30

os hombres aguardaban el regreso de Tycho. Un grupo de asustados guardias de la Dogana que se relevaban cada pocas horas, felices por dejar el puesto. ¿Quién sabe qué les contaría su capitán? Probablemente que se enfrentaban a un demonio.

El viento traía el olor que estaba buscando.

Tan tenue y frágil, lo percibía como un acorde perfecto, como una nota de campana en el silencio de su mente. No podía ignorar su llamada. No podía permanecer lejos. Nada en su vida se aproximaba siquiera a cómo le hacía sentirse aquel olor. El vacío y el hambre le corroían las entrañas, llevándole al borde de la desesperación.

El cielo sobre su cabeza estaba nublado. La luna llena se adivinaba como un círculo sombrío tras la máscara de las nubes. Era de agradecer. La luz del sol le quemaba, pero la de la luna le dañaba de una manera diferente. En su miserable covacha Tycho se puso de pie, contempló el campo a través de las persianas rotas y trató de dominar sus sentidos, buscando el olor al que estaba siguiendo la pista.

Pelo rojo, ojos azules y una mirada desafiante. La podía oler, muy consciente de que, tal vez, el olor solo estaba en su cabeza, sin posibilidad alguna de vencer el hedor de este mundo.

Desde abajo, a través de la abertura entre las podridas tablas del suelo, le estaban mirando unos ojos. Tycho devolvió la mirada.

El gato parpadeó primero. Tycho no era el único depredador que habitaba las ruinas, solo era el más grande. El gato era pelirrojo, todo piel y huesos. Un gato del desierto egipcio, que vino en algún barco que lo dejó abandonado. Los gatos criados en Venecia ignorarían a los dos. Los animales más pequeños procurarían mantenerse alejados. Cuando Tycho escuchaba corretear a los ratones abajo, sabía que alguien venía. Pocas personas eran tan estúpidas como para llegar hasta allí por accidente. Y muchos menos venían a esas ruinas intencionadamente. Así que supo que los pasos vacilantes eran de alguien que no tuvo elección.

Afinando sus sentidos, Tycho dejó ir el olor que lo había traído hasta aquí y se concentró en su visitante. Lo hizo por instinto. No sabía que podía hacerlo hasta que las puertas podridas y las persianas rotas de la plaza se hicieron tan transparentes que pudo ver a los escarabajos corriendo y escuchar la respiración nerviosa de la muchacha que entraba en la plaza. Sonaba como los guijarros movidos por las olas.

Estaba desnuda. Una maraña de pelo negro se veía entre sus muslos.

Rosalyn temblaba de miedo. Aunque sus emociones eran tan extremas que la palabra miedo apenas podría describirlas. Al instante Tycho pudo saborear su terror. Igual que la promesa de lluvia antes de la tormenta.

Aquí, pensó Tycho, saliendo de las sombras.

La muchacha le miró y algo se escurrió entre sus dedos cayendo con estrépito al suelo. Esto hizo que un sollozo se escapara de su garganta. Se arrodilló y empezó a escarbar el pavimento con los dedos buscando ese algo desesperadamente.

Era ciega en la oscuridad.

Por supuesto que lo era. ¿Cómo se le pudo olvidar que lo normal era no ver en la oscuridad…? Antes también hubiera sido normal para él. Ahora tenía problemas para distinguir lo normal de lo extraño.

Deja que te ayude.

Tycho saltó desde la altura de tres pisos aterrizando en un montón de escombros del que bajó deslizándose hasta quedar a una docena de pasos de la chica. Ahora lloraba abiertamente. Sus hombros temblaban y el rostro estaba desencajado por el llanto.

—No te haré daño.

Lo harás. Tycho escuchó las palabras con claridad en su cabeza. Estaba intentando averiguar cómo lo había hecho cuando los dedos de la chica encontraron por fin la daga. La muchacha volvió a ponerse en pie frente a él. En ese momento las pesadas nubes se abrieron y la luna iluminó la escena.

—No —gritó Tycho.

Pero la muchacha no le hizo caso.

