36
uando Desdaio consiguió domesticarlo un poco, se atrevió a preguntar tímidamente a Atilo si podía dejar de referirse a Tycho como esa criatura. También fue ella la que sugirió que, como la luz del día, con ungüento mágico o sin él, le daba miedo, tal vez deberían reservarle para las tareas que se tenían que hacer de noche.
Y Atilo, que sopesaba cada palabra que salía de su boca y juzgaba a los demás por lo que querían decir más que por lo que decían, al reflexionar sobre estas palabras se dio cuenta de que Desdaio quería decir exactamente lo que dijo. Ese descubrimiento le afectó más de lo esperado.
El sentimentalismo y la crueldad son prerrogativas de la vejez. Atilo se preguntaba a veces si eso era lo único que le quedaba.
De haber sabido que Tycho tenía intención de matarla en venganza por la muerte de Rosalyn, Desdaio nunca hubiera abierto la puerta de la celda. Y Tycho nunca habría encontrado una oportunidad mejor. Pero descubrió que ya no le interesaba hacerlo.
La guerra que libraba Tycho era contra Atilo y, en aquel momento, este se hallaba fuera, ocupándose de sus asuntos tras dejar encerrado a Tycho en el sótano y a Desdaio a solas con sus bordados.
—Mi señor Atilo dice que debo tener cuidado de ti…
—¿De mí? —preguntó Tycho al entrar en la planta noble de altos techos de Ca’ il Mauros y darse cuenta de que estaban solos. Desdaio se sentó cerca de la gran chimenea colocando su labor en el regazo. Con aquel vestido que apenas le cubría los pechos la muchacha parecía indefensa. En una mesa cercana había vino, vasos, pan y queso. La cara de la joven estaba enardecida por el calor del fuego y el vino tinto que había bebido.
—Y tengo un poco de miedo —dijo—. ¿Soy una tonta?
Tycho permanecía en guardia intentando descubrir las intenciones de Desdaio. Pero resultó que solo pretendía que se hicieran amigos. Dado que era un esclavo y ella una mujer inmensamente rica, se preguntó por qué solo a él aquella idea le parecía una estupidez.
—¿Qué hiciste esta mañana?
Estuve apuñalando cuerpos en el depósito hasta que el puñal ya no cortaba más y los cadáveres estaban hechos picadillo… Le tentó la idea de decírselo para ver cómo reaccionaba. Primero había pasado horas aprendiendo dónde había que apuñalar y luego muchas más horas practicando con cadáveres de mendigos, delincuentes y extranjeros. Personas por las que nadie se interesaría.
—¿Y bien? —insistió Desdaio.
—Lord Atilo me estuvo enseñando.
Desdaio suspiró.
—Eso ya lo sé. Pero ¿qué es lo que te enseña?
—Mejor se lo pregunta a él, mi señora.
—Te lo estoy preguntando a ti —resultaba raro verla enfadada. Su cara se había transformado. Las fosas nasales se habían ensanchado, los labios se estiraron y en las comisuras de la boca se formaron arrugas.
—Mi señora —dijo procurando andarse con cuidado—. No estoy autorizado a contárselo.
—¿Te lo prohibió mi señor Atilo?
—Sí, mi señora —Atilo le había dejado perfectamente claro lo que haría con él si Desdaio descubría su relación con los Assassini. Además había otras cosas de las que Tycho tenía prohibido hablar.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Desdaio.
Tycho estuvo a punto de contestarle «porque usted me lo ordenó» cuando se dio cuenta de que no era eso lo que le estaba preguntando.
—Porque no puedo marcharme.
—Podrías escapar —dijo la muchacha como si estuvieran hablando de un juego—. Robar un bote y remar hasta el continente. O esconderte en un barco —y, mirando por la ventana, añadió—, siempre hay barcos fondeados.
—El agua me hace daño.
—¿Daño?
—Ya intentó matarme una vez. Además, hay otras razones.
—¿De veras? —dijo Desdaio—. ¿Y cuáles son?
—Estoy buscando a una chica…
Riendo, Desdaio cortó el queso y partió la hogaza de pan. Cuando vio que llenaba dos copas de vino de la jarra que tenía ante ella, Tycho se dio cuenta de que pretendía darle de comer.
