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e diste el broche de tu madre? ¿Los pendientes de Dolphino? ¿La pulsera que te envió Gian Maria…? —la boca de Atilo era apenas una fina línea. Tenía la mano apoyada en la empuñadura de su daga, aunque este gesto iba dirigido a Tycho, que permanecía de pie a un lado.

Estaban en la sala superior del Priorato.

Una habitación austera y decorada con frialdad, que ahora se había calentado por la ira de Atilo y el viento nocturno que olía a humo y hierbas. Fuera estaban asando corderos. Alimento para los cruzados que lucharían en la batalla del día siguiente.

Todos los buques de la flota chipriota llevaban una tripulación mixta de galeotes y de marineros libres. También llevaban caballeros cruzados, ballesteros, lanceros y soldados. Los buques que portaban el fuego mágico necesitaban maestros para manejarlo, soplar los fuelles y procurar que la mezcla letal no matara a los que debía proteger. El fuego mágico hacía ganar las batallas.

Fue mérito de los cruzados robar su secreto a Bizancio. Eso explicaba el odio que los bizantinos les profesaban. El fuego mágico ganaba las batallas, pero también las perdía. Algunos barcos fueron destruidos por su propio fuego. Y volvería a pasar.

Nada de eso preocupaba a Atilo ahora.

—¿Cómo pudiste? —el dolor en su voz era tan patente que Desdaio parpadeó, sus ojos se llenaron de lágrimas y el labio inferior empezó a temblar. Pero Atilo apenas se dio cuenta.

—Te dije que yo me ocuparía. Que hablaría con el rey Janus.

—Lo estaban vendiendo…

—Lo habría comprado de nuevo. Fuiste sola a un mercado de esclavos. Entregaste tus joyas por un esclavo caído en desgracia —Atilo lanzó una mirada furiosa a Tycho, que permanecía en silencio.

No tienes ni idea.

—¿No tengo ni idea de qué?

—De lo que se siente cuando te están vendiendo.

—¿Y tú?

—Por supuesto que sí —Desdaio se había puesto furiosa. Por un segundo Atilo temió que fuera a pegarle. ¿Debía dejar que lo hiciera? ¿O cogerla de la muñeca? En tal caso, ¿con qué fuerza debía apretarla?

—Escúchame —gritó Desdaio—. No pongas esa cara. No quiero que pienses. Quiero que me escuches

Las lágrimas caían en cascada por sus mejillas.

—Fuiste a su habitación —dijo Atilo, como constatando un hecho.

—gritó Desdaio—. Fui a su habitación. Para advertirle acerca de la prueba. Y no pasó nada. Él me pidió que me marchara.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Pero mírate —contestó Desdaio—. Allí, de pie con la mano en la daga. ¿Por qué crees que no te lo dije?

Tycho captó el instante en que la mirada del moro pasó de Desdaio a donde él se encontraba, a un par de pasos detrás de ella. Descalzo, medio muerto de hambre, envuelto en la manta que alguien había desechado y con la que ella le había cubierto en el mercado.

—¿Es todo para lo que sirves? —siseó Atilo—. ¿Para ocultarte detrás de una mujer?

—Dame un cuchillo, anciano. Y veremos.

Atilo se quedó boquiabierto.

—Incluso débil como ahora —dijo Tycho—. Puedo matarte.

—¿Te atreves…?

—Eres el pasado —la voz de Tycho estaba helada—. Has perdido tu fuerza, tu nervio, tus reflejos. Lo único que te queda son tus habilidades y ya no son lo que eran, ¿verdad? —podía ver la verdad en los ojos de Atilo. Este no creía que todo lo que Tycho decía fuera cierto. Pero le preocupaba que pudiera serlo.

—¿Aún no estás listo para la tumba?

Volviendo la espalda a su antiguo maestro, Tycho echó un vistazo a las tinieblas del exterior. Debía de haber pasado una hora después de la medianoche. Le quedaban dos horas, quizá tres, antes de que tuviera que buscar refugio de la luz del día.

Y lo triste, lo que le carcomía por dentro, era que echaba de menos el sol. Echaba de menos su calor y su brillo, su tibieza en el agua y el olor que daba a la piel. Esa evocación de la luz solar le trajo recuerdos del niño que había sido… Cada vez que experimentaba un cambio el sol se volvía más dañino. Sin su jubón y sin el ungüento del doctor Cuervo no tenía más remedio que ocultarse de sus rayos.

—Mírame a la cara —ordenó Atilo.

—¿Por qué iba a hacerlo?

Atilo se acercó en tres zancadas y le propinó una bofetada.

