Capítulo 99

El centro comercial está hasta los topes de gente que se ha dejado llevar por un festivo impulso de excesos adquisitivos, aunque hay que reconocer que la decoración del ambiente es una maravilla. Nos encontramos en el vestíbulo principal, que ha sido transformado en una mágica región ártica en la que abundan figuras en miniatura de esquimales, iglús, huskies siberianos y osos polares. Son una preciosidad. He tenido que obligar a Poppy a que nos acompañe y ahora finge que es demasiado mayor como para interesarse por cosas tan estúpidas e infantiles -sus palabras, no las mías-. Confía en que ningún compañero del colegio la descubra, en especial un tal Charlie Brooks, del que cree haberse enamorado.

Connor, por el contrario, está extasiado, y menos mal, porque nos queda una buena media hora de cola para ver a Santa Claus; más vale que no resulte ser un borracho depravado con una barba postiza y regalos deprimentes. De ser así, habrá problemas.

Ay, sí. Los problemas aún forman parte inseparable de mi vida. He dejado de ser el felpudo de medio mundo, pues desde hace unos meses asisto a un cursillo de autoafirmación donde me enseñan a reclamar mis derechos de una manera tranquila y controlada. También tengo un empleo. Trabajo en una pequeña imprenta, en la oficina de administración -aún más pequeña-, en la que sólo estamos dos empleadas, Mary y yo, que compartimos las tareas y nos organizamos el horario entre nosotras. No hay rastro de una rancia caseta prefabricada, ni de corrientes de aire que me ataquen las rodillas. Por desgracia, tampoco hay rastro de Nick.

Y es que no se puede tener todo. Al menos, la mayor parte de mi vida ha regresado a la normalidad. El sueldo es bueno y puedo disponer de todas las fotocopias que necesite. A Bruno y a mí nos separan del divorcio un par de semanas y una firma, lo que valoro como un paso positivo. Los abogados de Tumley amp; Goss han conseguido localizarle para entregarle los papeles y ni siquiera les he preguntado dónde está viviendo ahora, porque en realidad no me importa en absoluto. Mis heridas se curaron hace tiempo, e incluso las que no se aprecian a simple vista mejoran con rapidez. Empiezo a vivir con holgura y ahora mi armario contiene varios elegantes conjuntos de corte impecable, en vez de gangas de segunda mano, y, aunque esté mal decirlo, presento una imagen bastante distinguida.

Poppy y yo, con ayuda de Sophie, hemos redecorado la casa de arriba abajo. A base de esmalte satinado antigoteo y papel pintado, hemos conseguido borrar a Bruno de nuestras vidas. Los muebles en peor estado han sido reemplazados con productos de Ikea, baratos pero modernos. Me he deshecho de toda la ropa de cama -en un impulso catártico- y ahora la casa entera goza de una alegre combinación de colores que recuerda a las de las revistas de decoración.

Otra decisión que tomé, más sorprendente aún, fue la de ponerme en contacto con Steve, mi primer marido. Sin demasiado esfuerzo, conseguí localizarle a través de amigos comunes, y hace unas semanas quedamos a tomar un café. Mi nueva e intrépida persona se puso a temblar como una hoja antes de que Steve llegara. Sin embargo, en los años transcurridos desde el divorcio parece haberse convertido en un buen tipo. Se ha vuelto a casar y tiene unos mellizos de tres años. Me dijo que al ser padre de nuevo se había dado cuenta de lo que se había perdido, y que lamentaba profundamente no haber llegado a conocer a Poppy. También me explicó que, aunque lo deseaba, no se había atrevido a ponerse en contacto conmigo por temor a mi reacción. Sí, yo le daba miedo. Si él supiera…

Quiero que conozca a Poppy, que la trate con frecuencia. Al fin y al cabo, es su padre verdadero. Aún no le he dicho a mi hija que le he visto. Antes debo asegurarme de que no se trata de otro maniaco; con uno ya ha tenido la pobre más que suficiente. Pienso exigir que se comprometa a mantener una relación estable con la niña; no permitiré que entre en nuestras vidas y unos meses después desaparezca para siempre. Por lo visto, a Steve le va bastante bien con su negocio de instalación de moquetas, así que ha decidido pasarme una pensión alimenticia para Poppy, lo que sin duda ayudará a nuestra situación financiera. El ofrecimiento puede ser que llegue con retraso, pero me alegró que partiera de él en vez de tener que suplicarle. Albergo la esperanza de que salga bien. He invitado a Steve y a su familia a que nos visiten en Año Nuevo y me imagino que partiremos desde ahí, lentamente, paso a paso.

