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arcos en llamas salpicaban el mar alrededor de Tycho. Los de la flota que el rey Janus y Venecia habían confiado a Atilo se estaban hundiendo convertidos en bolas de fuego. Sus tripulantes más afortunados fueron arrastrados al fondo por el peso de sus armaduras o tragados por el remolino que se forma tras hundirse un buque. Los menos afortunados tardarían más tiempo en morir.
Las galeras de los mamelucos se habían agrupado formando un círculo.
De la flota veneciana solo se mantenía a flote el San Marco, el barco de Atilo. Los mamelucos parecían estar esperando algo. Estaba tocando a su fin un día de duros combates. Los constantes ataques fueron mermando la flota cristiana y, a pesar de que por cada buque perdido, se hundía también uno de los buques enemigos y, a veces, incluso más de uno, la derrota era inevitable.
Giulietta y Tycho lo vieron desde la sombra de un baldaquín. Durante todo el día las nubes de tormenta ocultaron el sol, cosa que Tycho agradeció. Incluso con las gafas de cristal ahumado sus ojos estaban abrasados por la luz diurna. Ni siquiera le salvó el ungüento, proporcionado con retraso por Atilo. (El doctor Cuervo había entregado las dos cosas al anciano. Por si se vuelve a cruzar con aquel muchacho tan guapo. Y, aunque Atilo no los tiró a la basura por temor a provocar la ira del alquimista, había tardado bastante en entregar esta protección a Tycho). Ahora las densas nubes que le habían proporcionado protección se abrieron para dejar pasar los últimos rayos del sol poniente. Desde su lugar bajo el toldo Tycho examinó los restos de la flota de Atilo, cuyos cascos quemados representaban la ruina de su reputación. Atilo tenía varias facetas imposibles de separar.
La del hombre comprometido con Desdaio. La del magister militorum que arrastra tras de sí una gran fama por las batallas ganadas. La del jefe de los Assassini. Tycho habría podido entender mejor al viejo si hubiera sabido dónde estaban realmente sus lealtades.
¿Con su ciudad de adopción?
¿Con la duquesa que lo había convertido en su amante?
¿Con los Assassini? Sus normas eran tan rígidas que toleraban los abusos de personajes como el príncipe Alonzo. El regente recibiría la noticia de la derrota con furia pública y ambigüedad privada. El amante de la duquesa habría muerto, su facción en la corte sufriría una humillación, muerto también el joven al que Alonzo pretendió ejecutar. Solo se vería privado de Giulietta. Porque también estaría muerta.
—Tycho —llamó Giulietta.
Tycho se volvió para mirarla.
—Estás llorando —parecía sorprendida. Inclinándose hacia adelante, tocó con la punta de los dedos su cara. Luego examinó el aceitoso y brillante líquido que había en sus dedos.
—Todo el mundo tiene que morir algún día —dijo Giulietta.
Un poco más lejos estaba Desdaio, con la cabeza gacha y los hombros temblando de miedo. Luchaba para no dejar que el pánico se apoderara de su cuerpo. Prefería morir a ser capturada. En el mejor de los casos acabaría de esclava en algún harén mameluco. En el peor, la esperaba la tortura y una muerte lenta.
—Has hecho una promesa a Leopold.
—¿Y qué? —preguntó Tycho, que ya conocía la respuesta y se estaba preguntando por qué la obligaba a pronunciar esas palabras. Probablemente porque no quería tener sobre su conciencia lo que vendría después. Suponiendo que alguien como él, una cosa como él, tuviera conciencia.
—Cuando llegue el momento…
—¿Qué? —apremió Tycho—. ¿Cuando llegue el momento de qué?
—¿Vas a obligarme a decirlo?
Tycho asintió con la cabeza.
—Mátame. ¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
Y entonces se dio cuenta de que Desdaio se había reunido con ellos y ahora estaba frente a él, negando vehementemente con la cabeza.
—No puedes —dijo con desesperación—. ¿Qué pasará con su bebé? —y, volviéndose hacia Giulietta, continuó—. ¿Quieres que también mate a tu bebé? Eso no puede ser. Irás al infierno.
—Ya estamos en él —dijo Tycho.
Giulietta le dio una bofetada tan fuerte que los tres se quedaron sorprendidos en silencio y Atilo les miró desde la proa.
—Es una herejía —dijo Giulietta entre dientes—. Han quemado a los cátaros por decir eso.
—¿Crees que el infierno es peor que esto?
Giulietta abrió la boca para decir que sí, pero la volvió a cerrar. Sus ojos se llenaron de dolor por el hombre que la había secuestrado para casarse con ella y abandonarla luego. Y siempre actuando por motivos más nobles. Pero, al final, ella quedaba abandonada.
—Él lo sabe —dijo de repente Desdaio.
Giulietta se volvió hacia ella.
—Sobre el infierno. Tycho ha estado ahí.
El barco del almirante de los mamelucos estaba virando lentamente. Había otras galeras más cercanas al San Marco, pero tenían órdenes de esperar. El almirante del sultán quería llevarse el honor de derrotar a Atilo. Después de todo, Atilo era un moro traidor y renegado. No importaba que se perdiera tiempo haciendo virar la galera del almirante. Este era un juego de esperas. Y los mamelucos tenían el tiempo de su lado.
—Tú la quieres, ¿no? —preguntó Atilo.
Era la segunda vez en veinticuatro horas que le hacían esa pregunta. Echando un vistazo hacia lady Giulietta, que estaba de pie, de espaldas a ellos y con el bebé en los brazos, respondió:
—Desde el momento en que la vi.
—¿En Ca’ Friedland?
—Mucho antes. En la basílica.
Atilo lo miró.
—¿Amas a Desdaio también?
—Me gusta. Me hace sentir… cómodo. Pero ahí termina todo.
