3

Año Nuevo de 1407

n los días, semanas y, finalmente, meses que siguieron a la batalla campal entre los Assassini y los krieghund —una batalla de la que se enteraron solo unos pocos— los preparativos para el matrimonio de lady Giulietta con Janus, el rey de Chipre, siguieron su curso.

Mientras el año se aproximaba a su fin y el 25 de diciembre nacía otro, el mismo día que el Dios de los cristianos, Atilo il Mauros —que no estaba muy seguro de en qué dios creía— se lamía las heridas y se preguntaba cómo mantener en secreto la destrucción de sus Assassini.

Mientras, la muchacha por la que habían muerto se limitaba simplemente a esperar a conocer a su futuro marido. Aunque ya era evidente que este no tenía intención de venir, pues había enviado en su representación a un inglés, sir Richard Glanville.

Este llegó a mediados de diciembre y, mientras se negociaban los términos y disposiciones para el viaje de lady Giulietta, pasaba las Navidades en el palacio ducal. Cuando por fin se llegó a un acuerdo, Sir Richard lo celebró organizando una carrera de góndolas en la que ofreció como premio un centenar de monedas de oro. Era la manera habitual en que un noble extranjero se congraciaba con el pueblo veneciano.

Sin embargo, su generosidad no consiguió impresionar a lady Giulietta, que se mostró reacia a abandonar sus cálidos aposentos para enfrentarse al frío viento de la tarde invernal y no hizo muchos esfuerzos por ocultarlo. Nada presagiaba que aquel lunes, 3 de enero, iba a cambiar su vida. Para ella no era más que un día en que el aguanieve arruinaría su peinado mientras fingía seguir con interés otra estúpida carrera de góndolas.

—Se comenta que los Cruzados prefieren a los hombres.

El peto que protegía el pecho de sir Richard estaba medio oculto por el manto que formaba parte del uniforme de su orden. La única joya que llevaba era un anillo que daba fe de su matrimonio con la orden. Por el contrario, el capitán de la escolta de Giulietta llevaba unos pantalones rojos, zapatos color escarlata y un jubón con brocados lo suficientemente corto como para mostrar su bragueta de armar. Ambos hombres estaban contemplando a la mujer de un comerciante.

—Mi señora. ¿Está segura de eso?

—Eleanor… —Giulietta iba a reprender a su dama de compañía pero luego se encogió de hombros—. Tal vez sir Richard sea una excepción.

—Tal vez el rumor no sea cierto.

—¡A ti te gusta sir Richard!

Mi señora.

—¡Sí que te gusta!

La prima de lady Giulietta, Eleanor, tenía trece años. Sus ojos eran oscuros, pelo negro y piel olivácea, característica de los que llevan mezcla de sangre del norte con la del sur. Era leal, pero no se cortaba a la hora de devolver una pulla.

—Es un Cruzado Blanco.

—¿Y? —apremió Giulietta.

—Los Cruzados son célibes.

—Supuestamente.

—¿De qué crees que están hablando? —preguntó Eleanor tratando de cambiar de tema. Pero lo único que consiguió fue ensombrecer aún más la expresión de Giulietta.

—De mi compromiso. Todo el mundo habla de lo mismo.

—Es interesante.

El capitán Roderigo contempló con detenimiento a la mujer del comerciante. Ciertamente era rubia, de piel sonrosada, tenía pechos grandes y ancha osamenta. Sus muslos parecían hechos para acoger la cabeza de un hombre. ¿Pero interesante?

—Quiero decir su lady Giulietta.

Los dos lanzaron una mirada hacia la princesa Millioni.

Su familia acostumbraba a llevar biretum, una especie de boina de forma extraña que fue adoptada por los antiguos Dogos hace cinco generaciones. Los primeros duques eran elegidos, aunque las elecciones solían ser poco limpias. Los descendientes de Marco Polo consideraron que el ducado les correspondía por nacimiento. Su palacio era más grande que el de los Medici. Sus propiedades continentales eran más extensas que las del propio Papa. Eran agresivos, avaros e intrigantes. Cualidades esenciales para una dinastía de príncipes. A estas se añadía una cuarta —eran asesinos. Su brazo era largo. Y la espada que sostenía poderosa.

—Los Millioni nos han mantenido libres.

—¿De quién? —preguntó sir Richard en tono sorprendido.

