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n la hora que precede el amanecer Tycho estaba tomándose una cerveza ligera a modo de desayuno en una casa abandonada de Cannaregio. Era la última bebida alcohólica que se tomaría en todo el día. La probabilidad de emborracharse con la cerveza ligera era tan pequeña como la de hacerse daño con un cuchillo sin filo. Pero si ponías suficiente empeño podías acabar haciéndote una herida. Y todo el mundo pensaría que eres un estúpido y pasarían semanas antes de que el asunto se olvidara.

Cortó una rebanada de pan y desenvolvió un trozo de queso de oveja. El queso tenía todo el aspecto de un pedazo de cera y olía y sabía solo un poco mejor. Ya nunca sentía hambre de comida normal.

En la mesa ardía una vela de fabricación local.

Los edificios del barrio estaban cubiertos por una capa grasienta depositada por los vapores procedentes de las cubas de sebo que hervían día y noche para producir la grasa con la que se fabricaban las velas baratas. Las velas blancas, las más caras, utilizadas en las iglesias y en el palacio ducal, se hacían en algún otro lugar. Las de aquí eran velas que utilizaban los zapateros para alumbrar su trabajo. Que iluminaban burdeles, tabernas y chozas más pobres.

Cerveza, queso, pan, velas y pedernal…

Todo eso le estaba esperando en una habitación de la segunda planta del abandonado taller de curtidores al norte de la entrada superior del Gran Canal. A cien pasos de la iglesia de Santa Lucía, patrona de los asesinos y de los ciegos. La mesa de madera en la que había dispuesto sus pertenencias era vieja. Al igual que el suelo, persianas, paredes y techo. Todo era viejo y de madera. A excepción de las dos ventanas de arriba, que estaban tapadas con papel encerado. Tycho tardó en darse cuenta de lo rápido que ardería el edificio. A lo mejor esa era la razón por la que lo utilizaban. Una sola llama aplicada a una de las ventanas enceradas reduciría a cenizas todo el edificio.

Cuando lo vio por primera vez sintió que su corazón se hundía. Toda aquella madera le recordaba a Bjornvin.

La mayoría de los edificios de Venecia eran de ladrillo o piedra. Incluso las chozas con estructura de madera o muros de adobe estaban encaladas. Pero esta casa era de madera desnuda, excepto la chimenea que atravesaba las tres plantas para salir por un pequeño fumaiolo, uno de esos tubos cónicos tan comunes en esta ciudad. La chimenea era de ladrillo. El fuego que Tycho encendió había calentado la vieja caldera que se usó para hervir y dar forma al cuero.

Había una cabeza de león flanqueada por alas de murciélago esculpida sobre la chimenea.

Esa era la señal de que había dado con el lugar correcto. Por si eso no fuera suficiente, las armas colocadas sobre la mesa se lo indicarían de todos modos. Un estilete florentino, lo suficientemente largo y delgado como para deslizarse desde la axila hasta el corazón o entrar por el ano y destruir los órganos vitales sin dejar ninguna marca. También estaba la espada que le dio el doctor Cuervo y que no volvió a ver desde el día en que llegó a Ca’ il Mauros.

Tycho no se molestó en examinar los ganchos de escalar. No le hacían falta. También pasó por alto la cuerda. Sin embargo, revisó atentamente el arco de acero, la culata de madera y el ingenioso mecanismo de disparo de una pequeña ballesta de mano.

La montó rápidamente y sin equivocarse una sola vez, deseaba que Atilo estuviese allí para verlo. Siempre cometía pequeños errores cuando se sabía observado por el viejo. Se estremeció al descubrir que las cinco flechas que venían con la ballesta tenían puntas de plata.

Si tocaba la plata se haría daño. Tycho lo sabía muy bien. También sabía que Atilo reservaba esta ballesta para los krieghund. Y se suponía que la mayoría de ellos fueron expulsados de la ciudad. Se preguntó qué misión tendría que cumplir esta noche.

El último regalo consistía en tres cuchillos de lanzar.

