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s extraño —dijo Desdaio.

Atilo tomó otra cucharada de pastel de venado que tenía ante él y sintió, más que vio, su sonrisa. Ella misma había picado la carne, troceado las verduras y las raíces, molido la pimienta india y cortado el pan duro para utilizarlo como plato. Había una cocinera para hacer todo eso. Igual que había una mujer de pie detrás de su silla para rellenar el vaso que Desdaio acababa de llenar de la jarra.

Se hallaban en la sala de recepciones. Atilo, sentado a la cabeza de una larga mesa de roble y Desdaio a su derecha. Aunque la luz del candelabro arrancaba brillos al cristal de su copa, apenas llegaba a iluminar los altos techos de vigas de madera. Estaban dentro de un círculo de luz rodeados por las sombras. Los dos utilizaban tenedores. Una costumbre que Bizancio había copiado de los sarracenos, sus enemigos. Hace dos siglos, una princesa que se casó con el duque trajo la moda a Venecia.

—Tal vez tres —admitió Atilo.

Desdaio asintió con la cabeza para indicar que estaba escuchando.

El resto de Italia seguía comiendo con cuchillos ayudados por los dedos y consideraba el uso del tenedor de dos puntas de la Serenissima como una prueba más de la podredumbre de la ciudad debida a sus vínculos con Oriente. Gian Maria de Milán solía burlarse de ellos:

—¿Qué necesidad tiene el hombre de tenedores cuando Dios le dio dos manos?

De haber conocido los orígenes paganos del utensilio se hubiera mostrado aún más sarcástico.

—Más tarde tengo que salir —dijo Atilo, dejando el tenedor de plata y limpiándose la boca con la mano. Desdaio se llevó una decepción. Había contratado a un arpista bretón. Que seguramente estaría huyendo de alguien, pensó Atilo. Y esta noche iba a tocar para ellos. Se suponía que iba a ser una sorpresa.

—¿Y no puedes aplazarlo?

—Probablemente no —dijo Atilo—. Asuntos del Consejo.

La expresión de la cara de Desdaio se vino abajo. Nada podía ser más importante que los asuntos de los Diez. Hija de un patricio veneciano, bisnieta de un rico cittadino, lo entendía perfectamente.

—¿Te llevas a Iacopo?

—A Tycho —contestó Atilo—. Me llevo a Tycho.

—Es extraño —repitió Desdaio.

Igual que antes, Atilo no dijo nada, simplemente esperó a que Desdaio ordenase sus pensamientos. La gente pensaba que era hermosa y simple. Pero no lo era. Solo que pensaba despacio.

—Me asusta —admitió finalmente.

—¿Por qué? —preguntó Atilo.

—Hay algo en él —Desdaio se mordió el labio. Dudó, sopesando sus palabras—. Podría ser un príncipe —dijo finalmente—. Cuando no está enfurruñado en un rincón como un mendigo. No estoy diciendo que lo sea. Solo que a veces, cuando nos mira…

—¿… parece noble?

—No te rías de mí. Come castradina con los dedos, pero se levanta cuando entro en la habitación. Y siempre está observando. A veces lo encuentro en un sitio y no sé cómo ha llegado ahí. Es como una sombra. Siempre está, excepto cuando no está.

—¿Y Iacopo no te asusta?

—Es diferente.

—¿De qué manera?

Desdaio se sonrojó, mirando hacia el fuego como si los leños hubieran llamado su atención de repente. Todos los hombres la miraban, Atilo sabía que lo que quería decir es que Iacopo era uno más.

—¿Debería darme miedo? —preguntó en vez de responder.

Apuñaló a una docena de hombres y cortó la garganta de un niño sin dudarlo, simplemente porque esas eran mis órdenes. Emplea sus puños con las putas, sobre todo cuando las usa y se olvida de pagar. Cuando cree que no le estoy observando, te mira de soslayo como si te fuera a desflorar allí mismo si no fuera por mí.

Y, Dios no quiera que tenga que pedírselo, pero si lo hiciera, te acuchillaría ahora mismo, metería tu cuerpo en un saco lleno de piedras y él mismo lo llevaría más allá de Giudecca, regresando para el desayuno con el apetito intacto.

—Solo era un ejemplo.

—Hay algo en Tycho que me inquieta.

—Ha estado viviendo en las calles —dijo Atilo—. No sabemos lo que le han hecho.

—Es lo que haya podido hacer él a los demás lo que me preocupa. Oh, no me consta que haya hecho nada. Es solo que… apenas habla.

—Dame un mes —dijo Atilo—. Si entonces te sigue preocupando se lo entregaré a los Cruzados Negros.

Era una mentira, por supuesto. No podía entregarlo a los Cruzados, al igual que tampoco podía decir a la duquesa Alexa que había cambiado de opinión y ya no quería al muchacho como heredero. Además, eso sería mentir. Él quería al chico, solo que a su manera.

—¿Dejarías que le torturasen los Cruzados?

—Querida —comenzó Atilo, pero cambió de opinión. Dejándola que imaginase que era eso lo que iba a decir, en lugar de lo que hubiera dicho. Que Tycho encajaría en la Orden y que su alma era aún más oscura que la de los propios cruzados. Ahora Desdaio permitiría que se quedara. Probablemente también lo hubiera permitido si la alternativa fuese que Tycho se convirtiera en un cruzado. Desdaio odiaba a los Cruzados Negros, sin entender el propósito al que servían. La Orden Blanca protegía Chipre y cuidaba de las caravanas que se dirigían hacia Oriente Medio. La Negra sonsacaba todos los pecados mediante la tortura, antes de perdonarlos. El objetivo de la Orden Negra era asegurar que ningún preso se presentara ante Dios con los crímenes sobre su conciencia.

