicidad.
—Mi señora, ¿no preferiría…?
—He dicho que voy yo —espetó Desdaio—. ¿Quién es?
—Soy yo —dijo una voz profunda—, Atilo.
Desdaio abrió la puerta lentamente, consciente de que Atilo nunca antes había estado en su habitación. Fue ella la que pidió que Amelia durmiese en un camastro a los pies de su cama. Lo pidió cuando comprendió que su boda se aplazaba. Una manera de decirle a Atilo que no podría meterse en su cama sin pasar por el altar. Lo malo es que nunca había intentado meterse en su cama.
Y ahora las salidas nocturnas de Amelia explicaban el por qué.
—¿Mi señor?
Tenía todo el aspecto de un hombre que no sabe qué decir. Un hombre cuyas ideas, acciones y palabras iban por derroteros distintos a los de los demás.
—¿Ocurre algo?
—Eso es. Me pareció oír a alguien en la escalera.
—¿Iacopo, tal vez?
—No —dijo Atilo—. Hemos estado hablando.
—No he oído nada, señor.
Antes de que Atilo terminara de disculparse Desdaio cerró la puerta bruscamente.
Seguramente Amelia había llegado más tarde de lo normal, decidió Atilo escuchando el ruido de los cerrojos. Cualquier insinuación de que Desdaio podía haber estado con Tycho era despreciable. Sin embargo, estaba preocupado por la ira que vio en los ojos de la muchacha.