Tycho cogió uno y, tras un leve movimiento de la muñeca, el puñal quedó clavado entre los dientes del león. A lo largo de los años otros cinco cuchillos habían acertado en la boca. Y varias docenas habían fallado. Tycho pensó que se trataba de un buen presagio y decidió no lanzar más para no tentar su suerte.

Engrasó la pequeña ballesta, comprobó el filo de su espada, que estaba tan afilada que podría afeitarse con ella, y envolvió cuidadosamente las flechas de plata. El estilete estaba perfectamente equilibrado. Balanceándose sobre su dedo índice en el punto donde la hoja se une al mango.

Tras escoger las armas que utilizaría aquella noche, Tycho buscó el rincón más oscuro de la ya de por sí oscura habitación y, doblando su capa hasta formar una especie de almohada rudimentaria, se acomodó en el suelo, cerró los ojos e imaginó el agua fluyendo a través de su cuerpo, como le había enseñado Atilo.

—¿Qué te ha pasado en la cara?

—Me han atacado, mi señora. Tres ladrones —Iacopo sonreía con modestia—. Conseguí vencerles.

Desdaio le miró con más atención.

—He oído que estabas borracho.

—¿Lo ha oído?

—Quiero decir… —Desdaio se ruborizó—. Te oí llegar la noche pasada y pensé que estabas borracho. No sabía —miró los torpes puntos en su mejilla— que te habían herido.

—Es una ciudad peligrosa, mi señora. Sobre todo para aquellos que andan donde no deben por las noches. La suerte no dura eternamente.

Desdaio asintió con la cabeza y miró las jaulas que formaban la Casa de Fieras del duque. El aire de la mañana estaba lo suficientemente frío como para que su aliento se condensara en vapor, pero el olor de los animales enjaulados lo hacía parecer más caliente. El olor le recordaba los establos. Aunque era mucho más desagradable.

—Eres listo. ¿Cómo has conseguido el permiso?

Iacopo agradeció el cumplido con una inclinación y sonrió por primera vez en toda la mañana.

—El padre de un amigo.

La verdad era que había chantajeado al hijo de un funcionario de la Casa de Fieras del duque que no pudo pagar lo que perdió jugando con Iacopo antes del desayuno. Habían jugado con los dados de Iacopo. El que la invitada de Iacopo fuese Desdaio Bribanzo hizo más fácil concertar la visita. También recibió una advertencia. No dejes que Desdaio se acerque a la tigresa. Cuando le explicaron por qué, Iacopo sonrió, casi estaba oyendo el ruido de la pieza final de su venganza encajando en su sitio.

Había tres empleados de la Casa de Fieras sentados en el muro, haciendo risitas y cuchicheando sobre la tristemente célebre heredera. Iacopo maldijo a los empleados y a sí mismo. Tenía que haber insistido en que no hubiera nadie más que Desdaio y Amelia. Y, a ser posible, tampoco Amelia, que se estaba aliviando después de acompañar a su señora en el paseo desde Ca’ il Mauros.

—Iacopo… —Amelia se acababa de dar cuenta de la cicatriz en la mejilla—. ¿Qué te ha pasado?

—Unos asesinos. Ya sabes cómo es esta ciudad.

—Peleó con ellos —dijo Desdaio.

Amelia inclinó la cabeza a un lado haciendo sonar los dedales de plata de sus trenzas.

—Parece el trabajo de un profesional. No así los puntos.

Amelia

—No es que yo sepa hacerlo mejor, mi señora.

—Me atacaron —Iacopo se había puesto tenso. Había tenido que afeitarse su preciosa barba y ahora se veía que el extremo inferior de la amoratada cicatriz llegaba casi hasta la barbilla.

—¿Pero pudiste con ellos?

—Obviamente —dijo Desdaio—. Si no, no estaría aquí. Ahora vamos a ver a los animales.

Hoy se negaba a pensar en cosas malas. A veces tenía la impresión de que era lo único de lo que Atilo sabía hablar. Política, violencia, viejas guerras y…

La duquesa.