—De todos. Venecia hace equilibrios en la cuerda floja sobre un foso lleno de fieras acechantes. Nos ven bailar con elegancia, haciendo delicadas piruetas; vestidos con ropajes llamativos y nunca se preguntan la razón por la que nos mantenemos en lo alto sobre nuestra cuerda.

—¿Y quiénes son esas fieras?

Roderigo levantó bruscamente la mirada.

—Tenemos al emperador germano en el norte. Al emperador de Bizancio en el sur. El Papa ha declarado que los Millioni son unos falsos príncipes. Convirtiéndolos en presa fácil para cualquier aspirante de espada afilada y conciencia culpable. Los mamelucos codician nuestras rutas comerciales. El rey de Hungría quiere recuperar sus colonias Schiavoni en Dalmacia. Todo el mundo se ofrece para protegernos contra todos los demás. ¿Quiénes cree que son las fieras?

—¿Así que vais a casar a Giulietta con Janus, para que ayude a proteger las rutas comerciales? Pobre niña…

Al darse cuenta de que la estaba mirando, Giulietta apartó la vista.

—Lady Giulietta ni siquiera intenta parecer contenta —dijo sir Richard, encogiéndose de hombros—. ¿Por qué iba a hacerlo? Janus es mucho mayor que ella. Me imagino que sueña con muchachos florentinos.

—¿Cosimo?

—Bueno, es… ¿Qué? Algo mayor que ella. Educado, le gusta la música, viste bien. Incluso se dice que es hermoso.

—Ella no piensa en nadie. Ni siquiera —dijo Roderigo intentando adornar un poco la verdad— en un robusto, guapo y aguerrido veterano como yo.

Sir Richard soltó un bufido.

—De todos modos, no puede casarse con alguien de la familia de los Medici. Florencia es nuestro enemigo.

—También lo éramos nosotros cuando vuestro embajador propuso este matrimonio en el funeral de nuestra difunta reina. A Janus le sorprendieron vuestras prisas.

A Roderigo no.

El embajador de Venecia en Chipre tuvo la paciencia de un oso hambriento y la sutileza de un toro embistiendo. Le habían nombrado para este puesto porque la duquesa Alexa no podía soportar su presencia en la ciudad por más tiempo.

—Mire —dijo Roderigo—, debe contarle a Giulietta lo hermoso que es Chipre. Y que Janus se quedó sin habla al contemplar su bello rostro en el retrato.

—Soy un cruzado —respondió sir Richard apesadumbrado—. Nosotros no podemos mentir.

—Tiene que engatusarla.

—¿Usted ha visitado la isla de Janus? Entonces conoce la verdad. Los veranos abrasan, los inviernos son sombríos. Lo único que tiene en abundancia son rocas y cabras. No voy a embellecer la verdad para impresionarla.

Roderigo suspiró.

—Hablando de otras cosas —dijo sir Richard—, ¿quién ocupará décima silla?

Echando una ojeada alrededor, como para resaltar la improcedencia de la pregunta, Roderigo murmuró:

—Es imposible saberlo. Pero, sin duda, la decisión será acertada.

—Por supuesto.

Se había quedado un puesto vacante en el Consejo de la Ciudad. Era obvio que el puesto era para Marco IV, duque regente de Venecia y príncipe de la Serenissima. Por desgracia, Marco tenía poco interés por la política.

—Seguro que tiene alguna idea.

—Depende…

—¿De qué?

Después de otra ojeada rápida, Roderigo contestó:

—De si la elección la hace el regente o la duquesa.

Tras la respuesta caminaron en un incómodo silencio. Finalmente Sir Richard se detuvo ante un cartel clavado en la puerta de la iglesia.

SE BUSCA

Axel, maestro soplador de vidrio.

Cincuenta ducados de oro a cualquiera que lo capture.

Será castigado con la muerte todo el que intente

ayudarle a escapar.

Esta es la sentencia de los Diez.

La descripción del soplador de vidrio que seguía afirmaba que se trataba de un individuo corpulento, con una gran tripa, de sienes canosas y una fea cicatriz a lo largo de su pulgar izquierdo. Si tenía algo de sentido común ya se habría teñido el cabello. Por otra parte, durante su huida, la tripa debió de reducírsele considerablemente. Sin embargo, la cicatriz sería más difícil de ocultar.