He hecho todo esto porque quiero que mi hija se sienta orgullosa de mí; quiero sentirme orgullosa de mí misma. Si no fuera porque empiezo a notar el habitual estrés previo a las Navidades y porque añoro a Nick más de lo que estoy dispuesta a admitir, el mundo que me rodea sería de color de rosa.

Mary esta tarde ha llegado temprano a la oficina, de modo que he podido escaparme y traer a Connor a que conociera a Santa Claus. He arrastrado conmigo a Sophie, claro, y ahora espera a mi lado, con menos paciencia que yo, mientras Ellie se balancea colgada de su brazo. Mientras tanto, mi amiga mece de un lado a otro la sillita de Charlotte, su hija pequeña. Connor se encuentra extasiado ante la escena que muestra a un esquimal de cara redonda montado en un trineo del que tiran cuatro perros siberianos de un blanco inmaculado. Mi hijo está de pie, con la cara pegada a los postes de la colorida valla, lanzando ladridos. Del techo va cayendo nieve artificial, que nos hace parecer víctimas de un severo ataque de caspa.

- Al tío Nick le gustaría estar aquí -suelta Poppy de sopetón.

Me quedo boquiabierta y noto que a Sophie le ocurre lo mismo. Hace meses que no se menciona a Nick en nuestra casa.

- Le gustan los sitios para niños -prosigue-. Deberías haberle llamado.

- La verdad es que no se me ha ocurrido -respondo.

Me mira como si la respuesta no la cogiera por sorpresa.

- ¿Puedo ir a Claire's Accesories, la tienda de bisutería?

- Sí -aún sigo un tanto conmocionada-, pero luego vuelve directamente con nosotras. Sujeta bien el monedero. Y no hables con desconocidos -no todo el mundo considera esta época un oasis de buena voluntad-. Y no tardes mucho. Tenemos que marcharnos después de ver a Santa Claus. La tía Sophie va a asistir al estreno de una película esta noche, y yo he quedado a cenar con Russell Crowe.

- Mamá, espabílate y empieza a vivir -me aconseja mi hija, y sale disparada antes de que yo pueda cancelar el permiso.

- En fin -digo con un suspiro.

Sophie y yo llevamos meses sin hablar de Sam ni de Nick. Se han convertido en tema tabú entre nosotras. Supongo que nos recuerdan la forma en la que metimos la pata.

- ¿Russell Crowe?

- Es una idea apetecible -respondo yo.

- ¿Estás bien? -pregunta mi amiga.

Asiento con un gesto. Sophie me dirige una sonrisa irónica.

- En términos generales, ha sido un año interesante.

- Sí.

Suelta un sonoro bufido.

- Esta época del año me pone melancólica.

Me sitúo junto a la valla, al lado de mi amiga, a medida que la cola avanza a paso de tortuga.

- Las dos tenemos cosas que lamentar.

- Alguna que otra, es verdad. Pero trato de no pensarlo, porque temo convertirme en una mujer amargada y retorcida.

- Te va bien con Tom, ¿no?

- Me gustaría decir que ahora me valora por mi carácter apasionado, y que se da cuenta de lo cerca que estuvo de perderme; pero la verdad es que la vida ha seguido poco más o menos como antes -tuerce los labios en una mueca que podría ser de arrepentimiento-. Por las mañanas me trae una taza de té a la cama, y una vez a la semana me proporciona algo más excitante. ¿Eso significa que nos va bien?

- Bueno, mejor que antes.

He ahí mi nueva visión positiva de la vida.

- Lo único que he aprendido es que los hombres y las mujeres no somos tan diferentes. A pesar de lo que digan los libros de autoayuda, nos parecemos más de lo que nos gusta admitir y tenemos que aguantarnos.

Sonrío y me pregunto si tendrá razón.

- Le sigo echando de menos, ¿sabes? -confiesa con un hilo de voz-. Pensé en enviarle una tarjeta de Navidad.

- Pero no lo hiciste, ¿verdad?

- No -responde-. Pero estuve en un tris. Llegué incluso a elegir una felicitación.

Me pongo a apilar un montón de nieve artificial con la puntera de la bota.

- Yo también estuve a punto de enviarle una a Nick.

- No hay razón para que no se la envíes -señala Sophie-. Eres joven, libre y más o menos soltera -lanza una mirada a mi hijo-. Y Nick también.

- Ayer estuve mirando los historiales del personal de la imprenta. Por cuestiones puramente profesionales -añado, no vaya a pensar Sophie que he estado fisgoneando en mi carpeta de papel marrón para ver qué tiene dentro; nada más lejos de mi intención. Bueno, hasta cierto punto-. Eché una ojeada a las referencias que envió Nick.

