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ónde está mi tía?

Roderigo miró la cara preocupada de lady Giulietta y abrió la boca para decir que no lo sabía.

—Tú no lo sabes, ¿verdad?

—No, mi señora.

—Idiota —dijo Giulietta enfadada—. Todo el mundo es idiota esta noche. Sé que no está con el duque, porque él está en su habitación.

Hacía falta un permiso para visitar a Marco por la noche, incluso para Giulietta, así que Roderigo evitó preguntar cómo lo sabía.

—¿Ha preguntado al regente? —dijo en su lugar.

Giulietta giró sobre sus talones dándole la espalda.

Sugerencia equivocada, por supuesto.

—Mi señora —gritó Roderigo mientras ella se alejaba—. ¿Debo mencionar su deseo de verla si me encuentro con la duquesa?

—Sí —fue toda la respuesta. Lady Giulietta no se molestó en detenerse o volverse y darle las gracias por la idea. ¿Por qué iba a hacerlo?, pensó Roderigo, ella era una Millioni. Un miembro de la familia más rica de Europa. ¿Y él…? Un patricio menor, que ocupaba una habitación de un palacio de diez habitaciones, porque las otras nueve eran aún más frías, húmedas y desangeladas que la que utilizaba.

Le había dejado preocupado el encuentro de aquella tarde con el tío de Giulietta.

Tenía la sensación de que algo había quedado por hablar. Algo que había dejado atrapado al príncipe Alonzo entre furioso y preocupado. Y las reacciones del embajador de los mamelucos fueron casi idénticas. Los hombres tuvieron una discusión acalorada. Roderigo se sentiría más feliz y seguro si supiera cuál fue el motivo.

El embajador de los mamelucos exigió que los Diez investigasen el incendio de la nave que perteneció a su Señor y se negó a aceptar que el buque no había sido saqueado y robada su carga antes de prenderle fuego. Se negaba a admitir rotundamente que se tratase de un accidente.

—Los mamelucos no bebemos vino —dijo indignado, cuando la duquesa Alexa sugirió que algún miembro de la tripulación borracho podía haber tropezado con una lámpara de aceite y causara el desastre. Había suficientes mamelucos, árabes y moros en las tabernas a lo largo de la Riva degli Schiavoni para demostrar que el embajador faltaba a la verdad. Pero, en general, era cierto.

La posición del embajador era firme.

Su Señor no podía aceptar que sus barcos mercantes fuesen quemados. El sultán tampoco veía con buenos ojos la negativa de los Diez a investigar el incendio. La duquesa confiaba en que no se tratase de una amenaza. El embajador, con el helado orgullo del que hacía gala, declaró que era una advertencia, nada más. Aunque a continuación sugirió que Venecia debería tomar sus advertencias en serio.

—Usted ya conoce —dijo Alonzo— el respeto que siento por su Señor.

—El sultán había sido su amigo en el pasado.

Tal vez Roderigo fue el único que escuchó un implícito pero no lo es ahora en la frase.

—No me gustaría sentirme decepcionado —dijo el príncipe Alonzo—. Si mis propuestas y ofertas de amistad son rechazadas.

—La decepción forma parte de la vida.

El príncipe Alonzo miró al embajador claramente sorprendido.

—Ambos países tienen mucho que perder si esto no se resuelve de forma amistosa.

—Que sea lo que Dios quiera —contestó el embajador.

En ese momento el príncipe Alonzo pareció recobrar la calma. Repitió que el incendio a bordo del barco mameluco había sido un accidente. El capitán Roderigo estaba seguro de ello, ¿no?

—Por supuesto —dijo Roderigo.

—Mi señora… —La voz a sus espaldas sonaba empalagosa. Untuosa, pensó lady Giulietta, temblando ante la imagen de un ungüento grasiento que las palabras evocaban. Así que apretó el paso tratando de llegar a las escaleras.

—Su alteza la está buscando.

—¿El duque? —dijo, dándose la vuelta.

El secretario del regente tragó saliva y lanzó una mirada nerviosa al guardia más cercano.

—Perdonadme —dijo—. Quise decir, su excelencia el príncipe Alonzo…

Giulietta sabía que su tío había mandado a buscarla. Esa era la razón por la que estaba buscando a su tía. A lady Giulietta empezaba a molestarla la manera en que la miraba el tío Alonzo. Y sus continuas sugerencias de tener una charla tranquila, a solas. La respuesta de su tía cuando le manifestó su preocupación no ayudó a tranquilizarla.

—Tú y yo también tenemos que hablar —dijo Alexa—. Mientras tanto, enciende una vela por tu madre todas las noches. Puedes confiar en su protección.