—¿Lo encontrará?

—Casi siempre lo hacemos.

—¿Qué pasará con su familia?

Roderigo comprobó que sus protegidas, que caminaban delante cogidas del brazo —una disgustada, la otra vigilante—, estaban suficientemente lejos. Ser la dama de compañía de Giulietta era un honor, pero no era tarea fácil.

—Se les interrogará, evidentemente.

—¿No lo han sido ya?

—Por supuesto que han sido… —las palabras de Roderigo sonaron tan fuertes como para hacer que lady Eleanor volviera la cabeza—. Sí —dijo entre dientes—, han sido interrogados. Uno de sus yernos y un nieto han muerto durante el interrogatorio. El Consejo interrogará a los demás mañana.

—¿Y luego…?

—Muerte entre el león y el dragón.

Dos columnas marcaban el borde de la piazzetta, una pequeña plaza pegada a la más grande de San Marcos. Un león alado coronaba una de las columnas, en la otra San Todaro mataba a un dragón. Allí era donde se ejecutaba a los traidores.

—¿Por qué los matan si no saben nada?

—¿Qué sabe usted acerca de Murano?

—Muy poco. Sus habitantes no hablan mucho con los extraños.

—«La isla de los vidrieros» tiene sus propios tribunales, su propia catedral, su propia moneda y su propio obispo. Incluso tiene su propio Libro de Oro. Una buena parte de la riqueza de Venecia se debe a sus secretos.

El capitán Roderigo hizo una pausa para dejar que el otro lo asimilara.

—Es el único lugar del mundo donde los artesanos son patricios y la habilidad manual te da derecho a llevar la espada en público.

—¿Eso tiene un precio?

La honestidad impidió mentir a Roderigo. Los sopladores de vidrio de Murano no podían abandonar la isla sin permiso y la pena para un habitante de Murano sorprendido tratando de abandonar Venecia era la muerte.

—¿No necesita usted el permiso de su prior para salir de Chipre? —contestó, negándose a dar su brazo a torcer.

—Soy un cruzado —la voz de sir Richard sonaba divertida—. Me despierto, me duermo, orino y lucho siguiendo las órdenes de mi prior. Y deberíamos dejar de hablar. Ignorando a lady Giulietta hacemos que le sea difícil ignorarnos.

Roderigo se echó a reír.

—Es joven —dijo—, y Janus tiene… —dudó—. Una extraña reputación.

—¿Porque le gustan los chicos?

—También el dolor.

—Esto último es mentira.

—¿Pero se casó con su última esposa por amor?

—Se acostó con ella una sola vez. Y le afectó mucho su muerte. A su lady Giulietta no le espera una vida fácil.

Fueron los primeros en salir del Gran Canal y encaminarse velozmente hacia la piazzetta, el chico de pelo rizado y su compañero nubio sacaban un cuerpo de ventaja a sus perseguidores.

Tal vez la ligereza de su embarcación compensaba la escasez de la tripulación.

Dos muchachos remando, mientras que en otras había tres, cinco o incluso siete remeros. Todos de pie, con un solo remo cada uno. Había diez mil gondolini en Venecia y todas tenían que pagar impuestos anuales. Por eso se sabía cuántas eran.

En la carrera participaban ciento cincuenta embarcaciones. Tenían que rodear la ciudad, antes de regresar por la S invertida del Canalasso, que es como los venecianos llaman a su canal principal. Aunque la mayoría de las embarcaciones eran gondolini, el barco que lideraba la carrera no lo era.

—¿Qué es? —preguntó sir Richard a Roderigo. Luego, recordando sus modales, añadió—. Tal vez lo sepan las damas.

—¿Eleanor?

Su dama de compañía tampoco lo sabía.

—Una vipera —dijo Roderigo—, generalmente se utilizan para el contrabando.

—Es una vipera —dijo Giulietta con rotundidad—. Generalmente se utilizan para el contrabando.

—¿Con proas en ambos extremos?

Roderigo asintió con la cabeza.

—En lugar de dar la vuelta al barco, el remero se da la vuelta y se escapa, mientras mis hombres están todavía virando con sus gondolini. Es raro verla usarse en público.

—¿Y su nombre proviene de víbora?

—Porque atacan rápido.

—Contrabandistas que atacan rápido. ¿O tal vez tiene otros usos?