Levantando la daga Rosalyn colocó la punta en el hombro. Y, antes de que Tycho pudiera detenerla, cortó en diagonal desde la clavícula hasta la cadera, pasando por el valle entre sus pechos. La piel se abrió dejando manar la sangre.

Tycho sintió el golpe del hambre.

Era tan fuerte que le costó mantenerse en pie.

Entornó los ojos para evitar que el brillo de la luna los quemase, superó de un salto la distancia que los separaba y se puso de rodillas ante la muchacha. Se le olvidó por completo todo lo que había pensado sobre controlar su hambre. Los dientes, afilados como los de un perro, mordieron la herida y su cuerpo se puso rígido con la conmoción. Rosalyn gimió. Tycho la agarró por las caderas y bebió su sangre hasta que se apagó la niebla roja, el patio en ruinas a su alrededor perdió sus duras aristas y el cielo se volvió de un rosa acuoso.

Tycho levantó la cara cubierta de sangre para mirar a Rosalyn y descubrió que no era una mueca de dolor lo que desfiguraba su boca sino la costura con la que la habían cosido.

Se puso en pie. Las uñas crecieron de la nada, consiguió liberar la boca de la muchacha sin dañar los labios.

—Detrás de ti —susurró Rosalyn.

Los hilos de la red abrasaban, los pesos de plata sujetos a las esquinas se envolvían alrededor de su cuerpo, atrapándolo en su abrazo agonizante. Su grito hizo huir a las ratas y abandonar sus nidos en las cornisas a las dormidas palomas que se arremolinaron en el aire. Luchó contra aquella red que le abrasaba con cada movimiento, intentando hallar una salida y librarse de aquel horrible dolor. Y lo podía haber conseguido. Tan desesperado estaba por escapar. Pero la sangre se agrió en su boca y el cielo de color rosa se arremolinó a su alrededor. Sintió cómo se caía, gritando y envuelto en fuego.

Un minuto después sus gritos se habían convertido en gemidos y acabaron tornándose en silencio. Ningún Nicoletti se acercó a ver lo que estaba sucediendo. El campo estaba en ruinas, era poco seguro y nadie sabía lo que podría encontrar allí. Algunos habitantes vieron a través de las rendijas en las contraventanas a unos porteadores llevando una silla de mano oculta con un velo. El resto fue más sensato y no vio nada.

—Lávalo bien —ordenó la duquesa Alexa.

A’rial frunció el ceño.

La pequeña bruja de cabello rojizo rompió el sello de una botella y vertió el líquido de color púrpura sobre las quemaduras que, inmediatamente, dejaron de sangrar y empezaron a cerrarse antes de que tuviera tiempo de volver a colocar el tapón. La duquesa Alexa sacó un pelo de crin de caballo y lo enhebró en la aguja —la misma que había utilizado para garantizar el silencio de la mendiga.

—Levántate —ordenó bruscamente.

La mendiga siguió agachada, sentada en cuclillas en medio de un charco de sangre y orina, balanceándose hacia delante y atrás, hasta que la duquesa la agarró del pelo y la levantó.

—No es profundo —dijo—. Por lo menos esto lo hiciste bien. Pero se curará antes si te quedas quieta y lo podemos hacer como es debido.

—¿Cuál es tu nombre?

—Rosalyn, señora…

—¿Judía? —la duquesa Alexa suspiró—. No sé para qué lo pregunto. Es como esperar que supieras tu edad o el nombre de tu padre. Y probablemente también el de tu madre.

—Se llamaba María.

—Por supuesto que sí —dijo Alexa—. La madre de Dios. La inmaculada. Es increíble cuántas putas de esta ciudad llevan su nombre.

Ella no era una puta.

A’rial miró al otro lado disimulando una sonrisa.

Pero cuando su señora levantó el velo para dedicarle una mirada que nadie que las estuviera viendo hubiera considerado amable, a toda prisa se volvió a concentrar en las heridas de Tycho.

—¿Y tú? —preguntó Alexa—. ¿Eres una puta?

Indignada, Rosalyn negó con la cabeza.