Todo el mundo quería hablar con ella. Pero nadie decía cuándo y el tiempo se estaba agotando. Sir Richard partiría con la marea matinal y con él Giulietta. Los tratados estaban firmados, los banquetes celebrados. Los cortesanos querían que se marchara. Podía verlo en sus ojos. Querían que sufriera y que se fuera con su rabia y su miseria a otra parte.

La tía Alexa se mostraba ahora tan elusiva que Giulietta se preguntaba si también deseaba que se fuera. La duquesa sabía cómo se sentía con respecto a este matrimonio, porque todo el mundo en la corte sabía cómo se sentía, incluso aquellos que habitualmente buscaban la seguridad de no saber nada. ¿Entonces por qué se negaba a verla Alexa? Si tuvieras lo que hay que tener te habrías suicidado.

La voz que se lo decía era baja, tranquila y pertenecía a la propia Giulietta.

—Mi señora.

¿Qué? —el pequeño y denteroso secretario de su tío todavía estaba allí. Parecía una comadreja, con esos ojos llorosos y la cabeza calva.

—Si me permite mi opinión, señora…

—No se lo permito —jamás se hubiera atrevido a expresar su opinión si no fuera porque ella se marchaba al día siguiente. Pero mañana ya no estaría aquí, así que, ¿qué tenía que temer ahora? Y ni siquiera podía quejarse a su tía porque esta no aparecía por ninguna parte…—. ¿Dónde está mi tío?

—En la Sala Della Tortura.

—¿Estará torturando a alguien? —No le sorprendería en él. A menudo su tío afirmaba que echaba de menos el barro, la sangre y la brutalidad del campo de batalla. Allí todo era mucho más limpio que en la política. Con eso pretendía hacer creer que llevaba con reticencia su cargo de gobernante. Sin embargo, tramaba, conspiraba y mentía como todos los demás.

La Sala della Tortura estaba en el cuarto y último piso del palacio, por encima de la armería y las cámaras de gobierno. Dado que Giulietta se encontraba en la segunda planta, tenía que subir dos tramos de escaleras y pasar por delante de una docena de guardias. Sin duda, cada uno de ellos echaría un vistazo a su cara, preguntándose por qué estaba de mal humor esta vez.

En las escaleras hacía frío y las corrientes de aire agitaban los tapices colgados por orden del difunto duque. Eran franceses y representaban los hechos más destacados de su reinado. El primero trataba de su victoria sobre la Segunda República, Marco III aparecía como un joven dios, mientras que sus enemigos lucían abatidos y amargados. El segundo estaba dedicado a su matrimonio con la nieta del Khan, quien se convertiría en Alexa di San Felice il Millioni. Su dote consistió en tres cofres de oro, un cofre de té negro y una docena de palomas imperiales. Su abuelo las utilizaba para llevar mensajes de sus conquistas, emitir órdenes a sus ejércitos y solicitar suministros o refuerzos a la retaguardia. Tamerlán, el nuevo Khan de Khanes, hacía lo mismo.

El tercer y último tapiz estaba dividido en Cielo, Infierno y Tierra. En la Tierra, aparecía sentado Marco III acompañado de Alexa y de su hijo. En el Cielo, los príncipes Matteo y Cesare, asesinados por la Segunda República, sonreían a la nueva familia de su hermano. Debajo, en las entrañas del Infierno, los republicanos eran torturados por los demonios, mientras sus hijos e hijas eran violados con asadores o colgados de los ganchos como piezas de carne.

Este último le ponía los pelos de punta.

Las escaleras que conducían al piso siguiente eran más estrechas y mucho menos grandiosas. Las paredes estaban cubiertas por desconchados frescos de los que nadie se preocupaba. Los tapices estaban llenos de agujeros. Pero Giulietta las prefería a las otras. Los guardias apostados ante la cámara de la tortura no parecían dispuestos a abrirle la puerta.

Giulietta estaba a punto de enfurecerse cuando recordó que, la última vez que vino aquí, les había dicho que podía abrir las puertas ella sola. Pero decidió enfurecerse de todas formas.

Ábranla.

Los guardias obedecieron.

El humo procedente de un brasero encendido llenaba la cámara de un olor dulzón. La sala era de doble altura. A lo largo de las paredes corría una especie de balcón, con sillas de madera para los consejeros que quisieran presenciar un interrogatorio. Desde el techo colgaba una única cuerda. La utilizaban para suspender a los sospechosos. La madera sin pintar que revestía las paredes de la sala estaba oscurecida por el humo y los años. El suelo era de piedra. En un rincón, resultando totalmente fuera de lugar aquí, había un diván de piel, cubierto por una alfombra persa. Junto al diván un escritorio portátil lleno de papeles y plumas afiladas, además de un tintero con la tapa abierta. El hombre sentado ante el escritorio estaba dibujando un horóscopo con trazos seguros.