Roderigo sonrió ante la gravedad de la voz de sir Richard. La ciudad de Venecia era famosa por sus dorados, su vidrio y sus asesinatos. Toda Italia sabía por qué los barcos que ahora se estaban acercando a la meta eran de color negro.

Hace once años, en el año del Señor de 1396, una góndola pasó junto a la nave pomposamente decorada que llevaba a la madre de Giulietta, Zoë dei San Felice. La flecha de ballesta que la mató atravesó primero al remero. Cuando el remero llegó arrastrándose a su lado, la única hermana del anterior duque había muerto. Un decreto ley emitido aquella misma noche ordenaba que todas las gondolini debían ser pintadas de negro. No porque fuese el color de luto en Venecia, que era el rojo. En honor a la elegancia de Zoë, todos los buques lucirían su color favorito. La verdad es que Marco III pensó que, dando el mismo aspecto a todas las gondolini, proporcionaría mayor seguridad a su familia.

Los muchachos de la vipera estaban aumentando su ventaja cuando, de repente, el barco perseguidor más cercano sufrió una sacudida y enterró la proa en el agua perdiendo con un chapoteo a toda su tripulación. El chico del pelo rizado miró hacia atrás y gritó algo a su compañero nubio que se echó a reír.

—Este era Dolphino dándose un chapuzón —dijo Roderigo, como si esto lo explicara todo—. No soporta perder.

—¿Quiere decir que…?

Lady Giulietta frunció los labios.

—No fue un accidente.

—Esta noche —añadió Roderigo—, Dolphino habría ido cerrando la brecha y hubiera podido ganar. Los muchachos que acaban de parar han sacrificado su segundo lugar para ayudar a un amigo.

—Vamos a terminar con esto —dijo Giulietta.

Recogiendo su vestido, pasó del pantalán de madera a los resbaladizos ladrillos y se dirigió hacia la línea de meta. Sir Richard la siguió, preguntándose cómo se las arreglaría el rey Janus con una novia con tanto genio.

—¿Vuestros nombres? —preguntó Roderigo.

—Iacopo, mi señor —pobremente vestido pero recién afeitado, el chico de pelo rizado se inclinó con una perezosa gracia de quien hubiera nacido para la corte en vez de la pobreza que su vestimenta sugería—. Y este es… Un esclavo. —El esclavo se inclinó al estilo oriental, unos dedales de plata bailaron en las puntas de una docena de apretadas trenzas.

—Bien hecho —dijo sir Richard.

El muchacho de pelo rizado sonrió.

Cara ancha y ojos oscuros. Brazos fuertes y… Su virilidad era evidente debido a la estrechez de sus pantalones y a la niebla salina que los empapaba.

—Eleanor —dijo lady Giulietta—, estás mirando descaradamente.

La chica enrojeció avergonzada.

—¿La distancia? —preguntó rápidamente sir Richard.

—Nueve mille passum, mi señor. Siete mil pasos alrededor de la ciudad y dos mil de nuevo por el canal. Tuvimos problemas con las olas en el norte, pero es una buena… —orgulloso señaló con la cabeza la vipera.

—¿Es tuya?

—De mi señor —dándose cuenta de que el silencio que siguió implicaba otra pregunta, el muchacho añadió—. Lord Atilo il Mauros. Es…

Sir Richard lo sabía.

—Tu premio —dijo, ofreciéndole una bolsa.

El joven se inclinó de nuevo y no pudo resistir la tentación de sopesar la bolsa en la mano. Mostró una blanca sonrisa y unas arrugas se formaron en las comisuras de sus ojos.

—Eleanor…

—No soy la única boquiabierta.

Giulietta miró fijamente a su dama de compañía.

—Y esto —agregó precipitadamente Roderigo quitándose su jubón con brocados. Estaba pasado de moda y usado, pero los ojos del vencedor se abrieron de par en par, luego frunció el ceño.

—El hilo es de plata, mi señor.

No le importaba que el brocado estuviera desgastado. Sin embargo, el hilo de plata o de oro, la piel, el esmalte, la seda y los bordados estaban prohibidos a los sirvientes por ley.

—Dudo que la Ronda arreste al ganador esta tarde y tu mujer lo podrá descoser esta noche.

—No tengo mujer, mi señor.

—Esta noche la tendrás —prometió sir Richard.