—¿Puedes remar? —preguntó Atilo, cuando salieron al pequeño embarcadero de Ca’ il Mauros.

No, por supuesto que no puedo… Tycho negó con la cabeza.

—Entonces aprende rápido —gruñó Atilo, acomodándose en la vipera. La noche era clara y estrellada, la luna menguante estaba suspendida sobre la ciudad con ese aspecto cansado que suele tener la luna en su último cuarto—. Y cuando te haga una pregunta me contestas. Y te diriges a mí con un mi señor. ¿Entendido?

Tycho asintió con la cabeza, demasiado mareado para hablar.

Atilo resopló con irritación.

Su viaje a través de la boca del Gran Canal fue una pesadilla. Y que, según Atilo, duró cinco veces más de lo necesario. Mirando de reojo a su maestro, Tycho se preguntaba si este era consciente de que lo único que le impedía arrojarle al agua era el temor a quedarse solo en una embarcación rodeada de agua. A pesar de que ya le habían explicado lo que pasaría si se rebelaba. Sería entregado a los Cruzados Negros. Una orden tan terrible que Desdaio se persignó cuando le preguntó a qué se dedicaban.

Al saltar de la vipera, Tycho se resbaló y cayó, golpeándose la cara contra las resbaladizas tablas del nuevo muelle. Las aguas oscuras se entreveían amenazadoras por las rendijas de los tablones. Así que tuvo que rodar de lado hasta llegar a tierra, donde se quedó tendido, jadeando, mientras las estrellas se convertían en unas rayas luminosas en el cielo giratorio.

Tras haber amarrado el barco él mismo, Atilo se acercó a Tycho y lo pateó.

—¿Tienes miedo al agua?

La respuesta de Tycho de que el agua le ponía enfermo le ganó otra patada.

—Esto es ridículo.

—No, en absoluto —dijo, saliendo de las sombras, el doctor Cuervo y ayudando a Tycho a levantarse antes de volverse hacia Atilo—. ¿Acaso no encargué las botas especiales que tenía que llevar? ¿Y no se lo envié en una cabina con piso de tierra?

El hombrecillo regordete con su absurda barba y sus gafas de alambre miró al moro, que se alzaba sobre él como una talla de madera de un dios de ojos duros. Mientras tanto, Tycho seguía arrodillado junto al muelle, con las manos apoyadas en la tierra deseando que el cielo dejase de girar. Una docena de juerguistas nocturnos pasó tambaleándose por su lado, ignorando la escena como si estuvieran hartos de contemplarla todas las noches.

—Nos entrenamos descalzos.

—Tiene que vestir la ropa que le proporcioné. A menos que desee que esto ocurra cada vez que crucen la laguna. Por Dios, si se pone enfermo con solo cruzar el puente de Rialto. ¿Cómo puede ser tan estúpido?

Atilo lo fulminó con la mirada.

—¿Qué hace aquí?

—Quiero ver cómo se entrena.

Atilo quiso decir que nadie podía verlo. Pero como la única persona que sabía dónde iba estar Tycho aquella noche era Alexa, la presencia del doctor Cuervo significaba que había sido enviado por ella. Lo que, a su vez, significaba que se iba a quedar. Atilo era lo suficientemente prudente como para no tensar la cuerda demasiado.

Despertaron a un zapatero de un oscuro callejón, al oeste de Piazzetta San Marco, a tiro de piedra de la Volta. El pobre hombre, una vez recuperado del susto y dándose cuenta de que no había sido escogido por sus muchos pecados, sino porque el suyo fue el primer rótulo que habían visto, desapareció en la trastienda y volvió a reaparecer con botas y zapatos de segunda mano. Muchos eran simplemente suelas con talones preparados para ser cosidos a las polainas. Otros eran de mujer. Parecía como si el hombre hubiera interpretado literalmente al doctor Cuervo y traído todo lo que había en su tienda.

—Prueba estos —sugirió el doctor Cuervo tras haber seleccionado el par más suave y más usado y el que menos probabilidades tenía de rozarle los pies. Tras ordenar al zapatero que quitara las suelas y los tacones, se acercó a la iglesia que había en un campo cercano y abrió la cripta pasando la mano sobre la cerradura. Luego recogió la tierra acumulada sobre la tapa de un viejo ataúd.

Ordenó al zapatero hacer una nueva suela del mejor cuero que tuviera, recortar el centro y coser el resto a lo que quedaba de la bota. Luego rellenó el espacio recortado con la tierra del ataúd y volvió a colocar la suela original.

—Mi señor…

El doctor Cuervo cogió las botas y se las entregó a Tycho, diciendo:

—Con esto te será más fácil atravesar los puentes.

Y, volviéndose al zapatero:

—Esto no ha pasado. ¿Entendido?

—Entiendo, mi señor.

—Bien —dijo el doctor Cuervo, arrojándole unas monedas.

No se habían alejado ni cincuenta pasos de la tienda cuando Atilo desapareció. Unos minutos más tarde les alcanzó de nuevo, lanzando al alquimista sus monedas.

—Hay mejores formas de comprar el silencio —dijo, limpiando su daga con un trozo de cuero.