Capítulo 43
Nobu es un establecimiento tan sofisticado que no doy crédito a mis ojos. Nunca he puesto el pie en un sitio ni remotamente parecido. Me siento incapaz de describir la decoración, pues estoy tan abrumada que mis sentidos se han entumecido. Pero sí puedo afirmar que es un restaurante con clase; con mucha, muchísima clase. Todo es acero, cromo y cristal esmerilado, y mis tacones producen un sonido hueco en el suelo de madera. Por el momento no puedo decir más.
El comedor vibra con el bullicio de animadas charlas. Anunciamos nuestro nombre al jefe de sala y nos encaminamos a la barra del bar. Ni que decir tiene, todos los taburetes están ocupados por gente elegante ataviada con estilo que ríe alegremente ante la cantarina conversación de sus acompañantes, aún más elegantes. Soy la única persona de todo el restaurante que va vestida de rojo. Todos los demás clientes, por lo que parece, son partidarios del color negro, lo que me hace sentir como un adorno de Navidad. No encajo en absoluto en el ambiente, al contrario que todos los demás.
Lo más cerca que he estado nunca de este local ha sido cuando he leído una reseña en la revista OK! o al contemplar en Hello! las fotos de David y Victoria Beckham saliendo del restaurante. Da la impresión de que la gente que me rodea en este momento acude aquí a comer a diario y caigo en la cuenta de que, en términos generales, mi vida es insignificante y aburrida. La ropa de firma, la crème fraîche y el wasabi me resultan desconocidos. Empiezo a temblar de miedo y de emoción en iguales proporciones. Nick actúa como si tal cosa. Está examinando la barra en busca del señor Hashimoto.
- Perfecto -dice, frotándose las manos-. Somos los primeros. Podemos tomarnos una copa y relajarnos.
¡Relajarnos! ¿Es que está loco?
- Tengo que conducir -alego yo-. Para mí, agua mineral.
Cuanto más alejada me mantenga del alcohol, mejor. No se me ha olvidado lo que ocurrió la última vez.
Nick pide un ginger martini, especialidad de la casa.
- Prueba un poco.
Me ofrece la copa. Nuestros dedos se rozan y Nick se ruboriza un poco. El cóctel está delicioso y me alegro de mi decisión de abstenerme de beber, porque me da la impresión de que podría haberme tomado media docena, uno detrás de otro. Me fijo en que Nick no limpia la mancha de carmín que he dejado en el borde de la copa.
Encontramos asiento mientras esperarnos y Nick dice:
- Quiero que todo salga a la perfección. El señor Hashimoto tiene la intención de establecer un concesionario oficial. Quiere el terreno del que soy propietario; yo quiero su dinero y, además, asociarme con él -me mira con ojos fervientes-. Es muy importante para mí.
A pesar de mi estado de nervios, esbozo una sonrisa.
- Nada de presiones, por lo que veo.
Nick se echa a reír.
- Sé tú misma -dice-. Seguro que estarás maravillosa.
Y ahora ha llegado el momento de poner sus palabras a prueba, ya que el señor Hashimoto efectúa su entrada sonriendo y haciendo reverencias sin parar. Las rodillas me tiemblan de manera alarmante mientras me levanto a saludarle.
Estamos sentados a nuestra mesa -en un lugar privilegiado, junto a una ventana que mira a los desnudos árboles invernales que bordean Park Lane- y encuentro que el señor Hashimoto es un acompañante sociable y encantador, si bien el ambiente resulta un tanto forzado. La carta me parece aterradora: no hay más que comida japonesa, lo que no es del todo descabellado en un restaurante japonés. Dado que los clientes que acuden aquí conocen de sobra todo lo que hay que saber acerca de la comida japonesa, no veo ni rastro de unas breves explicaciones que puedan socorrer a los absolutamente ignorantes como yo. Desconozco la diferencia entre tempura, sushi y sashimi, pero seguro que al menos uno de los tres se sirve crudo. Tampoco tengo ni idea de qué ingredientes pueden llevar el kushiyaki o el nasu miso. Los nombres me resultan tan incomprensibles como los mensajes winscrollrop.e.42 que el ordenador de la oficina me envía sin cesar antes de que tanto la pantalla como mi mente se queden en blanco. Escudriño la carta buscando algo, cualquier cosa, que me resulte vagamente familia. Sé lo que es la salsa teriyaki, pero sólo porque la marca Uncle Ben la comercializa, aunque aún no la he probado. A Bruno nunca le atrajo la comida oriental, y cualquier intento que yo haya podido hacer para desarrollar un paladar adecuado a la cocina exótica ha sido echado por tierra por la dieta nada innovadora de mis hijos.
Debo de estar clavando en la carta una mirada de incomprensión, pues el señor Hashimoto se inclina hacia delante y me pregunta:
- ¿Me permites que te ayude a elegir?
- Sí, por favor -respondo con un hilo de voz-. No he probado la comida japonesa.
- ¿Nunca? -El señor Hashimoto suelta una carcajada-. En ese caso, estamos en el lugar perfecto para empezar. ¿Te gusta el pescado?
- Sí, claro.
El capitán Pescanova prepara unos filetes de merluza empanados que son una maravilla. Acompañados con las patatas congeladas al horno de Tesco, siempre son un acierto. ¡Por todos los santos, mira que soy plebeya! Tengo que empezar a comprar la guía gastronómica de la BBC.
- Recomiendo el bacalao negro -dice nuestro importante invitado-. Es la especialidad de la casa. Sublime.
El señor Hashimoto apiña los dedos de una mano y se los besa para demostrar hasta qué punto el plato es sensacional.
En vista de que reconozco la palabra «bacalao», accedo a probarlo. Nick me brinda una sonrisa alentadora.