—Mi señora, ya he comido.
Desdaio le miró con atención.
—Amelia me dijo que no.
Ah sí, Amelia, la de las trenzas de plata y la doble vida. Estos días se habían comportado como si no se conocieran porque Amelia le había dicho que era lo que debían hacer.
—Comí con Lord Atilo, mi señora.
—Bebe, entonces. Bebe y cuéntame tu vida. ¿Quiénes son tus padres? ¿Dónde vivías antes de llegar aquí? Quiero saberlo todo…
—Mi señora, soy un esclavo —Tycho se preguntó si ella era consciente de que había tenido que usar la quinta parte del precioso ungüento del doctor Cuervo para protegerse de los débiles rayos del sol poniente que entraban por las ventanas. Por supuesto que no. Y no sabía casi nada de la vida de su futuro marido y menos aún de sus métodos de entrenamiento.
Los señores pegaban a sus criados, los oficiales daban palizas a los aprendices, esa era su manera de enseñar. Atilo le había mostrado el látigo utilizado para doblegar a Amelia y a Iacopo. Luego le enseñó el látigo preparado para Tycho. Era de cuero con alambre de plata entretejido. El único latigazo que había propinado en la desnuda espalda de Tycho aquella mañana hizo que se orinara encima del dolor.
—Lo sé todo sobre Amelia —dijo Desdaio orgullosa.
¿Qué podía saber ella? Tycho se preguntó lo cerca que estaba de la verdad. Luego cogió distraídamente un vaso y, al levantar la vista, se encontró con la sonriente cara de Desdaio. La muchacha palmeó el banco en el que estaba sentada.
—Ven aquí. Y me lo cuentas todo.
La regla de nunca demuestres lo que sientes le había mantenido con vida hasta ahora. Pero la tentación de contarle a Desdaio cómo llegó aquí era demasiado fuerte. Además, ella podría conocer a la chica de la basílica.
Y valdría la pena descubrirlo.
—Desconozco mi nombre —dijo Tycho—. Mi verdadero nombre. Y mis recuerdos cambian. Sé que nací en una ciudad apestosa. Había poca comida en verano y menos aún en invierno. Fuera de los muros habitaban los demonios. Dentro, un señor inválido, el borracho de su hermano, sus guardias, sus mujeres y nosotros —sus esclavos.
—¿Ya eras un esclavo?
—Creo que sí… Hasta que me atrapó la duquesa Alexa puede que fuera la única vez que he sido libre.
—¿Qué tiene que ver Alexa con todo esto? —una repentina desolación heló los ojos de Desdaio.
—Nací esclavo —continuó Tycho rápidamente—. Y me convertí en un perro. Es todo lo que recuerdo.
Sus palabras consiguieron el efecto deseado. La preocupación desapareció de la mirada de la muchacha. Sonrió, se rio, preguntó si hablaba en serio y volvió a sonreír.
—¿Un perro?
—Un perro lobo… Los perros lobo matan a los lobos.
Desdaio se inclinó acercándose un poco más. Estaba acalorada por el fuego, la cara enrojecida. La inclinación hizo que sus pechos se movieran bajo la seda. Tycho observó cómo trataban de desbordarse por el escote de su vestido.
—¿Has matado a muchos lobos?
—Es difícil recordar… De verdad —agregó, cuando vio que Desdaio levantaba los ojos con impaciencia—. Estaba enfermo… cuando llegué aquí. Me cuesta recordar.
—¿Tal vez, simplemente, quieres olvidar?
—Es posible.
Atilo estaba fuera, ocupado con los asuntos del Consejo, Iacopo se había ido con él. ¿Amelia? ¿Quién sabe dónde estaría? Luchando contra los Nicoletti, probablemente. La cocinera en su cocina, feliz de tenerla para ella sola. Solo había tres personas en todo Ca‘ il Mauros y una de ellas estaba amasando el pan en el piso de arriba.
—Háblame de los lobos —dijo Desdaio con impaciencia.