Ese era su otro tema favorito. El nombre de Alexa se deslizaba en sus conversaciones como si se tratara de una vieja amiga. O una antigua amante, pensó Desdaio con amargura. Era imposible no escuchar los rumores, ni siquiera para ella. Viejas amigas que no le habían dirigido la palabra en un año ahora se hacían las encontradizas solo para asegurarse de que se enterara. Y Amelia… Tal vez Desdaio malinterpretara las palabras de Atilo. Tal vez no.

—¿Has dicho una tigresa?

—Sí, mi señora. Y un pájaro camello.

—Creí que Marco tenía un rinoceronte.

—Se murió. Dicen que se apenó tanto por la muerte del viejo duque que dejó de comer.

—Probablemente se había puesto enfermo —dijo Amelia—. Enfermo y aburrido. Seguramente murió porque estaba enfermo y aburrido. O solo aburrido.

—¿Qué te pasa hoy? —el tono de Desdaio denotaba su irritación.

—Mire a su alrededor, mi señora —Amelia señaló los barrotes de hierro, los muros que bordeaban los profundos fosos, redes que cubrían todo el lugar para evitar que se escapasen las aves exóticas—. Este lugar es una prisión. Es repugnante.

Amelia lo dijo tan alto que Desdaio se volvió para ver si alguien más la había oído. Las únicas personas que podían haberla escuchado eran los empleados, pero estaban demasiado ocupados con sus risitas.

—Puedes esperar fuera si quieres.

—Gracias —contestó Amelia, a pesar de que Desdaio pretendía que fuera un castigo. Lanzando una mirada desdeñosa a los empleados, Amelia hizo una señal a un leopardo al pasar por delante de su jaula. Los ojos del animal la siguieron hasta la puerta y, aparentemente, más allá.

—¡No entiendo lo que le pasa!…

—Me alegro de que estemos solos —dijo Iacopo.

Desdaio se ruborizó de una manera encantadora. Si Iacopo estuviese en el lugar de Atilo, hace un año que la habría llevado a la cama. Era como una rosa, perfecta en todos los sentidos. Habría tomado el capullo antes de que se abriera por completo. No esperaría a que floreciera, arriesgándose a que se marchitara. Y esa espléndida figura. No había otra mujer ni la mitad de hermosa en Venecia. Una opinión evidentemente compartida por los empleados de la Casa de Fieras, que no dejaban de desnudarla con los ojos. Pero no iba a durar mucho. Los cuerpos femeninos nunca duran.

Si sobrevive a los partos se rodeará de mocosos medio moros, a los que amamantará, azotará, mimará y malcriará. Contratará a una nodriza y una niñera y luego no les dejará hacer el trabajo por el que les pagan. Tras la masacre de Cannaregio Iacopo había fantaseado con convertirse en la Espada. O, tal vez, en hijo adoptivo de Atilo. Pero no sucederá nunca. Atilo tendrá sus herederos con Desdaio. Además, ese monstruo de pelo blanco ya se ha convertido en el favorito del viejo.

—Te preocupa algo, Iacopo.

—Los pensamientos, mi señora —Iacopo hizo una profunda reverencia—. Procuraré que no vuelva a suceder.

La muchacha se echó a reír.

—Fuera los pensamientos.

Desdaio se sorprendió cuando Iacopo le ofreció su brazo, pero finalmente lo aceptó y juntos se dirigieron a la jaula del pájaro camello. Por el camino pasaron por delante de una jaula vacía.

—¿Quién vivía aquí?

—El unicornio del duque Marco, mi señora. Era el último ejemplar que quedaba en la tierra. Por lo que he oído decir.

—¿En serio? —se sorprendió Desdaio abriendo mucho los ojos—. ¿Qué le pasó?

—Según una versión, murió de viejo.

—¿Y según la otra?

—Despiezado y su carne salada y secada, por orden del nuevo duque. Parece ser que Marco quería saber si sabía igual que la de caballo. Estoy seguro de que es una patraña…

Desdaio quedó tan impresionada que dejó que Iacopo le pasara el brazo por los hombros ofreciéndole consuelo, pero lo apartó a los pocos segundos. Mientras lo hacía, la mano de Iacopo rozó las nalgas de la muchacha, que resultaron tan turgentes al tacto como a la vista. Desdaio se sonrojó y Iacopo no dijo nada.

