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apitán… Aquí —la joven putilla intentó que bajara la voz, asustada por su descaro.

A pesar de la máscara de colores chillones, Roderigo había reconocido a su dueño. La puta en el brazo y la jarra con la que estaba saludando sugerían que el criado de Atilo se había gastado el dinero del premio a lo grande. Al igual que la mayoría de los hombres de Venecia, Roderigo iba de putas. Esta tenía buen cuerpo, no estaba borracha del todo y sonreía con gracia.

—Iacopo.

—Mi señor… —le presentó Iacopo—. Este es el capitán Roderigo. El jefe de la Dogana.

La prostituta le lanzó una mirada como diciendo: No seas estúpido. Pero se dio cuenta de que su cliente lo decía en serio e hizo una reverencia suficientemente profunda como para mostrar sus pechos, lo que mejoró ligeramente el humor de Roderigo.

La Riva degli Schiavoni recorría la costa sur de Venecia.

Allí estaban los muelles en los que se cargaban suministros para los barcos. Había puestos de comida, tiendas de aparejos y carros cargados de barriles con agua procedente de las cisternas que recogían el agua de lluvia de la ciudad. Se vendían esclavos y se enrolaban tripulaciones. Era la Riva a la que se dirigían los marineros en busca de prostitutas. Y aquí es donde el bien parecido criado de Atilo había decidido celebrar su victoria en la regata del día anterior.

En el transcurso de la noche que acababa de terminar había perdido el jubón de Roderigo y el sombrero que le regaló sir Richard. En su lugar lucía un ojo morado y una daga labrada que, sin duda, infringía todas las leyes suntuarias. Además de dos putas. Aunque la segunda, que llegó justo en el momento en que Roderigo se estaba fijando en la daga, demostró que Iacopo no había perdido el jubón. Ahora cubría los hombros de su amiguita, que lo necesitaba para protegerse del frío, ya que llevaba los pechos al aire.

—¿Ha visto el incendio del barco, mi señor?

—Sí —dijo Roderigo—, lo he visto.

—Dicen que son los espías mamelucos que quemaron un barco chipriota.

¿Ah, sí? Roderigo sonrió tristemente. Les había dicho a sus hombres que no hablasen de lo sucedido, pero esto era mejor de lo esperado.

—¿Por qué?

—Bueno… —titubeó Iacopo—, lady Giulietta se va a casar en Chipre.

Su codo perdió el apoyo y casi acaba en el suelo.

—Y Chipre —añadió con gravedad— es aliado de Bizancio. Y ahora nuestro, por supuesto.

Bizancio y los mamelucos eran enemigos, como suelen serlo los imperios limítrofes. Y, en teoría, Venecia era aliada de Bizancio. Con un empujoncito, estando borracho, a partir de eso se podía crear una conspiración.

—Casi aciertas. Pero se trataba de un barco mameluco. Y yo apostaría que fueron los moros.

¿Y por qué no? También eran enemigos del sultán mameluco.

—He oído…

—Créeme. Son espías moros.

Iacopo abrió la boca para discrepar, pero la volvió a cerrar cuando una de las putas le clavó el codo en las costillas. De hecho, estaba muy borracho.

—Le invito a un trago.

—Otra vez será…

—¿Se va a la cama?

El capitán Roderigo asintió con la cabeza.

—Entonces le vendrá bien una oración, ¿no?

Era demasiado tarde para detener a Iacopo. Después de la primera estrofa las putas le acompañaron: «El que bebe en exceso, duerme bien, el que duerme bien, no tiene malos pensamientos, el que no tiene malos pensamientos, no comete malas acciones, el que no comete malas acciones, va al cielo. Por lo tanto, bebe en exceso…».

—Y te ganarás el cielo —terminó Roderigo por ellos.

Tras cinco minutos de conversación, que más bien pareció un monólogo, Roderigo supo que Iaco llevaba ocho años al servicio de Atilo. Que quería un ascenso. Que se merecía un ascenso. Había días —y esto era secreto— en los que se sentía casi como un esclavo. Los hombres de Atilo tenían esclavos. Estaba seguro de que el capitán lo sabía.

Igual que nosotros, pensó Roderigo. La mitad de los hombres que trabajaban de estibadores pertenecían a los jefes de las bandas de schiavoni. Los campesinos del continente eran siervos de sus señores. ¿O Iacopo pensaba que la puta que colgaba de su brazo trabajaba por su cuenta? Tomando un trago de su vaso, Roderigo hizo una mueca de lo amargo que estaba.

Cuando llevaba la mitad de la jarra, Roderigo se dio cuenta de por qué el vino era tan malo.

Si su mente no hubiera estado tan ocupada con el desastre de la noche anterior se habría dado cuenta de que los hombres no venían aquí para beber. Compartir las tabernas era una tradición en la Serenissima. Las normas que regían los burdeles eran más complicadas. Solo por estar aquí estaba infringiendo una media docena de leyes.

—Debería marcharme…

—Envió usted a mi puta a que le hiciera una visita a su sargento.

Sí que lo había hecho, recordó Roderigo.

Iacopo sacó su mano de entre los muslos de la puta y acarició las rodillas de otra. Con un encogimiento de hombros la chica dejó claro que la pérdida de sus atenciones no debió de afectarla mucho.

¿Qué estoy haciendo aquí? Roderigo supo la respuesta en el mismo instante en que la pregunta se había formulado en su cabeza. Se estaba comportando como cualquier noble veneciano al que el vencedor de la carrera del día anterior hubiera invitado a beber.

—Mi señor. Parece como si este vino no fuera de su agrado.

—No lo es —dijo Roderigo secamente.

Iacopo fue a buscar otra frasca.

—De los francos —aseguró—. El mejor que tienen. Lo siento, no me había dado cuenta.

—¿Cuenta de qué?

—Que un hidalgo no tiene el estómago acostumbrado al vino que bebemos. Fue desconsiderado por mi parte.

—No es el vino —dijo Roderigo, sintiéndose avergonzado—. Me afectó lo que me contaste ayer de lady Desdaio…

Tras brindar con Iacopo descubrió que el hombre tenía razón: este vino era mejor.

Roderigo levantó la cabeza de la mesa y se quedó mirando a una criada. ¿Se vendería ella también? Pero decidió que no le importaba. Acabaría en su cama de todos modos. Él era un patricio con un palacio en el Gran Canal.

Un palacio un poco pequeño, es cierto. Un estrecho edificio de tres pisos encajado entre dos moles. Pero, aun así, era un palacio y con vistas al Canalasso, el camino de agua que atraviesa el corazón de Venecia. Había momentos en los que no se gustaba a sí mismo y este era uno de ellos.

La noche anterior había comenzado bastante bien, pero empezó a estropearse cuando Temujin recibió la flecha. Y se estropeó más todavía con el descubrimiento de aquel muchacho.

¿Quién sabe dónde estará ahora?

Ahogado, con suerte…

El sol de la mañana se rompía en mil reflejos en las aguas de la laguna y la marea fluía lentamente como plomo derretido. De alguna manera, sin que Roderigo se diera cuenta, la sala se había vaciado y su compañero se había ido.

¿Iacopo?

—Han asesinado a una joven. Iaco fue a curiosear.

Resultaba extraño en una ciudad en la que los transeúntes, todas las mañanas, tenían que sortear cuerpos tirados en las calles.

—¿Que tiene de particular este asesinato?

—El asesino. Han visto cerca a un muchacho. Desnudo, con el pelo color de plata. La Ronda cree que es el agresor.