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uando lady Giulietta levantó la vista el muchacho ya se había ido. Miró a una de las columnas de mármol porque le pareció que algo se movía arriba, donde la columna se unía con la balconada. Pero en la Basílica de San Marco, iluminada solo por velas y lámparas de aceite, reinaba la semipenumbra y Giulietta no podía estar segura de que no se tratase de un juego de sombras.

—Mi señora…

El capitán Roderigo parecía cansado y alarmado por el estado en que había encontrado a la muchacha. Las múltiples cicatrices que lucía el capitán disipaban cualquier duda sobre su valor, así que Giulietta supuso que se había demorado para darle tiempo a arreglar su vestido. Roderigo no pronunció una palabra mientras la muchacha se ponía su manto y se inclinaba para recoger la daga y ocultarla en un lugar secreto.

—¿Qué? —preguntó Giulietta.

—Tengo un mensaje para usted.

Lady Giulietta suspiró.

—¿Y? —dijo con aspereza, viendo cómo se endurecían los ojos del capitán. Como si a ella le importara.

—El regente ha preguntado por usted.

—¿Y qué le dijo mi tía?

—Mi señora, yo no…

—Por supuesto que sí —se enfadó Giulietta—. Todo el mundo en el palacio se entera de todo. Solo aparentan que no lo hacen. Es una prisión.

No lo era. Ella había estado en una prisión.

Cuando era pequeña la llevaron a ver a un patricio desdentado y desnudo, que se acurrucaba en una celda helada, sentado en un charco de orina y cubierto por sus propias heces. En su juventud Nicola Paso encabezó una rebelión que condujo a la proclamación de la Segunda República. La república duró tres años y terminó con la decapitación de un centenar de senadores el día que fue derrocada. Pero Paso se salvó.

Lo mantenían en ese estado como una advertencia de lo que esperaba a aquellos que desafiaran a la dinastía Millioni. Giulietta había oído hablar que la traición de Paso fue financiada por el imperio bizantino. Pero luego escuchó que la culpa la tuvo el emperador germano. Y el rey de Hungría y el sultán mameluco… Claramente, nadie consideró que el propio Paso pudo haber preparado la rebelión. Giulietta se guardó su opinión para ella.

—He visto la celda de Paso —dijo a modo de disculpa. No podía dejar de ser grosera. Bueno, probablemente podía, pero no sabría por dónde empezar o cómo hacerlo…

—¡Qué fastidio! —dijo Giulietta, buscando a tientas un botón.

La aparente fascinación de Roderigo por su rostro encendido, se debía obviamente al hecho de que los dedos que luchaban con los botones del cuello de su vestido no dejaban de temblar.

—Mi señora —dijo—. Las condiciones de lord Paso son buenas —y antes de que pudiera protestar, añadió—. Hay quien está mucho peor…

—¿Peor que él?

—Mucho peor —dijo Roderigo—. Ca’ Ducale no es una prisión. En comparación con lo peor de esta ciudad, la celda de lord Paso es casi un palacio.

—¿Como sabría yo si hubiera visto una cárcel de verdad?

—Sí, mi señora.

Giulietta odiaba que la tratasen con condescendencia.

—Entonces dime cuál es la peor.

Roderigo consideró su pregunta, se encogió de hombros y, obviamente, decidió que no tenía nada que perder al responder.

—El pozo de los Cruzados Negros. Se llena con agua durante la marea alta y hacen falta horas de trabajo para volver a vaciarlo. Los presos trabajan por turnos para achicar el agua antes de que suba la siguiente marea.

—¿Y si no les da tiempo?

—Se ahogan.

—Bueno —dijo Giulietta abrochándose el último botón—. Todavía prefiero achicar agua a estar aquí hablando contigo.

El capitán Roderigo la miró como si quisiera darle una bofetada. Eso estaba bien, ella misma deseaba abofetearse casi todos los días.

Reprimiendo un escalofrío, Giulietta ordenó que la acompañara de regreso al palacio.

Cuando llegó, sus tíos ya estaban acostados, cada uno en su dormitorio. Lady Giulietta se retiró a sus propios aposentos en la planta del palacio reservada para la familia. Despidió a lady Leonor, que la estuvo esperando levantada para ayudarla a desvestirse y peleó sola con el vestido manchado de sangre. Luego se cambió de camisa interior, ocultando la ensangrentada bajo el colchón. Cuando por fin cayó en la cama y se tapó con la pesada manta, soñó con nieves y edificios de madera en llamas.

Se despertó a la mañana siguiente, orinó en un orinal helado y se vistió tan rápido como sus botones, cintas y la torpeza de lady Eleanor permitieron.

—Eleanor.

—Mis dedos están congelados.

Su dama de compañía manejaba torpemente las cintas de la manga del vestido cuando de repente se detuvo, con la mitad de las cintas por atar. Levantando la manga descubrió una contusión en la muñeca de Giulietta.

—Mi señora.

—¿Qué?

—Parece… —Eleanor vaciló.

—¿Y bien? —dijo Giulietta airada—. ¿Qué es lo que parece?

—Son marcas de dedos.

Giulietta le soltó una bofetada.

Luego envió a Eleanor a su habitación y se ató las cintas ella misma apretándolas demasiado fuerte y haciéndose un lío con los lazos. Consideró por un momento llamar a su dama de compañía para decirle que estaba despedida para siempre. Pero Giulietta era incapaz de hacerlo y, de todos modos, probablemente Eleanor no quería ir a Chipre y solo conseguiría alegrarla con la noticia.

Así que no dijo nada y encaminó sus pasos a la sala de mapas, para quedarse contemplando por enésima vez un fresco de Chipre que mostraba unas embarcaciones lastimosamente pequeñas navegando en todas direcciones. El artista representaba su futuro hogar como rocoso y árido, con pocos pueblos y menos ciudades. Lo cual la hizo sentirse aún más desgraciada que la discusión con Eleanor.

Era absurdo y ridículo. Se sentía como protagonista de la canción de un trovador, pero no podía evitar la sensación de que el contacto del muchacho había dejado huella en su alma. Como si hubiera robado una parte de ella y dejado una parte de sí mismo en su lugar. Además de un inolvidable sabor amargo.

La tía Alexa estaba demasiado ocupada para ser molestada.

Así que Giulietta dedicó el resto del día a practicar en su clavicordio, con una intensidad tan terrible que hasta los guardias del pasillo no podían evitar una mueca de dolor al inicio de cada nueva repetición. Las muchachas no se volvieron a dirigir la palabra hasta la mañana siguiente y tardaron tres días en hacer las paces. No mencionaron la discusión y evitaron hablar de la bofetada.