—No puedo hacerlo —había tal angustia en la voz de Atilo que las entrañas de Tycho se helaron.
—Yo tampoco puedo —dijo—. Giulietta es mi responsabilidad, por mucho que detestes ese hecho. Y fue ella la que me pidió que le quitara la vida. Desdaio es responsabilidad tuya. A mí no me lo pidió.
—Desdaio no debe caer en manos de los mamelucos.
—Es posible que exijan un rescate por ella —dijo Tycho—. Si les dice que es hija de lord Bribanzo. Tendrá que pagar más para que se la devuelvan intacta.
—Y yo estaré muerto —la voz de Atilo carecía de entonación—. Con el tiempo, me olvidará y surgirán otros pretendientes. Que caerán mejor a lord Bribanzo. Pero, aun así… daría cualquier cosa. Entregaría este barco, si pensase que así iba a garantizar su seguridad.
—Mi señor…
—Lo digo en serio, Tycho. ¿Nunca has amado así?
La pregunta estremeció la memoria de Tycho. Y ni el frío dentro de su mente, ni las llamas que devoraban a los barcos a su alrededor, ni su temor residual de la bola roja del sol desapareciendo tras el horizonte fueron suficientes para desterrarla. Podía sentir la angustia de Atilo, la antinatural calma de lady Giulietta, la desesperación de Desdaio. Y por mucho que lo intentase no pudo dejar de pensar que todo ese dolor era una consecuencia de su negativa a ceder.
—¿Cuánto tiempo tenemos?
—¿Cuánto tiempo?
—Antes de que nos alcancen.
La galera de los mamelucos había terminado de virar. Las dos filas de galeotes remaban ahora al unísono, ya no tenían que luchar contra la resistencia de la profunda quilla, ni contra las fuertes corrientes de esta parte del Mediterráneo.
—Unos pocos minutos como mucho.
En la proa de la galera atacante los grumetes estaban llenando braseros y tarros de aceite para que los arqueros pudieran empapar los trapos que envolvían las puntas de sus flechas cuando llegase el momento.
—Voy a decirle a Giulietta que la amo.
Los hombros de Atilo se tensaron al escuchar las palabras de Tycho.
—Es una princesa Millioni.
—Y yo un caballero, aunque pobre y reciente. Necesito el coraje que me proporcionará esta declaración.
—¿Para qué?
—Para convertirme en otra cosa —dijo Tycho con tristeza.
Giulietta lo miraba sorprendida. Desdaio se había quedado petrificada de la impresión, el dolor que reflejaban sus ojos era tan grande como la sorpresa en los de la princesa Millioni.
—Amabas a Leopold —dijo Tycho—. Lo sé.
La joven asintió ligeramente con la cabeza y levantó la mirada hasta quedarse mirándole a los ojos.
—¿Por qué me dices que me amas ahora?
—Porque sí —dijo Tycho, sabiendo que no estaba respondiendo a la pregunta. Y, dándose la vuelta, se alejó del ceño fruncido de Giulietta y del dolor apenas disimulado en los ojos de Desdaio. Caminó hasta la proa e, ignorando la nave enemiga que se aproximaba, pronunció las palabras que había jurado a A’rial que nunca diría.
—Ayúdame.
Durante unos segundos nada sucedió.
De repente el aire se volvió ondulante y la energía fluyó alrededor de Tycho, rozando su cuerpo como unos dedos y desapareciendo inmediatamente. Escuchó una risa burlona en su cabeza y oyó el ruido de una puerta que se abría a sus espaldas. Atilo profiriendo juramentos.
—Pensé que el conjuro de la puerta sería más discreto.
Sonriendo, A’rial subió la corta escalera y se colocó a su lado. A través del vestido desgarrado Tycho podía ver sus hombros, más flacos que nunca. Tenía el cabello sucio. Los dedos de los pies estaban ennegrecidos por la mugre. Pero cuando sus verdes ojos miraron a Tycho, le parecieron tan antiguos como el mar y más peligrosos que cualquier cosa que pudiera haber en sus profundidades.
—Pide —dijo A’rial.
—Sálvanos de esto —Tycho señaló con la cabeza la galera del almirante mameluco y el círculo de barcos a su alrededor situados fuera del alcance de las flechas. De todas formas, a los arqueros de Atilo no les quedaban más flechas ni fuerzas para lanzarlas.
—¿Crees que es así de sencillo?
—¿Y no lo es? Tú dijiste que acabaría acudiendo a ti. Y tenías razón.
—¿Estás diciendo que hicieron falta una reputación arruinada, la victoria de los mamelucos, unos soldados que se están preparando para morir, un amigo muerto, mujeres que van a ser violadas o asesinadas y la falta de toda esperanza para que te decidieras a aceptar la ayuda? —A’rial se estaba burlando de él—. Dime exactamente qué es lo que quieres.
—Que Giulietta esté a salvo.
—¿Y quién sabe lo que eso significa? ¿Giulietta a salvo en Venecia? ¿Giulietta como primera esposa del sultán, que lleva a su heredero en el vientre y manda en su harén? ¿Muerta apaciblemente para evitar el horror que la espera? ¿Qué es lo que quieres?
—Ya te lo he dicho.
—No —susurró A’rial, con voz dura—. No lo has hecho. Así que lo voy a preguntar una última vez. ¿Qué es lo que quieres?
—La destrucción de la flota mameluca —respondió Tycho sin pensar—. La nave de los mamelucos destruida y nuestro buque a salvo. Con todos los que están a bordo —agregó, sospechando que la stregoi le engañaría si no formulaba correctamente su deseo.
—¿Cuánto me pagarás?
—Cualquier cosa —dijo Tycho.
A’rial sonrió.
—Respuesta correcta.