Se muestra muy tranquilo, a pesar de que, en mi opinión, estoy haciendo el ridículo más espantoso. ¿Es que no hay nada que ponga nervioso a este hombre? Recita de corrido lo que va a tomar con la soltura de un hombre que frecuenta a menudo el restaurante, y puede que así sea. Debe de tener sus secretos, como el resto de los mortales. No le había tomado por un urbanita amante de la ciudad, pero nunca se sabe.
Nick y el señor Hashimoto departen sobre el sector de la venta de automóviles mientras que yo permanezco en silencio tratando de parecer inteligente y fingiendo que entiendo lo que hablan. ¿Cuándo volveré a acostumbrarme a la conversación amable e intrascendente? ¿Acaso la he practicado alguna vez? El cotilleo con Sophie es harina de otro costal. He dedicado parte de mi vida al cuidado de los niños, encerrada en una burbuja y apenas sin relacionarme con personas de mi edad. No había caído en que, mientras intentaba proporcionar un buen hogar a mis hijos, mis neurotransmisores se han oxidado y ahora soy incapaz de comunicarme con otros adultos. Esto es excesivo para mí después de sólo un día en el mundo de los negocios. Paseo con disimulo la vista a mi alrededor y me pregunto si algún otro comensal estará sufriendo una crisis de autoestima. No da esa impresión, aunque a veces las apariencias engañan.
La mayoría de los comensales parecen asociados financieros, y no parejas. Me pregunto cuántos habrán venido a competir por sus empleos o en busca de una relación ilícita. Imagino que no están tan despreocupados como parece a simple vista. En un rincón veo a un hombre corpulento, un tanto calvo y de unos sesenta años, con una chica que no aparenta más de diecinueve. Ella no para de hacerle carantoñas y le pasa la mano por el muslo. Se diría que, en efecto, son asociados financieros. Se trata de la clase de mujer que cobra por horas.
También diviso a un par de famosos de segunda fila, esa clase de actores que aparecen en Holby City y Urgencias. Nunca había estado en la misma estancia que un actor famoso, por muy secundario que fuera. Excepto, claro está, cuando salen en la tele y estoy viendo el programa. Es cierto que en la vida real nunca impresionan tanto, pero si no me ando con cuidado se me va la vista hacia ellos. Poppy no va a dar crédito cuando le diga que su madre se ha estado codeando con estrellas de las series de televisión. Aun así, conociendo a mi querida hija, no le impresionará lo más mínimo nada que yo haya podido hacer.
Mis pensamientos se desplazan a Connor y me pregunto si se encontrará bien. Apenas he tenido tiempo de pensar en él en toda la mañana. ¿Qué clase de madre soy que me escapo a comer mientras mi hijo está enfermo? Pues una madre trabajadora, está claro. Y cuanto antes me acostumbre, mejor. No más jornadas de competiciones deportivas en el colegio, no más conciertos de villancicos, no más recitales de poesía con niños ceceantes que declaman durante tres horas sobre flores y pájaros… ¡Dios existe, después de todo! Noto una punzada de remordimiento. Quizá debería escaparme al lavabo y comprobar si tengo algún mensaje en el móvil.
Justo cuando estoy acopiando valor para ausentarme de la mesa, llega nuestra comida y veo que mi bacalao negro, en efecto, tiene una pinta deliciosa. El señor Hashimoto ha pedido un filete de proporciones exquisitas que presentan artísticamente colocado en el plato. Nick tiene ante sí algo que lleva unas gambas enormes. Los camareros se marchan y, entre corteses sonrisas, los tres cogemos nuestros respectivos cubiertos. Empiezo a relajarme, pero aún me muero por otro sorbo al martini de Nick. Con todo, ahora soy una mujer de negocios y tengo que permanecer sobria y virtuosa en todo momento.
- Y dime, Anna -el señor Hashimoto me sonríe-, ¿cuánto tiempo llevas trabajando con Nick?
- Bueno… -empiezo a decir. El nivel de ruido aumenta por momentos y me inclino hacia delante para escucharle mejor-. Se trata de un cambio de rumbo relativamente reciente…
Una expresión de horror se extiende por el rostro del señor Hashimoto, que clava la vista en su plato.
Yo prosigo, un tanto distraída:
- Forma parte de un plan de expansión…
Dirijo la vista a mi jefe en busca de apoyo, pero Nick también se ha quedado helado de puro horror. Sigo su mirada y la garganta se me contrae en el acto.
Sin darme cuenta, he empezado a cortar el filete del señor Hashimoto en pedazos diminutos, como si fuera para Connor. Detengo el cuchillo en seco.
- ¡Cielo santo -mascullo con la voz entrecortada-, lo siento! -miro al señor Hashimoto; luego a Nick; después otra vez al señor Hashimoto-. Lo siento mucho, muchísimo.
Empujo los pedazos de filete con el tenedor, tratando de recomponerlos en una sola pieza. Mis dos acompañantes están demasiado estupefactos como para hacer movimiento alguno. Se quedan sentados como estatuas, clavando los ojos en la carne partida en pedazos. En el terreno de las relaciones sociales, podría ser el equivalente a enseñarle el trasero a un cura.
Los ojos se me cuajan de lágrimas.
- Esto se considera un gran honor en la zona de la que procedo -les explico con voz débil, y devuelvo el cuchillo a mi propio plato.
El señor Hashimoto consigue salir de su ensimismamiento y recupera la compostura.
- Ah, ¿sí? -Trata de otorgar a su semblante una máscara de urbanidad-. ¿Y qué zona es ésa?
- Milton Keynes -le respondo.
Giro mi agonizante rostro hacia Nick con la esperanza de hallar un poco de respaldo, pero él continúa en estado catatónico, con los ojos como platos y la boca abierta de par en par.