El perro lobo de lord Eric era viejo y de carácter errático. Era todo lo que Tycho recordaba. Pero al recordarlo, recordó más…
Como ya no quedaban ovejas, no tenía sentido tener un perro. Pero los señores de Bjornvin habían llegado con perros lobo y ovejas, por no hablar de ganado vacuno, caballos y esclavos con sus mocosos. Todo lo necesario para colonizar una tierra virgen. Habían aprendido las lecciones de las colonizaciones anteriores. Islandia les enseñó que, si deseas que vengan familias de colonos, debes poner un nombre apetecible a la tierra. Así que Groenlandia, aunque era mucho más fría que Islandia, recibió un nombre más acogedor[1].
En Vineland había viñas. Había campos verdes y arroyos cristalinos y los inviernos eran menos duros que en Groenlandia o Islandia, a pesar de que los últimos inviernos fueron terribles. Sin embargo, después de Groenlandia, ya nadie se fiaba de los colonizadores. Así que los vikingos y sus familias que tenían que haber venido nunca lo hicieron. Y las familias pioneras fueron perdiendo terreno y la voluntad de luchar contra la naturaleza salvaje. La última ciudad que quedaba era Bjornvin. Cuando cayera, y nadie salvo lord Eric y su hermano Leif dudaban de que ocurriría, ya no habría más Vineland.
Es lo que comentaban los esclavos en voz baja.
Silencioso y contemplativo, con el pelo plateado incluso de niño, Tycho se crio entre verdades que no debían ser pronunciadas. Lord Eric no podía tener hijos, pero su bardo cantaba sobre el glorioso porvenir de las generaciones futuras. Lord Leif se emborrachaba antes de las batallas, porque el miedo le hacía vomitar cuando estaba sobrio. Pero los poemas celebraban sus victorias contra los Skaelingar…
—Los lobos —apremió Desdaio.
—Primero el perro lobo. Era viejo y de temperamento errático… —dándose cuenta de que debía haber comenzado por otro recuerdo, Tycho se detuvo—. Primero yo. Un esclavo al que evitaban los demás. Los primeros siete años de mi vida los pasé desnudo. Tuve que hacerlo porque mi madre me odiaba tanto que no quería vestirme. Al menos, la que yo creía que era mi madre. Tal vez confiaba en que el frío acabaría matándome.
Y casi lo había conseguido. Un invierno lo salvó un criado borracho que salió tambaleándose de la casa principal y se encontró con Tycho hecho un ovillo a unos pasos de la puerta de la letrina. El criado pensó que podría ser divertido hacer pis sobre el niño dormido. Una docena de criados más se unieron a la diversión. Tycho se despertó enterrado en la nieve y cubierto por una costra amarilla congelada. Pero se despertó. Le había salvado el desprecio de los demás.
Tenía tres años.
Ese recuerdo le hacía menos daño ahora que Tycho sabía que Brazo Seco no era su verdadera madre. En aquel momento él se creía culpable de que le odiase. Sus hermanos seguían el ejemplo de la madre. Sin embargo, Afrior nunca le odió. Incluso le salvó la vida.
Muerto de hambre, con las costillas marcadas y el pelo tan sucio que los criados dejaron de llamarle pelo de plata para convertirlo en tú, cosa o cara de mierda, estaba rebuscando en un montón de basura con la esperanza de conseguir algo comestible —los alimentos escaseaban más que nunca— cuando oyó a Afrior llamarlo por su nombre. Levantó la vista y vio a sus hermanos muertos de risa.
La cadena del perro lobo seguía atada al poste. Y el collar continuaba unido a la cadena. Pero el cuello del perro lobo ya no estaba dentro de su collar. En una fracción de segundo Tycho entendió el significado de las miradas de sus hermanos. Se dejó caer justo en el momento en que la bestia, que tenía a sus espaldas, saltó. Cuando el animal pasó por encima notó como le salpicaba su baba. Trepó entre la basura todo lo deprisa que pudo. La astucia y el odio le llevaron directamente hacia sus hermanos. Cuando estos se dispersaron el perro lobo dejó de perseguirle y se fue a por uno de ellos.
Tycho agarró a Afrior y la arrastró hacia el portalón.
