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urante el año que duró el entrenamiento de Tycho, Iacopo se dejó barba. Una barba de soldado que le hacía parecer más viejo y más feroz. Ahora recurría menos a las máscaras porque ya no necesitaba ocultar su juventud.

Estaba sentado en la taberna ante un vaso de vino. Un peto de acero de estilo aragonés brillaba en su pecho. Le había costado todo lo que quedaba de su paga anual. El arañazo debajo de la axila izquierda sugería que su anterior dueño murió en la batalla o fue apuñalado mientras dormía.

Iacopo no era supersticioso y, gracias a esa señal de mala suerte, consiguió que el armero rebajase el precio hasta una cantidad que casi se podía permitir. Aunque, para sellar el trato, hizo falta enseñar la daga que había tomado prestada de la colección de Atilo. El schiavoni afirmaba que el arañazo se debía a una caída y que la pieza valía el doble de la oferta final de Iacopo. Pero acabó escupiendo en la mano para el apretón final que sellaba el trato.

—¿Es nuevo?

Iacopo levantó la vista y descubrió al capitán Roderigo de pie ante su mesa. Sin saber cómo reaccionar, optó por una sonrisa tímida y dejó que el capitán pensase lo que quisiera. Durante el último año Venecia se había dividido entre los partidarios del príncipe Alonzo y los de la duquesa Alexa. Casi sin querer Roderigo se encontró en uno de los bandos. Y Atilo en el otro. La tensión había aumentado tras el incidente de la semana pasada con Timur bin Taragay, el mensajero de Tamerlán.

Timur era un príncipe menor de la familia de la esposa de Tamerlán. Resultó que el mongol se negó a entregar su mensaje al Consejo de los Diez, se limitó a hablar con la duquesa y partió de inmediato. Nadie sabía lo que contenía el mensaje de Tamerlán porque la duquesa lo quemó después de leerlo y se negó a revelar nada. Así que ahora, el príncipe Alonzo se debatía entre la cautela y la furia. No era una situación cómoda para alguien como él.

—Capitán —Iacopo levantó la copa. No había necesidad de crearse enemigos innecesarios. La vida en Ca ‘il Mauros ya era bastante complicada. Lord Atilo y su prometida seguían durmiendo en habitaciones separadas. Todo el mundo daba por sentado que se iban a casar. Pero nadie sabía cuándo. Algunos decían que no se casarían hasta que Atilo no abandonase la cama de la duquesa. Otros, que el moro sería estúpido si se casaba con Desdaio mientras existiera alguna posibilidad de hacerlo con Alexa.

Y luego estaba el monstruo, con sus extrañas gafas, su jubón de color sacerdotal y sus odiosos silencios. Tycho no hablaba con Iacopo, tampoco Iacopo hablaba con él. Apenas se percataba de la existencia de Iacopo. Desdaio y Amelia, por otro lado…

Iacopo suspiró.

—¿Problemas? —preguntó el capitán Roderigo.

—La vida… —respondió Iacopo. Y, dándose cuenta de que el capitán estaba a punto de marcharse, le dedicó su mejor sonrisa—. Déjeme que le invite a una copa, señor.

—Creo que ahora me toca a mí.

Iacopo pareció sorprendido.

—Después de tu victoria en la carrera del año pasado. Bebimos en el Griffin detrás de San Bartolomé, ¿recuerdas?

—¿Cómo podría olvidarlo, mi señor? Es que estoy sorprendido de que lo recuerde —se dio cuenta de que había exagerado la nota. Mientras, el capitán inspeccionaba a los clientes de la taberna y, al no encontrar a quien buscaba, preparaba alguna excusa para rechazar la oferta. Iacopo lo podía ver en sus ojos. Aunque, ¿por qué un hombre como el capitán Roderigo iba a disculparse ante un criado como él…?

