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n Venecia había una docena de mataderos de cerdos. Al que Amelia llevó a Tycho una calurosa noche de verano estaba en el extremo norte de la ciudad, a diez minutos a pie al oeste de la Misericordia y casi enfrente de la isla de San Michele. Al igual que los demás, estaba ubicado lo más alejado posible de los barrios residenciales. Lo que venía a significar lo más lejos posible de cualquier veneciano rico.
El matadero estaba situado al borde de la laguna, en un terreno de suave pendiente que permitía baldear el suelo empedrado arrastrando el agua todos los desperdicios al mar. Aunque en la matanza apenas se desperdiciaba nada. Los cerdos se amontonaban, gruñían y se revolcaban en su propia mierda, o la mierda de las piaras precedentes en un maloliente corral situado al aire libre. Las normas del Gremio exigían que su carne no se vendiera antes de que transcurrieran las veinticuatro horas del sacrificio, ni diez días después del mismo. La sangre, los intestinos y las vísceras se utilizaban para hacer salchichas. La piel se convertía en cuero y las pezuñas y huesos largos, una vez extraída la médula, se cocían para fabricar pegamento.
Incluso las vértebras se aprovechaban para caldo. El método utilizado por el maestro Robusta consistía en hacer dos cortes, uno a cada lado de la columna vertebral, en lugar del habitual corte único que partía la columna vertebral longitudinalmente por la mitad.
La mayor parte de la carne se salaba para ser vendida a los buques fondeados en el Bacino di San Marco que se avituallaban antes de zarpar hacia el sur. Las mejores piezas acababan en los puestos del mercado de Rialto mientras que las salchichas alimentaban a los pobres de la ciudad. El matadero del maestro Robusta apestaba. Al fin y al cabo era un matadero. Pero no olía peor que otros mataderos y mucho mejor que las curtidurías. Y, a diferencia de las fundiciones de hierro del oeste, era poco probable que te matara con sus efluvios venenosos mientras dormías.
—¿Qué te trae de nuevo por aquí…?
Amelia, con una mueca de desagrado, señaló con el pulgar a Tycho, mientras el maestro Robusta sonreía al ver sus trenzas de color plateado y su blanca piel.
—No digas nada.
—¿Tienes la carta?
Amelia entregó la carta de Atilo al maestro Robusta y esperó mientras rompía el sello, leía el contenido y acercaba la hoja de papel a la llama de una vela, dejando que ardiese hasta casi quemarse los dedos antes de soltar las cenizas y contemplarlas salir volando.
—¿Todos los meses?
Amelia se encogió de hombros.
—No sé leer. Ni tampoco me enseñó la carta —luego, mirando al maestro Robusta, agregó—: Vendré con él —su tono revelaba hasta qué punto la hacía feliz esa idea.
—Matamos y desventramos cada minuto de cada día, excepto, claro, los que prohíbe la Iglesia. Ahora usamos cuchillos de carnicero. Pero tu maestro me ha pedido que primero te enseñe hacerlo a la manera antigua —caminando hacia atrás, el maestro Robusta eligió un cuchillo de un estante—. Usa este. Es demasiado viejo para que te hagas daño.
Puede que fuese viejo, pero cortaba bien. La hoja había sido afilada tantas veces que parecía más una hoz. Lo que alteraba el equilibrio.
—¿Te vale este? —el maestro Robusta y Amelia le estaban observando. La expresión del carnicero era divertida. La de Amelia era más difícil de descifrar.
—¿Puedo? —Tycho señaló con la cabeza una rueda de afilar.
—Ya está bastante afilado.
Fue entonces cuando Tycho supo lo que se esperaba de él. Lo de la carta sellada era puro teatro. Al menos por parte del carnicero. A Amelia se lo habían dicho después que a Tycho y no había pasado ni una hora todavía.
Tycho se acercó a la rueda de afilar, la puso en marcha y desbastó parte de la madera del mango, hasta que el cuchillo quedó bien equilibrado.