—Así que, ¿quién eres?, pequeña no puta.

—Soy Rosalyn —dijo la muchacha, tratando de contener las lágrimas mientras la duquesa clavaba la aguja en su hombro, atravesaba la carne y hacía un nudo con la habilidad de alguien que había hecho este trabajo muchas veces. El dolor de los puntos era peor que el que sintió cuando se cortó, a menos que el de ahora fuese la suma de los dos.

Rosalyn miró el desnudo cuerpo de Tycho, tendido inmóvil como un cadáver. La muchacha pelirroja había terminado con la cara y ahora estaba limpiando el resto del cuerpo.

—¿Está muerto? —preguntó Rosalyn notando cómo le temblaba el labio inferior.

A’rial sonrió.

—Está borracho —contestó la duquesa—. De sangre y opio, del brillo de la luna con un poco de antimonio, algo de beleño —su voz sonaba divertida—. Y mandrágora, por supuesto. Para confundir el juicio. Y no es que su juicio necesitase más confusión. Por desgracia…

—¿Señora?

—Tú no eres la única.

—¿No soy la única qué? —preguntó Rosalyn, imitando de forma inconsciente la pensativa inclinación de cabeza de la duquesa Alexa.

Tras hacer el último nudo la duquesa se retiró un poco para examinar su obra. A juzgar por su expresión, quedó satisfecha con el trabajo realizado. Sacando un pequeño frasco del bolsillo la duquesa retiró el tapón.

Rosalyn la miraba paralizada.

—¿Te gustaría echar un vistazo?

—Por favor, señora.

La duquesa cogió un poco de ungüento, luego volvió a colocar el tapón y tendió el frasco a Rosalyn, mientras aplicaba la pomada de extraño olor a los puntos de sutura.

—Alcanfor —dijo a Rosalyn—. Es lo que puedes oler.

Rosalyn dio la vuelta al frasco que tenía en la mano. Se había olvidado del miedo, del dolor y de los puntos mientras seguía con la mirada el cuerpo de un dragón de siete dedos que se enrollaba alrededor de la base del frasco.

Es hermoso.

—Data de los días del abuelo de mi abuelo. Perteneció a una emperatriz Ming. Lo encontraron entre las ruinas de los jardines, en Chang gan…

Entonces fue cuando Rosalyn se dio cuenta de que necesitaba saber quién era aquella mujer. Obviamente era rica. Suficientemente rica como para ser llevada en una silla de mano con porteadores y guardias. Y suficientemente poderosa como para hablar abiertamente de su bruja, cuando las brujas debían ser quemadas. Y suficientemente extranjera como para llevar velo y hablar con un acento que Rosalyn no conseguía identificar.

—Mi señora. ¿Quién es usted? ¿Puedo preguntárselo?

La mujer sonrió bajo su velo.

—Soy la mala hierba entre los escombros. El ladrillo de… —Alexa señaló con la cabeza las ruinas de un almacén—. La mujer encamada y los niños nacidos en las casuchas derruidas que tienes detrás. Soy el martillo de las forjas de Cannaregio. El sudor de los artesanos hirviendo pieles para las armaduras baratas.

—¿Señora?

—Llámame mi señora —dijo, casi con amabilidad.

La mujer siguió con la mirada la costura que atravesaba el pecho de Rosalyn y suspiró. Luego retiró el velo para mostrar su cara a la luz de la luna.

—Soy Alexa di Millioni y es mi hijo quien debería ser todas estas cosas, no yo. Si me eres fiel, tendrás mi favor. Si me traicionas, preferirás haber muerto aquí esta noche.

Viendo sus fríos ojos, Rosalyn la creyó.

En los días en que los venecianos vestían harapos y Venecia no era más que un montón de chozas de pescadores sobre pilotes en medio de una laguna fangosa, cuando sus habitantes se preocupaban más de mantenerse con vida que de construir palacios, cuando los invasores amenazaban y los últimos vestigios del Imperio Romano de Occidente se derrumbaban a su alrededor, la sal y el pescado eran los únicos productos que comercializaban. En aquel entonces la sal se raspaba de las rocas. Ahora, más allá de Cannaregio, multitud de depósitos de muros bajos alimentados por las mareas producían sal para la exportación en enormes cantidades. Lo que era una suerte, ya que para trazar el óvalo alrededor del perímetro de la habitación de Giulietta fue necesario utilizar la producción mensual de uno de esos depósitos.

