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o sabías? —preguntó Atilo.

Faltaba una hora para el amanecer. Para los demás reinaba la oscuridad. Pero para Tycho hacía mucho que había amanecido. Había visto cómo el horizonte cambiaba de color. Montañas dibujadas con tonalidades de negro. Molinos de viento petrificados en la llanura. Este era un país de achaparradas torres de piedra con anchas palas en estériles pendientes que solo criaban polvo y cardos. Se hubiera sentido a gusto aquí.

Era evidente que Atilo tenía que hacer un esfuerzo para acercarse a su aprendiz.

La voz del anciano era tan inflexible como sus hombros, su pregunta tan brusca como sus modales. Sabía que la mitad de la corte los estaba observando desde la distancia.

—Lo sabía —contestó Tycho.

—¿Estuvo ella en Ca’ Friedland?

—En la cama, dando el pecho a su hijo.

Esto último era una mentira, había estado en su dormitorio hasta que el ruido de la lucha atrajo su atención. Pero no había necesidad de que el viejo lo supiera.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—¿Y que me cortasen la garganta? Una princesa Millioni en la cama con el hijo bastardo del enemigo de su familia. Usted me envió a asesinar al príncipe. Tal vez me matase por haber fallado. ¿Pero si volvía contando eso…? Me haría el mismo bien que exponerme desnudo al sol…

—¿Crees que no se me pasó por la cabeza esa idea?

—Tal vez, pero me lo estaría haciendo usted. Si le contase lo de lady Giulietta y Leopold, me lo estaría haciendo yo mismo.

Leopold… ¿Es tu amigo ahora?

Como podría serlo cualquier otro. Tycho no se molestó en dar explicaciones. Además, si el mundo fuera sensato, Leopold y él serían enemigos. Giulietta amaba a su marido. Tycho amaba a Giulietta. ¿Qué mejor razón para odiar a un hombre? La sola idea de que era el esposo de Giulietta le provocaba un nudo en el estómago.

—¿Y qué va a pasar con nosotros? —preguntó Atilo.

—No hay un «nosotros». Podría matarte, pero Janus no lo aprobará. Así que voy a dejar que los mamelucos lo hagan en mi lugar. De esta forma podrás morir como un héroe…

Volviéndole la espalda, Tycho se abrió paso entre caballeros cruzados y cortesanos chipriotas. Finalmente llegó a un recoveco en el que estaban Leopold y su nueva esposa. El príncipe había pasado el brazo por encima del hombro de Giulietta.

—Cuida de Leopold —suplicó Giulietta.

—Mi señora…

—Lo digo en serio. Protégele si puedes.

—Dos cosas —dijo Tycho, sonriendo—. La primera, ¿parece Leopold un hombre que se deje cuidar por otros? Y la segunda… —señaló el horizonte que empezaba a ponerse rosado—. La batalla habrá terminado antes de que yo pueda tomar parte en ella.

—¿Tus ojos no han mejorado?

—Empeoran —se lamentó Tycho.

—Estás cambiando —dijo el príncipe—. Ahora, si nos excusas…

Lady Giulietta no parecía entusiasmada con la idea, pero se dejó arrastrar hacia la puerta, haciendo reverencias al pasar mientras los cortesanos se apartaban de su camino. Cuando un arco los ocultó de la vista de los demás, Leopold le dio una palmada en las nalgas y se rio ante sus protestas.

—Lo mejor de su familia.

Dándose la vuelta, Tycho descubrió a su lado al rey Janus.

—No lo sé, majestad.

—Fíate de mi palabra. ¿Lucharás a su lado?

—Con suerte.

—¿Si la batalla dura hasta el anochecer?

—Entonces… ¿lo sabe?

Janus se encogió de hombros.

—Demasiado delicado para soportar la luz del día. Isak se jactaba de ello en sus carteles. Delicado no es la palabra que yo hubiera elegido —sus ojos grises escudriñaron el rostro de Tycho—. Mágicamente incapaz de soportar la luz del día, tal vez. ¿Cómo os conocisteis tú y Leopold?

—Combatiendo, majestad.

—¿Habéis luchado juntos antes?

—Me ordenaron matarlo. Giulietta me pidió que le dejara con vida. Se lo concedí.

El rey Janus miró a su alrededor comprobando quién pudo haber escuchado la respuesta. Los cortesanos se habían retirado. El prior de los Cruzados Blancos los estaba observando con una expresión inescrutable en la cara.

—Ven conmigo.

Las almenas estaban llenas de combatientes; el aire seguía siendo frío, pero dispuesto a calentarse en cuanto llegara el día. Un sargento que llevaba un peto oxidado y al que habían empujado para abrirse paso se volvió para soltar un juramento y se detuvo deshaciéndose en disculpas. Era viejo, tuerto de un ojo y con una pierna torcida a causa de una fractura mal soldada.