Porque eso es lo que era, pensó Iacopo con amargura. Un sirviente, por mucho peto, grebas y espada que llevara. Su preparación se hizo con sigilo, al igual que las misiones que realizaba para su amo. Nadie conocía los secretos que guardaba. Y nadie los podía conocer. Había días que lo llevaba peor que otros.

—Es un honor poder invitarle a un trago —dijo forzando una sonrisa—. Y un honor aún mayor conseguir que acabe con resaca.

Roderigo se echó a reír.

—¿Está buscando a alguien, mi señor?

—A mi sargento. Está fuera de servicio, pero mañana tenemos un trabajo que debemos discutir hoy.

Iacopo asintió con aprobación.

Tenía una idea de qué podía tratarse y tuvo suficiente sentido común para no decir nada. Era Jueves Santo, una de las razones por las que la taberna estaba llena. Obviamente, al día siguiente sería Viernes Santo, día en que los más devotos se azotan por las calles y el resto se abstiene de sexo, juego y de una larga lista de vicios que el nuevo patriarca había enumerado desde el púlpito.

También iba a ser el día de la prueba final de Tycho. Tal como en su día lo fue de Iacopo. Y de Amelia y de todos los que les precedieron. De todos los que murieron hace casi dos años en la masacre de Cannaregio.

—Tal vez tomaré esa copa —dijo el capitán Roderigo.

—Es posible que incluso sea vino del bueno —dijo Iacopo, limpiando de su barba las gotas que parecían de sangre. El tabernero juraba que era Barolo y, desde luego, era lo suficientemente oscuro.

—Está bien —se rindió Roderigo.

La verdad es que Iacopo en su vida había probado Barolo auténtico.

—Así que —prosiguió el capitán—, ¿cómo te van las cosas?

—Más de lo mismo. Su señoría asiste al Consejo. Adora a lady Desdaio. Visita a la duquesa Alexa para escuchar sus consejos.

El capitán sonrió.

Iacopo pensó que motivos había.

—¿Y cómo está lady Desdaio? —Incluso si Iacopo no hubiera sabido que el capitán fue un pretendiente rechazado, el cuidado con el que hizo la pregunta lo habría delatado.

—Tan dulce como siempre.

—Roderigo tomó un trago de vino.

—Obviamente no es asunto mío. Pero ¿hay alguna novedad sobre su matrimonio?

—Ninguna, que yo sepa.

—No —admitió Roderigo—. No creo que puedas saberlo —Sosteniendo la copa a contraluz, examinó críticamente el contenido—. No estoy seguro de que esto sea Barolo, después de todo.

Pero vació el vaso con bastante rapidez. Y cuando Iacopo pidió otra jarra, tuvo cuidado de exigir Barolo.

—Sí, mi señor.

Iacopo miró al tabernero sospechando que se estaba burlando de él, pero el hombre parecía hablar en serio.

—Anótalo en mi cuenta —ordenó el criado de Atilo—. Mañana enviaré a mi sirviente para que te pague.

—Mañana es Viernes Santo, mi señor.

—Tal vez sea así. Pero querrás cobrar, ¿no?

El tabernero asintió con la cabeza y llenó la jarra hasta el borde de un barril que tenía apartado de los demás. Incluso si no era Barolo auténtico, debía de ser un vino lo suficientemente especial como para que lo tuviera apartado del resto para no llenar una jarra por equivocación.

—¿Qué es realmente? —preguntó Iacopo.

El tabernero miró a su alrededor.

—Es Barolo de verdad —susurró—. Solo que no es muy bueno.

La carcajada de Iacopo fue tan fuerte que hizo volverse a los jugadores. Sus ojos contemplaron a un desconocido de cuidada barba negra, que llevaba un peto a la última moda y bebía el mejor vino. Un par de ellos intercambiaron miradas y uno incluso sonrió.

—¿Amigos tuyos? —preguntó Roderigo.

—Realmente no —respondió Iacopo, dando a entender que los conocía superficialmente. Su respuesta fue interrumpida por el tabernero, que trajo un plato de cordero guisado. Sirvió el guiso con una enorme cuchara sobre gruesas rebanadas de pan duro. El capitán se comió la carne y dejó el pan. Iacopo hizo lo mismo.