Y si no hubiera estado tan contrariada como para romperlo para ver qué pasaba —y la verdad es que no ocurrió nada—, no habría presenciado la horrible mascarada a la luz de la luna de aquella noche. Y su desesperado aburrimiento en la prisión y su miedo a lo que sucedería si atravesaba el círculo de sal nunca habrían sido eclipsados por la ira al descubrir lo cerca que el muchacho de cabello plateado había estado de encontrarla. Para ser detenido finalmente por su propia tía, la misma que había jurado proteger a Giulietta tras la muerte de su madre.

Le llevó cuarenta minutos bajar del tejado. Pero antes tuvo que abrirse camino a través de los vidrios. La casa estaba hecha una ruina pero, en algún momento, sus habitantes debieron de ser suficientemente ricos como para colocar ventanas de vidrio.

Para cuando llegó abajo los actores de la mascarada de esa noche ya se habían marchado.

Y Giulietta estaba agradecida por ello.

Primero usó las escaleras, orientándose en la oscuridad, tentando con el pie desde un peldaño podrido el siguiente, astillado y resbaladizo por la escarcha. Había creído que lo más difícil iba a ser salir por la ventana de su buhardilla, o arrastrarse por las tejas y dejarse caer por una claraboya golpeándose contra el duro suelo. Pero resultó que esta no fue la parte más difícil.

Tampoco lo fue el descubrir que el siguiente tramo de escaleras estaba roto y el suelo tan podrido que los tacones atravesaban la madera como si fuera papel. Ni siquiera el tener que descenderlo temblando de miedo y luchando para evitar que alguien pudiera escuchar el castañeteo de sus dientes. (Ya que todavía tenían que vaciar su cubo y rellenar el plato de comida). Se dio cuenta de que la parte más difícil venía ahora, cuando ya se había fugado.

Su tío la había traicionado y también su tía. Incluso si no lo hizo, ¿qué podría contarle Giulietta? Nada, ya que apenas podía formular en su cabeza las palabras necesarias para describir lo que el doctor Cuervo le había hecho y menos todavía obligarlas a salir por la boca. Giulietta lo sabía. Porque lo había intentado…

Se dio cuenta con horror de que no podía ir a un médico. La habría examinado, encontraría su virginidad intacta y lo proclamaría un milagro o la maldeciría como a una bruja. ¿Una curandera? Doña Scarlett era una de ellas. Pero ¿y si las curanderas se contaban las cosas entre sí? Por eso había que descartarlas, así como a los sacerdotes y por supuesto al doctor Cuervo. Tío Alonzo la mataría antes de que pudiera traicionarle.

¿Y la mujer a la que siempre había acudido?

En su regazo había reposado la cabeza y confesado sus cuitas infantiles. Giulietta apenas reconoció a la tía Alexa en el ser aterrador que acechaba tras la muchacha desnuda y que luego cosió sus heridas. Y su rostro cuando retiró el velo. Tan hermoso a la luz de la luna. Tan increíblemente frío.

Le llevó otros veinte minutos arrastrarse a través de un agujero en el suelo, colgarse de las tablas astilladas y dejarse caer sobre el montón de escombros torciéndose el tobillo en la caída. Diecinueve minutos de los veinte los pasó reuniendo valor. A menos, pensó con amargura, que fuera la desesperación la que, finalmente, la obligó a seguir.

En el campo, en el lugar en el que la chica se había hecho el corte, quedó, como un caro glaseado, la sangre congelada. Unas marcas mostraban el lugar en el que el muchacho de cabello plateado había caído de rodillas y hundido el rostro en el cuerpo de la chica desnuda. De todas las cosas por las que tenía que estar preocupada ahora, los celos no deberían encabezar la lista.