El pájaro camello era enorme y gris, las plumas que cubrían su cuerpo eran cortas y las alas absurdamente pequeñas. Los pies eran como los de un pavo, pero cincuenta veces más grandes. El cuello tan largo que su pequeña cabeza se elevaba por encima de ellos.

—No tiene joroba.

Sí que la tenía. Aunque pequeña. Sin embargo, Iacopo fue suficientemente listo como para no llevarle la contraria.

—Viven en el desierto —Iacopo contaba lo que acababa de aprender durante el desayuno—. De ahí el nombre. Pueden pasar un mes sin agua.

Desdaio quedó impresionada.

—Y aquí está la tigresa —dijo Iacopo, arrastrándola hacia una construcción de ladrillo, una de cuyas paredes había sido reemplazada por barrotes. La rodeaba un foso recién construido.

—Pobre Marco —dijo Desdaio mientras se acercaban.

Iacopo levantó las cejas, esperando lánguidamente a que continuase.

—Me imagino que el foso es para mantenerlo alejado. Probablemente intentaría alimentar a la bestia con la mano.

—¿Usted conoce al nuevo duque?

—Sí —contestó Desdaio sin que su voz expresase nada—. Mi padre tenía la esperanza…

Por supuesto que sí. ¿Qué padre de Venecia no querría casar a su virgen heredera con el duque, estuviera loco o no? Era un pequeño sacrificio, comparado con el premio de dar a luz al próximo heredero del trono ducal. Y el acceso a los millones de los Millioni. Rutas comerciales hacia Oriente. Y la protección del Khan Tamerlán para poder utilizarlas.

—¿Y usted se negó? —la había ofendido. Tanto que Desdaio se detuvo en seco, a veinte pasos de la jaula de la tigresa.

Iacopo hizo una profunda reverencia, suplicando su perdón.

—Perdonadme. La he molestado —le fastidiaba tener que suplicar, pero necesitaba recuperar el favor de Desdaio.

—Soy una buena hija.

¿En serio?, pensó Iacopo. Entonces ¿por qué vives con un moro que no es tu marido? ¿Por qué te ha repudiado tu padre? ¿Y por qué tengo esto…? Se tocó la reciente cicatriz, sintiendo las torpes puntadas. Cuando todo lo que hice fue decir la verdad acerca de verte salir de la celda de Tycho.

—Vamos a ver a la tigresa —dijo alegremente.

Les recibió un rostro blanco con expresión de pocos amigos. La bestia apenas se molestó en dedicarles una mirada de desprecio mientras seguía describiendo cerrados círculos. Un profundo surco en la paja bajo sus patas marcaba su caminata sin fin. El hedor era insoportable a pesar de que todavía era primavera, el cielo estaba nublado, el sol sobre el horizonte y el aire frío.

—Pensé que los tigres tenían rayas.

—Es una tigresa de las nieves —dijo Iacopo—. El animal más raro del mundo. Ni siquiera el sultán mameluco tiene uno.

Desdaio miró a la bestia con renovado respeto.

—Bonita, ¿no? —dijo Iacopo, mientras Desdaio se acercaba. Se colocó detrás de ella, sintiendo cómo la muchacha se inclinaba hacia adelante. Otro empujoncito la colocó cerca de los barrotes.

—Dios mío —dijo Desdaio—. Es magnífica.

Incluso lejos de las altas montañas y las nieves que le dieron su color, la tigresa resultaba impresionante. Pero también infeliz y agobiada. Les dio la espalda, levantó la cola y, como ya le habían advertido a Iacopo, roció con su apestosa orina el manto de terciopelo rematado con pieles de Desdaio. Algunas gotas cayeron sobre la mano de la muchacha.

Mi señora.

—Oh, Dios mío… ¡Estúpida criatura!

Con los ojos llenos de lágrimas, Desdaio intentaba limpiarse los dedos. Cuando la muchacha se dio la vuelta para comprobar si lo habían visto los empleados, Iacopo sonrió.

—Quiero irme de aquí.