—¿Dónde aprendiste a hacer eso? —eran las primeras palabras que le dirigía Amelia desde que salieron de Ca’ il Mauros. Dado que no podía contestarle viendo cómo lo hacía el armero de lord Eric, se encogió de hombros dejando su pregunta sin respuesta y observando cómo se endurecía la expresión de su cara.
—Por aquí —dijo el maestro Robusta. Una docena de hombres levantaron la vista, pero era a Amelia a quien miraban impresionados por sus movimientos de lince negro que se abre paso a través de una manada demasiado estúpida para darse cuenta del peligro que suponía el recién llegado.
—Poneros en un banco cada uno.
Amelia negó con la cabeza.
—Yo solo estoy aquí para mirar.
El carnicero parecía tener algo que objetar pero, finalmente, se encogió de hombros y dijo que, si no iba a ser de utilidad, mejor se apartara. Luego señaló con la cabeza un bastidor de madera de roble con dos poleas.
—Solo lo voy a hacer una vez.
Un chiquillo arrastró un cerdo, fijó dos nudos corredizos en torno a sus patas traseras y tiró de la cuerda que pasaba por las poleas. En un instante tenía a su víctima colgando boca abajo.
El maestro Robusta colocó de una patada una palangana debajo del bastidor y, levantando la cabeza del cerdo, le rajó la garganta con el cuchillo haciendo que cesasen los chillidos. Luego, de otro tajo, abrió el vientre del animal. Las palpitantes vísceras cayeron en la palangana salpicándolo todo de sangre, cosa que no pareció importarle al carnicero. El sacrificio fue breve y brutal, dos cortes a lo largo de la columna vertebral, las manos, las paletillas, el costillar, los solomillos… Limpió los huesos de carne y cortó las articulaciones con la eficiencia despiadada que había adquirido tras haber sacrificado miles y miles de animales. Al terminar, el maestro Robusta descubrió que Tycho lo observaba con una intensidad feroz.
—¿Crees que puedes hacerlo?
Tycho asintió con la cabeza.
—Demuéstralo.
El chiquillo trajo otro cerdo, ató sus patas e izó a la vociferante bestia fijando rápidamente el extremo de la cuerda en un gancho. Después desapareció. Era uno de la docena de aprendices jóvenes, que ya estaría colgando otro cerdo para otro matarife.
Tycho agarró el hocico del animal y cortó su garganta de un tajo.
Esperaba que aparecieran la niebla roja y las sombras cambiantes. El miedo a que le salieran los dientes de perro le había acompañado mientras caminaban por el puente de Rialto hacia las puertas del matadero. Pero no sintió nada. Sin ninguna consideración metió las manos en la sangre que fluía de la garganta abierta del animal y bebió. Sabía a barro. La llama de la fiereza que había agudizado todos sus sentidos se apagó. Tycho se limitó a repetir exactamente los movimientos del maestro Robusta. Haciendo caer las vísceras en la palangana llena de sangre, trazando las dos líneas paralelas a ambos lados de la columna vertebral y despiezando al animal con la fría eficiencia que le dejaba tiempo para pensar en el matadero en que se encontraba.
Amelia seguía con el ceño fruncido. El maestro Robusta lo miraba con aprobación. Otros carniceros habían interrumpido su trabajo para observarle, hasta que el maestro Robusta les echó una severa mirada y todos regresaron a sus tareas. Nuevos cerdos fueron colocados en los bastidores para ser eviscerados y muertos, a menudo en ese orden. Sus chillidos agónicos se hacían insoportables. El olor a hierro de la sangre, el hedor de los excrementos y el calor de los cerdos sacrificados se sumaban al de la noche de verano, haciendo que la cabeza de Tycho se cubriera de sudor.
—Tú ya lo habías hecho antes.
Tycho negó con la cabeza.
—¿Pero has matado alguna vez?
—Lobos —dijo Tycho—. También personas —observó la desigual batalla a su alrededor, los charcos de sangre derramada y los cuerpos agitándose—. Pero matar cerdos no parece tan distinto.