Capítulo 90
La puesta de sol es magnífica este atardecer. El cielo vibra con los colores de un batido de fresa y arándanos con una capa de crema de melocotón. Si me encontrara de un humor diferente, la imagen me llenaría de asombro y alegría. Tal como está la situación, el despliegue de arte contemporáneo por parte de los elementos fracasa estrepitosamente a la hora de levantarme el ánimo. Aunque es verdad que está consiguiendo que me sienta un tanto hambrienta.
He pospuesto mi regreso a casa hasta el último minuto, pero ya no puedo retrasarlo más. La visión del coche de Bruno junto a mi casa me sigue causando estupefacción y cuando abro la puerta de entrada la radio a todo volumen y los silbidos de mi marido, que acompañan la melodía, suponen un asalto a mis sentidos. Llego hasta la cocina y arrojo las llaves del coche sobre la mesa, en medio de la cual se apilan varias bolsas llenas de comestibles. No son la clase de artículos de oferta y al límite de la fecha de caducidad que suelo adquirir en Netto, la cadena de supermercados de bajo coste, sino que se trata de productos de máxima calidad y precio, comprados en Waitrose, la flor y nata de los supermercados. Está claro que Bruno se ha acostumbrado a pegarse la gran vida durante su ausencia.
- ¡Eh! -saluda mi marido, dándose la vuelta.
Está planchando una pila de blusas de Poppy. Ya ha acabado un par de ellas, que ahora están dobladas y colocadas sobre el escurridero. Aún exhiben bastantes arrugas, lo que demuestra la falta de práctica en esta tarea doméstica por parte de Bruno; pero el hecho mismo de que lo intente me ha dejado atónita. Sus mejillas dejan ver el rubor provocado por el vapor y el esfuerzo.
- Debo de estar viendo un espejismo -digo yo.
- No te burles -responde Bruno entre risas-. Ya te lo he dicho: he cambiado -señala las bolsas de la compra con la barbilla-. He hecho un asalto al supermercado, pero pensaba que sería mejor dejar las cosas para que tú las coloques, así ves lo que he comprado. Además, no me acuerdo dónde hay que ponerlas -me lanza una mirada de disculpa.
- Muy bien -esto no puede estar pasando. ¿Bruno yendo a la compra y planchando?-. Voy a quitarme el abrigo y enseguida lo coloco todo.
- ¿Té? -pregunta mientras yo sacudo mi cazadora de emergencia.
Agradecida, hago un gesto de afirmación. Necesito algo que me deshiele los huesos. Mi marido incluso se acuerda de apagar la plancha antes de pasar a la preparación del té, mientras que yo hurgo en el interior de las bolsas de la compra. Da la impresión de que hay mayor cantidad de alcohol que de comida, pero en términos generales Bruno ha hecho un buen trabajo, por lo que no digo nada y empiezo a buscar hueco para los paquetes y las latas.
- No te esperaba tan pronto -comenta Bruno mientras me entrega mi taza.
Intento esquivar su mirada.
- He tenido algunos problemas en el trabajo -respondo, y me pongo a organizar una hilera de latas de judías en salsa de tomate-. He decidido que lo mejor era marcharme.
- ¿Problemas? -la frente de Bruno se oscurece-. ¿Quieres que me encargue de solucionarlos?
- No -le lanzo una mirada sarcástica-. No quiero que soluciones nada -conozco muy bien la manera que tiene Bruno de solucionar las cosas-. Dices que has cambiado, ¿verdad?
- No quiero que nadie te cause problemas.
- Tú eres la raíz de todos mis problemas -replico yo, pero Bruno no llega a entender hasta qué punto estoy diciendo la verdad.
Se acerca a mí y me rodea la cintura con sus brazos. Intento no ponerme rígida.
- Ya no -dice él con voz monocorde-. Aquellos días se han terminado.
Mi expresión debe de dejar al descubierto cierta dosis de escepticismo, porque se inclina y me besa en la punta de la nariz.
- Te lo prometo -añade-. Quiero que volvamos a ser una familia.
- ¿Por qué has vuelto ahora, después de tanto tiempo? -pregunto.
- Porque te amo -responde Bruno.
Busca mis labios y me besa con pasión. Y yo albergo la esperanza de poder decir lo mismo, con el paso del tiempo.