El portalón era enorme, al menos para él. Pero de todos modos logró cerrarlo clavando los talones en la tierra y esperando escuchar en cualquier momento los gruñidos del perro y sentir unas mandíbulas cerrándose en su cadera. Cuando levantó la vista vio que el perro tenía acorralado a su hermano mayor contra una pila de troncos. Al menos lo que ocurrió después fue rápido. La bestia saltó al cuello del muchacho, lo derribó y le arrancó la garganta. Fue una idea estúpida empezar a tirar piedras contra el perro. Pero su otro hermano lo hizo de todos modos. Y, probablemente, la bestia le habría matado también si Tycho —desnudo y con solo siete años— no hubiera cogido de la basura un trozo afilado de una vasija de barro para hacer frente a la bestia. No lo hizo para salvar a su hermano. Lo hizo porque lord Eric volvía de caza y Afrior había atravesado el portalón con él.
Tycho introdujo su improvisada arma entre los dientes de la bestia y de un golpe rasgó la carne hasta que dio en el hueso. El perro intentó morderle, pero los músculos de las mandíbulas estaban seccionados y el trozo de vasija impedía que los dientes se cerraran.
—¡Apártate…! —el grito de lord Eric se escuchó por encima de la algarabía.
Tenía que haber obedecido. Debería haber dejado el trozo de la vasija clavada en la boca del perro y apartarse. Pero la sacó y la clavó con todas sus fuerzas en la garganta de la bestia, sintiendo cómo atravesaba el pelo y abría la carne. Fue pura suerte que la puñalada diera con una arteria haciendo desangrarse al perro.
Lord Eric cogió el trozo de vasija que había utilizado y lo miró.
Era el fragmento triangular de un plato, cuyo borde había servido de empuñadura y la parte rota de filo. El trozo estaba mellado en el lugar en que tropezó con los huesos de las mandíbulas del perro. Por un momento, pareció que lord Eric lo iba a utilizar contra Tycho. En cambio, señaló el collar en el barro.
—Dámelo —ordenó.
Tycho obedeció.
—¿Quién lo soltó? —el rostro de lord Eric estaba tenso, los ojos furiosos. Afrior miró a su medio hermano y el niño se dio cuenta de la seña que le había hecho Tycho.
—Fue mi hermano —dijo el niño, señalando el cadáver junto a la pila de troncos.
Lord Eric soltó una maldición.
Apareció Brazo Seco y empezó a desgañitarse sobre el cuerpo de su hijo mayor. Lord Eric la hizo callar con la mirada. En el silencio solo se escuchaban los hipos y ahogados sollozos de Brazo Seco, que lanzaba miradas de odio hacia Tycho.
—¿Es hijo tuyo? —preguntó lord Eric, señalando a Tycho con el dedo.
Brazo Seco se quedó callada hasta que el vikingo la agarró e hizo que le mirase a la cara.
—Cuando te hago una pregunta debes contestarme.
Su voz sonaba tranquila y peligrosa.
—¿Es hijo tuyo?
—Sí, mi señor.
Había algo inquietante en la mirada de lord Eric. Cuando soltó la cara de Brazo Seco, esta se quedó mirando al suelo.
—Bueno —dijo lord Eric, colocando el collar alrededor del cuello de Tycho—. Ahora será mi perro lobo…
—¿Y qué pasó con Afrior? —Desdaio miró el rostro agotado de Tycho y el vaso de vino que apenas había probado y alargó la mano.
Tycho se estremeció cuando sus manos se tocaron.
—En otra ocasión —se lo pensó mejor Desdaio—. Me lo contarás en otro momento —dudó si debía decir algo más y, finalmente, se encogió de hombros—. Creo que estás mejor aquí. Estas cosas no podrían suceder aquí.
Recordando el látigo de plata de Atilo, su advertencia de lo que le sucedería si diese con sus huesos en una prisión veneciana y a la muchacha mameluca clavada a un árbol en el patio del fondak, Tycho optó por no contestar. Al salir pidió a Desdaio que le encerrara de nuevo y que no le contara a Atilo su conversación. Podría molestarle.
Tycho regresó a su celda pensando que Atilo ya le debía dos vidas: la de Rosalyn y la que él se había negado a tomar ahora.