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dif podía paladear las minúsculas gotas de sal que levantaban el viento y las olas luchando entre sí. Podía sentir cómo se estremecía el Caballito del Mar bajo sus pies descalzos cuando su quilla raspaba las rocas. Una mueca de dolor cruzaba su rostro con cada crujido del maltratado casco. El mameluco podía oír, paladear y temer. Pero no podía ver los acantilados de Sicilia y lo cerca que estaban.
Tycho sí podía.
—Agárrate fuerte —gritó Tycho.
Completamente mareado, a duras penas sujeto por un cabo, Tycho sabía que sus fuerzas se estaban agotando como la arena de un reloj. La fuerza y la precisión que había adquirido tras alimentarse de Giulietta habían desaparecido casi por completo. Junto con su improvisado toldo y su saco de tierra. Pero todavía podía distinguir un paso entre las rocas que conducía a la bahía.
Y eso le proporcionó una fuerza inesperada.
Le daba miedo lo que se divisaba por encima del paso. Una delgada línea donde iba palideciendo la oscuridad. Los acantilados se perfilaban contra ella como si un artista hubiera mezclado azul oscuro y lapislázuli añadiendo un suave toque de púrpura imperial.
Su muerte estaba escrita en el cielo.
Tycho arrancó la caña del timón de las manos de Adif y tiró hacia sí, notando las corrientes que trataban de desviar el Caballito del Mar de su camino.
—Deberíamos rezar —sugirió el capitán Malo.
Adif asintió con la cabeza.
—Por mí —Tycho escupió—, creo que podré pasarme sin ello.
Los dos hombres se aferraron al pasamanos. El capitán parecía resignado a que los esclavos se hicieran con el control de su galera. La forma en que miraba la cama plegada del hijo del dueño sugería que tenía además otras preocupaciones. Aunque, si las olas acababan estrellando su nave contra las rocas, explicar la desaparición del muchacho sería la menor de ellas.
Adif tenía experiencia en llevar una galera.
Tras diez años de marinero, había servido tres de contramaestre y dos como capitán. Y, después de haber sido capturado, llevaba cinco años de galeote. Cinco años era mucho tiempo para un esclavo de galera. La mayoría moría en su primer año. Un buen número de los que quedaban, morían al año siguiente. Adif consideraba que el capitán no era tan malo, tratándose de un sucio infiel.
—El muchacho murió en la tormenta —dijo Tycho.
—¿Qué? —el capitán Malo parecía sorprendido.
—¿Por qué no? El barco estuvo a punto de partirse por la mitad. Es un milagro que hayamos sobrevivido.
Tycho señaló el mástil roto, dándose cuenta de que el capitán no podía ver el destrozo que había causado el rayo. Ni a los esclavos muertos que había que arrojar por la borda. Ni a los encogidos, empapados, asustados y heridos supervivientes.
—Créeme —dijo—. Es espantoso.
De cerca, el paso entre las rocas era más ancho de lo que Tycho había creído.
Un minuto antes se estaba preguntando si el Caballito del Mar cabría por la abertura, ahora sabía que podrían pasar dos buques siempre que estuviesen amarrados uno al otro y con sus costados rozándose.
—Agarraos fuerte —gritó.
La ola levantó la galera transportándola por encima del mar en ebullición hasta las aguas más tranquilas de la bahía. Detrás de ellos el mar seguía luchando por entrar, delante se extendía una playa con media docena de chozas arrasadas por un incendio, además de un muelle destartalado y semihundido.
—Es un pueblo de pescadores.
El mameluco dio una palmada en el hombro de Tycho.
—¿Puede ver en la oscuridad? ¿Es así como nos trajo hasta aquí?
—Sí —admitió Adif.
—Llevadme a tierra firme —pidió Tycho—. Y tapadme con algo antes de que amanezca.
—¿Qué? —preguntó el capitán Malo.
—Ese es mi precio por salvarte.
—Te dará la libertad —dijo Adif—. Salvaste el Caballito del Mar. Nos salvaste la vida. Estaríamos muertos si no fuera por ti. Te dará la libertad.
—No. No lo hará.
Tycho miró la cara del capitán y supo que tenía razón. El hijo del dueño había muerto. El barco del capitán Malo necesitaba ser reparado. Ni el capitán podía arriesgarse a ofender a Venecia liberando a Tycho, ni Tycho podía escapar. Sería llevado al mercado de esclavos de Chipre y vendido, tal y como había ordenado el príncipe Alonzo.