Janus le palmeó en el hombro y siguió caminando hacia la torreta de la esquina. Habían arrastrado hasta allí una enorme catapulta la que estaban atando con cuerdas trenzadas a los enormes anillos de hierro clavados en el suelo de la torre.

—¿El trenzado absorbe el golpe?

El rey Janus asintió apreciando la sagacidad de Tycho.

—Vences al príncipe Leopold. Un famoso duelista. Luego le perdonas la vida porque te lo pide una mujer. Y, al parecer, te acaban desterrando por ello.

Tal vez el rey se dirigía a Tycho. Tal vez a sí mismo. Cuando Janus asintió con la cabeza y volvió a asentir más tarde, Tycho supo que su segunda conjetura era la correcta y que había hecho bien en guardar silencio.

—Mañana —dijo el rey— se decidirá todo.

—¿Todo, majestad?

—Hasta la siguiente crisis. Claro que, si algo sale mal mañana, no habrá una siguiente crisis. Ni Chipre. Ni santuario de cruzados. Tampoco estaré yo, probablemente. Ni Giulietta ni Desdaio, salvo como esclavas.

—Leopold se llevará a Giulietta. Me imagino que Atilo tiene la intención de hacer lo mismo…

—¿A la batalla? —el rey Janus lo miró horrorizado.

—¿Dejaría que violasen a su mujer? ¿Si supiera con certeza que ocurriría en caso de derrota? Leopold no. Y dudo que Atilo lo hiciese.

—Mi esposa fue envenenada.

—¿Majestad?

—Murió hace un año. No, hace dos.

La mirada del rey estaba desenfocada. Su rostro expresaba tal desolación que parecía una máscara griega, hasta en las oquedades de los ojos y la abertura de la boca. Tan solo una lágrima desvelaba que la máscara pertenecía a un hombre.

—La sigo echando de menos como si fuera ayer.

Pronto amanecería. Permanecieron de pie en la almena fortificada a toda prisa. Mientras, la flota mameluca navegaba en algún lugar tras el oscuro horizonte. Los soldados se apartaron sin saber si el dolor del rey se debía a algo que había hecho Tycho o a la situación en general. Pocos de los defensores del castillo esperaban seguir con vida dentro de un mes.

Los campesinos podían cambiar de bando. ¿Por qué no? Nadie les preguntó si querían ser gobernados por este rey. Y tendrían que pagar lo mismo, quienquiera que fuese su gobernante. Impuestos y diezmos, hijas violadas, hijos reclutados para las milicias. Un gobernante duro pero fuerte era mejor que uno amable pero débil. Gobernantes fuertes significaban estabilidad.

—¿Realmente podrás influir sobre el desenlace de la batalla de mañana?

—Yo también tengo una pregunta.

El rey Janus silbó entre dientes.

—Tal vez el prior tenía razón en que debí haberte ejecutado y acabar de una vez con el asunto.

—Responder a mi pregunta podría ser más sencillo.

—Igual que Atilo —dijo el rey—. Tal vez sea ese el problema. El moro te ha entrenado muy bien. Así que ahora ya no tiene por qué seguir viviendo.

—Antes trató de matarme.

—Si hubiera querido matarte, ahora estarías muerto —Janus se dio cuenta de la expresión de Tycho—. Probablemente moriría él también. Así que debió de creer que pagar con su vida la tuya era un precio demasiado caro. ¿Cuál era tu pregunta?

—¿Por qué se alarmó tanto cuando mencioné el fuego?

—Ah, sí —dijo el rey Janus—, la razón por la que el prior Ignacio cree que debo ejecutarte. Una parte de mí teme que tenga razón.

Y Janus le contó a Tycho que así fue como Carlomagno, el más grande de los emperadores francos, envió refuerzos desde el Rin hasta Roncesvalles. Aunque sus hombres lobo llegaron demasiado tarde para salvar al conde Rolando. Además el prior Ignacio le contó que los Cuatro Jinetes del Apocalipsis también llegarían a través de uno de esos círculos. Tycho entendió ahora la preocupación del prior.

—¿Es instantáneo? —preguntó Tycho.

—No estoy seguro de entender tu pregunta.

—¿Usted entra en un círculo de fuego en un lugar y, al instante, aparece en otro?

El rey se rascó la barba y suspiró.

—Estamos hablando de una herejía —dijo—. Herejía peligrosa por cierto. Pero, sí, me imagino que es rápido. ¿Por qué?

—Me preguntaba si, en algunos casos, podría llevar más tiempo.

—¿Cuánto más?

—Cien años —dijo Tycho y se encogió de hombros ante la expresión del rey—. Solo era una idea.