Capítulo 75

Llevo puesta mi bata vieja y andrajosa, la más cómoda que tengo, y me muero por acostarme temprano. Este drama en el que anda metida mi amiga resulta demasiado agotador a mi edad, y para recuperarme necesito esconderme debajo del edredón diez horas seguidas.

Me he quitado el maquillaje meticulosamente y me he dado el capricho de ponerme una mascarilla facial que, desde luego, también se ha puesto mi hija, cuyo cutis de piel de melocotón carece de la menor arruga. Además, nos hemos pasado un buen rato pintándonos las uñas. Hemos elegido un rosa claro para Poppy; con suerte, en el colegio no se darán cuenta, aunque, de todos modos, en un par de días se habrá comido todo el esmalte. Luego le hemos pintado las uñas a Connor para que no se sintiera excluido. Si es bueno para David Beckham, es bueno para mi hijo, y así me preocupo menos por su tendencia a ponerse lápiz de labios cuando se encuentra alguno tirado por ahí. Además, prefiero que lo use para pintarse los labios que para dibujar garabatos en la pared. También me he aplicado en el cabello un tratamiento a base de aceite templado para que brille tanto como las cabelleras de las chicas de los anuncios de L'Oréal. Y me he pasado por las piernas la cuchilla de afeitar, una nueva, así que no hay rastro de antiestéticas incisiones. Incluso me he probado mi nuevo tanga con plumas de marabú para levantarme el ánimo, aunque dudo que vaya a hacer las delicias de ningún hombre en un futuro inmediato. Por si acaso, le he quitado la etiqueta. Ahora tengo la impresión de que este renovado interés por mi apariencia es inútil, ya que el objeto de mi afecto ha vuelto con su mujer, pero no sé por qué no voy a seguir cuidándome, aunque sólo sea para mí.

Quizá sólo lleve en las filas de los trabajadores remunerados poco más de una semana -un tanto tensa, por cierto, con todo esos líos del filete del señor Hashimoto y el incidente del pis-, pero me siento mil veces mejor conmigo misma. El hecho de pensar que puedo ponerme a la altura de la mayor parte de la población supone un gran estímulo para mi autoestima, la cual ha sido minada con frecuencia estos últimos años. Lo malo de vivir de las ayudas sociales es que al poco tiempo empiezas a creer que no vales para nada. Ahora, sin embargo, siento que puedo caminar con la cabeza bien alta y que soy capaz de mantenerme a mí y a mis hijos. Aunque sin grandes lujos por ahora, al menos nos situaremos justo por encima del umbral de la pobreza, siempre que a Nick no se le ocurra despedirme. No todas las historias de éxito acaban como la de J. K. Rowling -quien de forma meteórica pasó de ser una madre sin pareja carente de recursos a la autora más rica del planeta-, pero al menos lo estoy intentando.

Pienso que ya es hora de cerrar con llave, apagar las luces e irse a dormir, y en ese momento suena el timbre de la puerta, y no una vez, sino una detrás de otra. Un dedo insistente no para de llamar. El corazón se me acelera, presa del pánico. Espero que no sea Sophie con su maleta a cuestas.

- ¿Quién demonios será?

- Quizá sea Santa Claus -aventura Poppy, esperanzada.

- Estamos en marzo -señalo yo-. Ni siquiera le habrá dado tiempo a deshacer el equipaje desde la última vez que vino.

- ¡Vaya! -mi hija suspira desilusionada.

Mientras bajo corriendo por las escaleras, el timbre vuelve a sonar varias veces.

- ¡Ya voy!

¡Ring! ¡Ring! ¡Ring!

- ¡Cálmate!

Llego a la puerta y la figura que vislumbro detrás del cristal no parece la de Sophie. Ni la de Santa Claus. Se trata de una persona más alta y corpulenta. Un hombre. ¿Será Nick? ¡Santo cielo, no puede verme así!

Tras varios fugaces e indecisos mordiscos a las uñas y otros dos timbrazos, abro la puerta de un tirón. Cuando recobro el aliento, le suelto:

- ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

- Hola, Anna.

El hombre que tengo frente a mí, grande como un armario y rebosante de salud, es Bruno, mi marido ausente. Se le ve bronceado, en plena forma. Por su actitud se diría que da por descontado un recibimiento por todo lo alto. Yo me quedo inmóvil, conmocionada, y me ciño la bata al cuerpo. Bruno sonríe de oreja a oreja y me guiña un ojo.

- ¿Es Santa Claus? -pregunta Poppy gritando a pleno pulmón.

La visión del anciano de barba blanca en mi puerta me habría sorprendido bastante menos.

- No -acierto a responder.

Pero acaba de llegar otra figura mítica que aparece una vez al año, sólo que nunca trae juguetes. Además, probablemente se comería todos los pastelillos de frutos secos y se bebería el jerez que se deja a Santa Claus. A decir verdad, llegaría incluso a robarles las zanahorias a los renos.

Desde lo alto de las escaleras se escucha un alarido:

- ¡Papá!

Poppy baja los escalones de dos en dos y pasa a mi lado como un rayo en camisón, con los pies descalzos y una expresión de éxtasis en la cara, que mira hacia arriba.

«¡Mierda!», pienso, aunque me lo callo.

- ¡Mi papá! -exclama entre chillidos al tiempo que se lanza a los brazos de Bruno-. ¡Es mi papá!

Pues sí, lo es. La escena resulta desgarradora. Bruno la levanta con sus manos y gira con ella en el aire.

- ¿Cómo está mi chica preferida?

Es evidente que Poppy se encuentra en la gloria, pero yo estoy bastante menos emocionada. Mi marido deposita a Poppy en el suelo, y ella se aferra a sus piernas como si no le fuera a soltar. Hubo veces en las que yo hice lo mismo intentando que no se marchara.

- He vuelto, nena -anuncia Bruno.

Cruzo los brazos y adopto el ademán propio de una verdulera. Le clavo una mirada de hielo.

- ¿Así, por las buenas?

- Esta vez es para siempre -aclara él.

Su expresión es cándida y sincera. Y no me fío ni un pelo.

- Ah, ¿sí?

Sigo de pie en la puerta, como un portero de discoteca que prohíbe la entrada a un cliente que le ofrece pocas garantías.

- Aquí fuera hace un frío que pela, nena.

Para demostrarlo, mi marido se pone a tiritar. Poppy me mira con ojos suplicantes. Me doy cuenta de que le aterroriza la posibilidad de que yo le mande a paseo, que le cierre la puerta en las narices y no le permita volver a poner el pie en mi casa. Justo lo que debería hacer.

Mi hija empieza a temblar bajo el fino camisón.

- Por favor, mamá -implora con los ojos cuajados de lágrimas-. Por favor, deja entrar a papá.

¿Cómo voy a negar a mi hija la oportunidad de reunirse con la única figura paterna que ha conocido? Por muchos defectos que tenga o por muy mal que se haya portado.

- Mamá, por favor -insiste Poppy.

Me escucho suspirar con resignación y Bruno esboza una sonrisa. En sus ojos percibo un destello, no sé si de alivio o de triunfo.

Me vuelves loca
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