—Debería irme —dijo Roderigo—. A estas horas Temujin ya estará borracho.

Tambaleándose, el capitán se puso en pie, se detuvo un instante para comentar algo sobre su estado, pero finalmente optó por encogerse de hombros.

—Maldito bastardo —murmuró—. Siempre causando problemas.

Iacopo confió en que estuviera hablando de su sargento.

—Y, acerca de Desdaio… —dijo finalmente Roderigo.

—¿Mi señor?

—¿Es feliz?

—Oh, sí, es… —Iacopo se detuvo—. Bueno, tan feliz como puede esperarse. Debe ser duro que la repudien a una. Y ella… Mi señor, ¿puedo hablarle con franqueza?

—No lo dudes.

Roderigo aguardó.

—Bueno, ¿qué es lo que tienes que decir? —preguntó finalmente.

Iacopo suspiró.

—Tal vez no esté tan feliz —dijo—. Seguramente creía que por estas fechas ya estaría casada. Pero mi señor Atilo siempre está ocupado. Y debe ser una vida muy solitaria para una chica joven y sana…

—¿Confía en ti?

—No, mi señor. Solo confía en Amelia, su doncella. Y… —Iacopo vaciló de nuevo—. Atilo tiene un nuevo esclavo.

—¿El muchacho ciego?

—No es ciego, mi señor. Pero la luz le hace daño a los ojos. Por eso lleva esas extrañas gafas y evita la luz del día siempre que puede.

—Eso tengo entendido —dijo Roderigo abruptamente.

—Señor, si le he ofendido…

—Ya me había encontrado antes con ese muchacho.

Iacopo se contuvo y siguió bebiendo. La voz del capitán era demasiado indiferente. Cualquiera que no conociera tan bien al capitán como Iacopo, podría pensar que Roderigo tenía miedo de Tycho.

—Mi señor tiene la intención de darle la libertad.

—¿Tan pronto?

—¿Pronto, mi señor?

—He oído que Atilo mantenía a sus esclavos y siervos entre tres y cinco años antes de liberarlos. Ya es bastante ridículo el mismo hecho de darles libertad. Sin ánimo de ofender, por supuesto. Pero hacerlo tras un solo año de trabajo —el capitán Roderigo se encogió de hombros—. ¿Cuánto tiempo fuiste esclavo antes de que te liberara?

—Yo nunca he sido esclavo ni siervo.

—¿En serio? Pensé…

—Era huérfano, es cierto. Mi padre murió en las galeras.

Iacopo no tenía ninguna prueba que lo corroborase, ya que nadie sabía quién fue su padre. Pero Venecia tenía reservado un lugar especial para los hombres libres que morían luchando para proteger las rutas comerciales de la ciudad o abrir rutas nuevas. Y el gesto de aprobación de Roderigo indicaba que el presunto padre contaba con su favor.

—¿Por qué lo libera tan pronto?

—Aprende rápido —dijo Iacopo—. Modales en la mesa. Italiano. Todo lo que Desdaio le enseña. Incluso está empezando a aprender a escribir.

—No te cae bien —el capitán Roderigo afirmaba, no preguntaba.

—No confío en él, mi señor. Y Desdaio lo protege —añadió cautelosamente—. Al principio pensé que le tenía miedo. Pero ahora no estoy seguro. Pasan mucho tiempo juntos.

—¿Desdaio y el esclavo?

—Lady Desdaio, el esclavo, a veces Amelia —dijo Iacopo, forzando una sonrisa preocupada—. Cuando no está Atilo se pasan horas a solas en la planta noble. Y el esclavo las acompaña en sus paseos nocturnos. A veces duran horas. Estoy seguro de que no ocurre nada…

—Es un esclavo.

—Por supuesto, mi señor.

El capitán Roderigo parecía disgustado.