—Por supuesto, mi señora. Deje que le lleve esto —Iacopo le quitó el estropeado manto, lo dobló para ocultar el terciopelo sucio y lo metió bajo el brazo—. Hay un abrevadero en la puerta donde se puede lavar…

El abrevadero era de piedra. Se utilizaba para dar de beber a los caballos que traían comida para los animales del duque desde la Riva degli Schiavoni. Desdaio se lavó las manos en el agua congelada hasta que sus dedos se volvieron rojos.

Cuando el cielo del atardecer se cubrió de nubes y el aire se llenó de electricidad, Atilo se retiró a su estudio para revisar los planos del nuevo puente de Rialto. El viejo duque había querido reemplazar el existente puente de madera por uno de piedra. A lo largo del puente, a ambos lados, se ubicarían las tiendas. Y como el puente pertenecería a Marco, las rentas también serían suyas. Más importante aún, su nuevo puente tendría defensas, con saeteras y rejillas en el suelo a través de las cuales se podría derramar aceite ardiendo.

Su plan exigía diez mil pilones de alerce, cortados a mano y clavados en la arena, arcilla y grava para soportar los cimientos de las dos orillas. El cadáver de un bosque entero se comprimiría en un área muy pequeña y se cubriría con vigas de roble; los escombros de piedra de Istria harían el resto. Solo entonces se podrá empezar la construcción del nuevo puente.

Pero había tres cosas que se oponían a ese plan.

Dos tenían solución, una no. El puente actual era querido por todos. Eso tenía solución. El duque anunció que San Domenico Contarini, uno de los grandes dogos de la Serenissima, vino a verle en sueños y anunció que Venecia se merecía un puente de piedra…

Los santos ya habían anunciado en sueños a los Millioni la necesidad de cambiar de la Epifanía a la Pascua la fecha del matrimonio del duque con la mar, o de que el ducado fuera hereditario. San Marco siempre ha sido una buena elección. Pero, por desgracia, ya había aprobado el anterior plan del duque.

Pero si San Domenico exigía un puente de piedra el segundo problema también tendría solución. Las casas situadas en un radio de cien pasos a ambos lados del Canalasso tendrían que ser derribadas para poder poner los cimientos. Sin duda sus habitantes protestarían. Pero era difícil discutir con un santo.

El problema que no tenía solución era que Marco III se reunió en el cielo con San Domenico de Contarini antes de que se hubiera derribado el viejo puente y comenzado la construcción del nuevo. Por eso el puente de madera seguía en pie, mientras los Diez discutían sobre los costes de su sustitución.

—Entra —dijo Atilo contestando a la llamada a la puerta.

Iacopo abrió y esperó el gesto de Atilo invitándole a pasar. Su plan, pensó Atilo con amargura, será ponerse de rodillas y suplicar disculpas hasta irritarme lo suficiente para que le perdone.

—¿Qué quieres?

—Creo que… tal vez… —Iacopo respiró hondo—. Tal vez podría ser yo el que lleve las órdenes a Tycho esta noche. Quería desearle suerte, de paso. —La habitual bravuconería del joven había desaparecido tras la reprimenda de la noche anterior. La mejilla estaba lívida y el rostro parecía desnudo ahora que su amada barba había desaparecido.

—Se lo he encargado a Tomás.

Hombre tranquilo y sin ambiciones, muy apto para la tarea, Tomás había sido entrenado por Atilo antes que Iacopo. Ahora se dedicaba a preparar pasteles en Campo dei Carmini, siendo su panadería famosa por los pasteles de estilo francés. Sus otras habilidades, tales como envenenar a la gente, pasaban inadvertidas. La noche del enfrentamiento con los krieghund estaba en París presentando al príncipe Valois a Dios mediante un surtido de tartaletas que, ingeridas por separado, no causaban ningún efecto.