—Por fin ha venido —dijo el doctor Cuervo.

—¿Dónde está mi tío?

—Ocupado —la voz de Alonzo provenía de detrás de las cortinas.

—Volveré más tarde.

—No —la voz sonó enojada—. Vas a esperar. Envié a buscarte hace una hora. Tu tardanza podía haber hecho que las cosas…

—¿Qué?

—Fuesen innecesariamente complicadas.

Giulietta oyó abrirse la puerta a sus espaldas y miró hacia atrás, esperando ver al secretario de su tío o a uno de los guardias. Pero en su lugar vio la cara agria de una abadessa con la cabeza cubierta por la toca blanca de su orden.

Y junto a ella, a una borracha tan mugrienta que parecía haber sido arrancada del catre del burdel más cercano. Su sucia piel olía a sudor y alcohol.

Usted —dijo la mendiga entre dientes, al ver al alquimista.

El doctor Cuervo sonrió.

—Doña Scarlett —el aire se llenó de la tensión que suele preceder a la tormenta. Pero la monja lo zanjó, interrumpiéndoles.

—Ya estamos todos, entonces.

Volviendo a cerrar la cortina tras él, el príncipe Alonzo salió de la alcoba llevando en la mano una pluma de ganso. Parecía una pluma de escribir, excepto que le faltaba la punta afilada y las barbas que se suelen dejar en el extremo superior para equilibrarla.

—¿Estás seguro de que el día es propicio?

—Es luna nueva —dijo el doctor Cuervo—. No hay mejor momento.

—¿Qué pasa con ella?

—Scarlett podrá verificar si lo que dice la doncella de ropa blanca es verdad.

Dando un paso hacia Giulietta la apestosa borracha frunció el ceño viendo que la joven se apartaba de ella.

—Será más fácil si colabora.

—¿El qué?

—Todo —dijo el príncipe Alonzo con gravedad—. Créeme. Será más fácil para todos si cooperas. Abadessa

Agarrando a Giulietta, la abadesa le dio la vuelta y hundió el pulgar en la suave piel del brazo de Giulietta, que se quedó inmovilizada por el dolor.

—Si te resistes apretaré más fuerte.

Un charco de orina se formó a los pies de Giulietta.

—Con el permiso del regente —dijo la abadesa—, vamos a comenzar. Doña Scarlett, ¿me confirma que no estamos perdiendo nuestro tiempo?

Levantando el vestido y el camisón de lady Giulietta la mujer pasó la mano entre los muslos de la chica y olió sus dedos.

—Está lo suficientemente cerca. ¿El contenido de la pluma es reciente?

—¿Qué opina usted? —preguntó Alonzo, tocando el lazo de su bragueta.

—Sería más seguro si…

La cara del regente se oscureció.

—¿Quieres que me condene? —exclamó—. Va contra todas las reglas de la consanguinidad. Es como si quemara una iglesia o comiera carne los viernes.

Usted no puede

Pero Giulietta no pudo decir nada más, porque la monja de cara agria clavó el pulgar en su brazo tan salvajemente que la muchacha volvió a orinarse encima, derramando su vergüenza por el suelo en un charco cada vez más grande.

—Deja de lloriquear —ordenó la abadesa.

—No estoy seguro —dijo el doctor Cuervo— de que esto sea necesario. Y tampoco estoy seguro —añadió, con expresión de reproche— que me contara que su sobrina no estaba al corriente.

—Si ella se hubiera tomado la molestia de acudir antes a mis llamadas habríamos tenido más tiempo para discutir esto. Pero como no lo hizo… —Alonzo dejó que su comentario se quedara sin terminar. Obviamente, consideraba que la ignorancia de Giulietta sobre su plan era culpa de la chica—. Y yo no tengo que dar explicaciones a mi mago.

—Al mago del duque Marco —dijo el doctor Cuervo en voz baja.

Lady Giulietta pensó que su tío iba a pegarle. Sabía que el hecho de que el regente se mordiera la lengua solo podía significar una de dos cosas: o que el alquimista era más poderoso de lo que ella sospechaba o que su tío quería terminar lo que fuera cuanto antes. Ninguna de las dos opciones la hacía feliz.

—Ponedla en el diván —dijo doña Scarlett.