Sophie enarca las cejas.

- Me pone por las nubes. Cuando las leí me costó reconocerme -digo con una sonrisa-. Todo era maravilloso.

- Eso es porque él te considera maravillosa -replica mi amiga-. Es evidente que no te guarda rencor por la forma tan absurda en que le dejaste plantado en el momento crucial -me encanta cuando Sophie lanza sus diatribas sin pelos en la lengua. Si no fuera por mi cursillo de autoafirmación, ahora mismo me estaría encogiendo hacia abajo, amedrentada por su mirada-. ¿Por qué no le llamas y le das las gracias?

- Lo haré.

- Lo que significa que no le llamarás -concluye Sophie.

- No sabría qué decir.

Aún no he llegado a la parte del cursillo de autoafirmación que se ocupa de la reconquista de novios potenciales abandonados.

Milagrosamente, hemos llegado al principio de la cola y entregamos nuestro dinero a cambio del tique que nos procurará una audiencia con Santa Claus. Avanzamos arrastrando los pies a través de un centelleante iglú que provoca que Connor, Ellie y Charlotte abran unos ojos como platos y pasamos junto a otras escenas festivas con osos polares y pingüinos al estilo de los dibujos animados. Por fin, allí está el hombre de barba blanca. Connor retrocede presa del terror, y trata de ocultarse detrás de mi falda.

- ¡Feliz Navidad! -brama Santa Claus con voz ronca y alegre, al tiempo que alarga la mano en dirección a Connor.

Separo a mi hijo de mi pierna y le empujo hacia delante. Los niños ya no se sientan en las rodillas de Santa Claus, porque en los días que corren podría ser un pederasta y aprovecharse de la situación.

- ¿A quién tenemos aquí?

Mi hijo se ha quedado mudo, con una mezcla de éxtasis y terror.

- Se llama Connor -digo yo.

Santa Claus le dirige una sonrisa amable.

- ¿Te has portado bien?

Connor se mete los puños en la boca y asiente con la cabeza.

- ¿Qué quieres por Navidad, Connor?

- El tío Nick -susurra mi niño a través de los dedos empapados de saliva.

Sophie y yo intercambiamos una mirada de perplejidad.

Me hinco de rodillas a su lado.

- Éste no es el tío Nick -explico-. Es Santa Claus. Dile lo que quieres por Navidad.

Connor se gira hacia mí con los ojos llenos de lágrimas.

- Quiero tío Nick -insiste.

Deseoso de poner fin a semejante situación, el anciano de barba blanca rebusca en el saco y saca un precioso coche de bomberos.

- Bueno -dice-, ¿qué te parece?

Connor cede al chantaje de inmediato: agarra el coche de bomberos y lo aprieta contra su pecho. Bien hecho, Santa Claus. Es evidente que te has licenciado en Psicología Infantil. En caso de duda, desvíese la atención con un soborno de peso.

En mi caso, resulta más difícil desviarme la atención.

- Da las gracias -ordeno a Connor antes de que se aleje.

- Gracias -masculla mi hijo, absorto en examinar su juguete nuevo.

Ellie, sin rastro alguno de temor, da un paso adelante y recita de memoria una lista de regalos sin los que, según ha decidido recientemente, no puede vivir.

- ¡Por todos los santos! -le digo a Sophie, aún boquiabierta por la actuación de Connor-. ¿Cómo se le habrá ocurrido? Yo habría asegurado que ni siquiera se acordaba de Nick.

- Pues parece que sí se acuerda.

- ¿Será porque Poppy lo ha mencionado hace un rato?

Sophie se encoge de hombros.

- ¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza de los niños?

Puede que mis hijos estén tratando de decirme algo. Tal vez sienten que sus vidas serían mejores si Nick estuviera con nosotros. Tengo que hacer algo al respecto. Se trata de una cuestión no resuelta, como diría mi profesor de estrategias de autoafirmación.

- Prométeme una cosa -dice mi amiga girando la cabeza-: si el destino te ofrece la oportunidad de volver con Nick, la agarrarás al vuelo, con las dos manos.

Quizá no me resultaría difícil coger el teléfono, disculparme por haber actuado como una imbécil y decir que me gustaría intentarlo otra vez. ¿Tan complicado sería? Pues sí. Ya he pasado por eso.

- ¿Y a ti, cariño, qué te gustaría por Navidad? -me pregunta Santa Claus.

Me quedo mirando al sonriente anciano de rostro barbudo y el muy pervertido me hace un guiño lujurioso. He tratado de portarme bien. A lo mejor, si se lo pidiera con educación, podría traerme a Nick como regalo.

Me vuelves loca
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