Aunque las tropas de Atilo fueron reducidas a la mínima expresión, el trabajo de Tomás en París había salvado su reputación. Hizo algo más que matar a un Valois. Proporcionó a los enemigos de Marco motivos para seguir temiéndole. Ninguno de ellos se había dado cuenta todavía de la debilidad de la ciudad. El tiempo medio de formación de un miembro de los Assassini era de cinco años. Ningún imperio podía permitirse el lujo de contar con tan pocos combatientes. Y los que seguían vivos, los que se encontraban lejos de Venecia aquella fatídica noche, se movían desesperadamente de ciudad en ciudad cumpliendo las silenciosas órdenes de los Diez.

Al levantar la mirada Atilo se dio cuenta de que Iacopo seguía allí esperando una respuesta.

—Ve —dijo—. Haz las paces. Y nunca vuelvas a mezclar el nombre de lady Desdaio en tus disputas.

Cuchillo en mano, Tycho se dio la vuelta y se encontró con Iacopo a sus espaldas.

—No lo hagas —advirtió Iacopo.

Era tentador, Tycho no podía negarlo. Su rival enmarcado por la ventana abierta de una habitación de segunda planta en un barrio que la Ronda evitaba pisar de noche. ¿Quién se enteraría? Bueno, Atilo para empezar. Si encontrasen el cadáver de su criado hundido en el barro cerca de la casa franca de los Assassini.

—Podría decir que fue un accidente.

Tycho no se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta hasta que vio cómo los ojos de Iacopo se abrían como platos. El joven miró hacia abajo y detrás de él, evaluando la posibilidad de saltar al embarrado callejón a sus espaldas.

—Traigo tus órdenes.

—Se suponía que me las traía Tomás.

—Me lo pidió Atilo. Quiere que nos reconciliemos.

La cara atravesada por la cicatriz de Iacopo y su sonrisa torcida indicaban que era consciente de que no iba a ser tan sencillo. Pero la mención del nombre de su amo fue suficiente. Con un gesto Tycho le invitó a entrar.

—¿Qué te habían dicho? —preguntó Iacopo.

—Nada.

Las órdenes se daban y se cumplían sin previo aviso. Nadie sabía cuándo le llegaría una orden, ni quién se la llevaría. Tenía que permanecer en aquella habitación hasta que le dijesen lo contrario. Tycho supuso que era eso lo que Iacopo venía a decirle.

—Debes buscar el Caballo de Oro detrás de San Simeone Piccolo…

Eso significaba cruzar el canal cerca de la desembocadura.

—Comprar una jarra de vino e insistir en que sea Barolo —Iacopo sacó dos ducados de oro, tres grossos de plata y cinco tornsellos y los apiló sobre la mesa. Luego repasó las pilas hasta que quedaron perfectas.

—Il Magnifico murió hace años —dijo Tycho—. Pero los ducados son nuevos.

—Se siguen acuñando magníficos. Moros y mamelucos no aceptan ninguna otra cosa. Y los bizantinos ofrecen mejor precio por ellos que por sus propios bezantes.

—¿Por qué?

—Son más puros —dijo Iacopo como si fuera obvio—. El emperador puede emplear oro de menor pureza para los bezantes si se ve obligado a hacerlo. Venecia no puede hacerlo con los ducados. Si lo hiciéramos, nuestro comercio se acabaría.

—¿Y qué cuesta una jarra de Barolo?

—Un tornsello. Tornsello y medio como mucho.

Tycho asintió con la cabeza para indicar que había entendido, recogió las monedas y las metió en una bolsa de cuero que llevaba en la cintura.

—Deja que te ayude —Iacopo sacó una tira de piel de su bota y la ató rápidamente a la parte superior de la bolsa de cuero—. Impedirá que las monedas suenen al moverte —dijo—. Es uno de mis trucos.

Tycho asintió con la cabeza.

—Ahora me voy —dijo Iacopo—. Necesitas tiempo para prepararte. Pero deja que tome algo de esa cerveza que tienes ahí —tomando la jarra comenzó a llenar un tosco vaso de vidrio soplado, pero este resbaló de su mano y cayó rodando intacto por el suelo—. Mierda. Lo siento.

—No importa, el vaso no se ha roto.

—Eso no es lo que me preocupa —sacando un trozo de terciopelo, Iacopo limpió la cerveza de la parte posterior de las botas de Tycho—. Así está mejor —añadió.