Tycho se echó a reír. Atilo lo golpeó del revés, esperando que se viniera abajo. Pero Tycho se mantuvo firme, sonriendo con los labios ensangrentados.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer?

Cuando Atilo intentó golpearle por tercera vez, Tycho atrapó su mano, la sujetó durante unos instantes y luego la arrojó de sí, como si desechara algo inútil.

—No te burles de mí —susurró Atilo.

—Alguien tiene que hacerlo.

En un rápido movimiento Atilo sacó la daga y colocó la punta debajo de la barbilla de Tycho. Si empujaba hacia arriba la hoja, atravesaría los músculos, la lengua y el paladar, entrando en la cavidad detrás de la nariz hasta alcanzar el cerebro.

—Te he permitido hacerlo.

La punta de la daga se clavó un poco más.

—No, no lo hiciste.

—¿Seguro? —esa pregunta le costó a Tycho que la punta de la daga rasgara la piel y la sangre corriera lenta y negra por el cuello.

—¿Lo has notado ahora? —preguntó Tycho.

Atilo debió de notarlo en aquel mismo instante. Tycho lo dedujo por la repentina quietud del anciano y sus ojos muy abiertos. La segunda daga de Atilo apuntaba ahora a su propia entrepierna. Tycho la había sacado de su cinturón sin que el viejo se diera cuenta siquiera.

—¿Todavía funcionan? —preguntó Tycho.

—Ya basta —gritó Desdaio. Tycho no tenía ni idea de a cuál de los dos se dirigía. Tampoco Atilo, a juzgar por su cara. Eso hizo que el moro se enfureciera aún más. Aunque sus ojos permanecieran fríos y la boca fuertemente apretada sobre su puntiaguda barba. Quería hacer daño a Tycho. Quería que su daga atravesara el cerebro del muchacho. Pero la daga en la entrepierna le arrebataba su valor. Además le bloqueaba la presencia de Desdaio.

—¿Interrumpo algo? —sonó una voz desde la puerta.

Tú… ¿Aquí?

Tycho pudo haber matado a Atilo en aquel momento. Pero en su lugar, dio un paso atrás y dedicó una sonrisa torcida al recién llegado. Mientras Tycho devolvía la daga al cinturón de Atilo y hacía una reverencia al nuevo interlocutor, el moro los miraba con asombro.

El príncipe Leopold se echó a reír.

—Usted debe ser lady Desdaio. Tan hermosa como cuentan…

Desdaio miró a Tycho, después a Atilo y luego al elegantemente vestido extranjero, preguntándose quién era y por qué el hombre con el que esperaba casarse parecía odiarle aún más que al muchacho que estuvo a punto de matarle hace un instante.

—¿Qué es lo que está pasando? —preguntó Desdaio.

Haciendo una profunda reverencia, el príncipe Leopold zum Bas Friedland se presentó.

—Tres asesinos y una muchacha inocente. A menos que haya cosas que yo no sepa sobre usted… —el príncipe Leopold sonreía—. ¿No? Creo que no.

—Atilo es un soldado —protestó Desdaio.

—Algunas guerras son honorables —dijo el príncipe Leopold—. Otras no tanto. Atilo libra batallas más oscuras. Igual que yo. Si luchamos abiertamente en una ocasión fue por accidente. En cuanto a él… —señaló con la cabeza a Tycho—. Su guerra es tan oscura que apenas sabe de qué se trata.

—Es mi esclavo —dijo Atilo con desdén.

El príncipe Leopold enarcó las cejas. Su mirada se deslizó hacia Desdaio, que permanecía con los labios apretados.

—Creo que su amada no está de acuerdo. He oído que entregó las joyas de su madre para comprarlo.

—Entre otras cosas —dijo Atilo—. Las voy a recuperar.

Tycho jamás había visto esa expresión en la cara de Desdaio. Una mezcla de enfado, terquedad e irritación. Pero su postura, con los pies firmemente plantados como si acabara de colocarse en sus marcas en una punta di Puglia, sugería también determinación. El príncipe Leopold la miró a los ojos y sonrió.

—Tycho no es de nadie —dijo Desdaio con decisión—. Yo lo compré. Y lo libero.

—Discutiremos esto más tarde.

Nadie vio moverse a Tycho. En un instante se hallaba frente a Atilo, al siguiente estaba a sus espaldas, trazando con el dedo una línea en la garganta del moro. Sonriendo, dio un paso atrás e hizo otra reverencia.

—Usted pierde.

—No —dijo Leopold—. Él gana. Fue él quien dijo a Alonzo que tenías potencial. También se lo dijo a Alexa… —el príncipe se encogió de hombros como disculpándose por haber mencionado a la amante de Atilo delante de su prometida.