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n los últimos instantes de la noche, cuando las horas más oscuras ya han pasado y la luna fantasmal cuelga sobre el horizonte en espera del exorcismo del sol, Tycho se arrastró desde su lecho para lavarse en los cubos de agua que Giulietta había ordenado preparar para él. Lo que le había contado Osman pesaba como una enorme losa sobre su corazón.

Su piel ya estaba limpia pero se volvió a lavar una última vez, enjuagándose la boca y escupiendo el agua salada en un cubo, antes de vaciarlo sobre la cubierta. Su jubón, lleno de desgarros, se estaba secando tendido en la cálida brisa de la madrugada. Ya estaba suficientemente seco como para ponérselo.

Atilo dormía en el camarote del capitán.

Lady Giulietta y Desdaio se habían alojado en el otro. Privado de su cama, el capitán del San Marco permanecía al timón. Evitaba encontrarse con la mirada de Tycho. Y no había nada extraño en ello. Todo el mundo evitaba encontrarse con su mirada, buscando siempre pretextos para estar lo más lejos posible de él.

A’rial se había ido. Y ya nadie se acordaba de que hubiera estado allí.

La tormenta había surgido de la nada. Un milagro de Dios, la prueba celestial de que San Marcos, santo patrón de Venecia, había intercedido ante Dios. Lo único raro fue la batalla que libró Tycho a solas contra el barco de Osman.

Primero un gran salto, comentaban los marineros. Valor de héroe, suerte de loco, pura estupidez. Pocos admitían haber visto nada. Y los que lo habían hecho guardaban sus pensamientos para sí mismos. El recién nombrado caballero había realizado un salto casi imposible y la suerte le acompañó. Todo el mundo sabía por qué el príncipe Osman había sido liberado. Atilo les explicó que iba comunicar la noticia de la derrota a su padre.

—¿Estás bien?

Volviéndose, Tycho se encontró con Giulietta. No iba vestida como correspondería a una viuda, solo llevaba una fina túnica que se pegaba a su cuerpo. La prenda se sujetaba en el cuello con una cinta apenas atada.

—Te he oído merodear por la cubierta.

—¿Cómo supiste que era yo?

Lady Giulietta enrojeció.

No sabía nada de su visión nocturna, se dio cuenta Tycho. Era un secreto para todos, excepto para el doctor Cuervo y, tal vez, para el prior Ignacio de los Cruzados Blancos. Aunque Atilo debía de estar a punto de adivinarlo.

—Me lo había imaginado —dijo Giulietta alegremente.

—De acuerdo.

—Hace calor allí abajo.

—Y aquí —contestó Tycho.

—Por lo menos aquí corre la brisa —dijo Giulietta, exponiendo la cara al viento de la noche. Lo cual hizo que la túnica se le pegara aún más al cuerpo. Se debió de dar cuenta, porque se volvió para apretar discretamente la cinta del cuello.

—Lo siento —dijo Tycho, mirando a otro lado—. Lo de Leopold. Me hubiera gustado conocerle mejor.

—Podemos hablar de él más tarde. Ahora… —Su voz se quebró—, no puedo soportar pensar en… pensé que ibas a morir.

—Yo también.

—¿En serio? —parecía dudarlo.

No, en realidad no. Nunca se le pasó por la cabeza. Desde el momento en que se encontró en la cubierta del barco de Osman supo que era la criatura más fuerte, más rápida y más mortal que había a bordo. Hasta ahora, no había pensado en lo embriagador que era. Y lo que hubiera pasado si se hubiera dejado llevar por sus instintos.

—Sí —mintió—. En serio.

Lady Giulietta apoyó la cabeza contra su hombro. No se sabe cómo, la mano de Tycho acabó acariciando el pelo de Giulietta. Sintió que, durante unos instantes, ella se fundía con él para alejarse luego.

—Leo está dormido, Desdaio también y Atilo, me imagino.

—El mejor señor del viento.

Giulietta sonrió con tristeza.

Todas las galeras de guerra estaban construidas siguiendo un diseño idéntico y muy antiguo. Algunos decían que era un invento de los romanos. Otros aseguraban que databa de la época de los griegos. En los viejos tiempos las galeras tenían dos, a veces tres filas de remeros, una encima de otra, en cada costado. Pero, por tradición, las galeras venecianas tenían solo una fila. Aunque a veces las construían con más.