Dio igual que Giulietta se resistiese. Terminó tumbada de espaldas, con su vestido y el camisón arrebujados alrededor de su cintura. El regente no perdió los estribos hasta que la muchacha empezó a gritar.

—Haz que se calle esta puta.

—No tenemos tiempo.

—Hazlo —ordenó el príncipe Alonzo al doctor Cuervo.

—Como quiera —y, colocando la mano a ambos lados de la mandíbula de Giulietta, susurró—, silencio.

Y eso fue todo. La boca de lady Giulietta se cerró y la lengua quedó congelada dentro. Cuando doña Scarlett empezó a abrir a la fuerza las rodillas de la muchacha, el alquimista desvió la mirada y se dirigió a la alcoba donde había estado el regente antes.

—¿Dónde crees que vas?

—A por un poco de vino. Usted tiene vino allí, ¿no…? —el doctor Cuervo se metió dentro corriendo la cortina tras él y farfullando entre dientes que más le valiera que quedara algo. Doña Scarlett estaba agarrando los tobillos de la muchacha, mientras la abadesa la sujetaba de las muñecas.

—Va a suceder de todas formas —dijo la alcahueta en tono de disculpa—. Si te resistes solo empeorarás las cosas. Así que sé amable contigo misma y compórtate.

Odiándose por su cobardía Giulietta hizo lo que se le dijo. Doña Scarlett decía la verdad. Todo lo que tenía que hacer el doctor Cuervo era pasar las manos por sus caderas y estas también quedarían fuera de su control.

—Hazlo —ordenó el regente.

Tomando la pluma, doña Scarlett sacó una vejiga de pescado de la manga, la hinchó y la colocó sobre un extremo de la pluma. El otro, lo deslizó entre los muslos de lady Giulietta, maldiciendo cuando la joven comenzó a retorcerse con la fuerza suficiente como para liberar una muñeca.

Sujétala.

El apretón sobre la muñeca que seguía presa aumentó brutalmente.

—Un escándalo —se indignó la monja—. Parece usted la única muchacha que va a hacer un servicio a su ciudad.

Volviendo a colocar la pluma, doña Scarlett apretó la vejiga para liberar su contenido.

—Mira —dijo—. No está tan mal. Y tú sigues tan intacta como el día en que naciste —y sonrió, como si esto lo cambiara todo.

Alquimista.

—Para ti soy el doctor Cuervo, mujer.

—Mi parte ya está hecha —dijo doña Scarlett—. Voy a coger mi dinero y marcharme.

El regente abrió la boca.

—Voy a coger mi dinero y marcharme —repitió.

El príncipe Alonzo le tiró una bolsa.

—Bruja —murmuró, cuando la puerta se cerró tras ella.

—Si me permite —dijo el doctor Cuervo, apartando a la abadessa del diván e indicando a Giulietta que debía permanecer donde estaba. La monja cerraba el camino de escapatoria, así que Giulietta hizo lo que le ordenaban.

—Un hijo —ordenó el regente—. ¿Me entiendes? Ella va a dar un hijo a Janus. Si no, me voy a enfadar. De hecho un día descubrirás que, de repente, coincido con la opinión del Papa de que eres un hereje.

El doctor lo ignoró.

—Mi señora —dijo—. Los primeros niños a menudo se adelantan. Janus nunca sospechará que el hijo no es suyo. Y usted nunca se lo dirá. De hecho… —el alquimista miró al regente, quien asintió con la cabeza—. Nunca volverá a hablar de lo ocurrido aquí.

El mago sujetó a Giulietta hasta que dejó de temblar y luego le tocó la cara, dejando libre la mandíbula de la chica.

—¿Cómo pudo…? —preguntó Giulietta.

—Necesito cadáveres para diseccionar, mi señora. El regente me los proporciona y me mantiene a salvo de aquellos que consideran mi trabajo como una abominación.

La siguiente en salir fue la abadessa. Giulietta se vio obligada a permanecer tumbada de espaldas durante media hora más, con las rodillas levantadas y un cojín bajo las caderas. Como despectivo regalo de despedida, la monja volvió a colocar en su sitio el vestido de Giulietta, lo que significaba que todavía le quedaba algo de decencia. Pero cuando finalmente le permitieron levantarse y Giulietta ya se encaminaba hacia la puerta, con las rodillas vacilantes, el estómago a punto de vomitar y los intestinos al borde de vaciarse, su tío la llamó. Su misión no se limitaba únicamente a dar a Janus el hijo que su primera esposa no pudo. Había otras consideraciones, asuntos de política. Deseaba explicarle lo que se esperaba exactamente de ella cuando llegara a su nuevo reino.