Los camarotes de la galera de Atilo se encontraban en la popa, con un espacio debajo para la caña del timón y unos escalones que conducían a una cubierta pequeña que no era más que el techo de los camarotes de abajo. Para una mayor seguridad la cubierta tenía una barandilla alrededor. Servía para ubicar una enorme ballesta, que disparaba flechas que atravesaban los costados de los barcos enemigos. Y aquí se encontraban ahora Tycho y Giulietta. A pesar de que la muchacha parecía no estar segura de por qué habían subido allí.

—¿Qué estás pensando? —preguntó y se tuvo que agarrar a la barandilla porque el San Marco se sacudió con la embestida de una ola. Tycho la vio tambalearse y tuvo tiempo de agarrarla antes de que tropezara.

—¿Cómo puedes mantener el equilibrio?

—Pura habilidad —contestó Tycho.

Giulietta se apartó de él.

—No has respondido a mi pregunta.

—Acabo de hacerlo.

—No. Sobre lo que estás pensando.

A’rial —dijo—. Ella es… —Tycho vaciló—. Una de las damas de compañía de tu tía, supongo. Por su expresión Giulietta dedujo que su vacilación se debía a algo más que a su dificultad en describirla. —A’rial tiene once años. Y aspecto de un gato hambriento.

—A algunos hombres les gusta…

—Bueno, a mí no.

—¿Por qué piensas en ella ahora?

Ahí estaba la pregunta. La que cabría esperar de una princesa Millioni, que tiene una buena cabeza tras esos ojos vigilantes.

—Porque tengo una deuda con ella —dijo Tycho—. Una que tendré que pagar.

—¿Qué le debes? —preguntó Giulietta.

—Nada importante. ¿Por qué?

—Te estremeciste —Giulietta apoyó la cabeza en su hombro. Después de un momento y como él no decía nada le envolvió con sus brazos y Tycho se encontró acariciándole el pelo mientras la muchacha se aferraba a él—. Esto no significa nada —murmuró Giulietta.

—Estás desolada —se mostró de acuerdo Tycho. Y sintió cómo se petrificaba el cuerpo de la muchacha—. Lo digo en serio —se apresuró a decir—. Esto no significa nada y estás desolada por…

—No te atrevas a pronunciar su nombre.

Tycho notó que el rostro de Giulietta estaba húmedo bajo sus dedos. Sus pensamientos eran una mezcla de temor, tristeza y enojo. Tycho los degustó y luego dejó marchar. Tanta desesperación, tanto vacío. Eso fue lo que la trajo hasta aquí.

—Tú sabes cosas —dijo, tirando de la cinta en el cuello de su túnica—. ¿Qué hay más allá de Al Andalus?

—Un gran mar —susurró Giulietta—. Que se extiende más allá de lo que cualquier barco puede navegar. Todo el mundo sabe eso. Está lleno de monstruos.

—¿Y después?

Tycho acarició su garganta, abrió la túnica, rozó su piel caliente y sintió cómo se endurecían sus pezones cuando tomó uno de sus pechos en la mano.

—Algunos dicen que nada —dijo Giulietta con voz temblorosa—. Que el mundo se acaba en un acantilado, con el océano derramándose hacia la nada. Si osas acercarte demasiado te arrastrará.

Tycho se puso de rodillas a sus pies y abrió la túnica un poco más, mordiendo suavemente por debajo del pecho hasta oír su gemido.

—Entonces, ¿de dónde sale el agua de los mares?

Giulietta frunció el ceño como si fuera una niña.

—De los ríos, por supuesto. Igual que se repone el agua que rebosa de una fuente. No estoy segura de que sea verdad lo del acantilado. La tía Alexa dice que el mundo es redondo. Empiezas aquí —señaló con la cabeza la proa—, y terminas aquí…

La estela de espuma del San Marco se extendía tras ellos.

Tycho levantó la túnica hasta las caderas y besó la oscuridad entre sus muslos, sintiendo escalofríos y el húmedo sabor a sal de un océano. Permanecieron así durante mucho tiempo. Cuando finalmente Giulietta retiró los dedos de su cabello, estaba llorando, las lágrimas por el amante muerto corrían por su rostro y a Tycho le había surgido otra pregunta.

—¿Y qué dice la tía Alexa que hay al otro lado de este mar?

—Las fronteras más lejanas del imperio del Khan.

Tycho asintió con la cabeza tristemente. Había pensado que tal vez Bjornvin pudiera estar allí.