Capítulo 65
En esta ocasión, Sophie había tenido al menos el buen juicio de prever que la madre de Tom se quedase en casa para cuidar de los niños durante el día. Después de eso, cualquier atisbo de sentido común se esfumó en el aire.
Eran poco más de las nueve cuando Sophie aparcó frente a la casa de Margaret y descargó a sus dos hiperactivas niñas, además de a Connor, que, amarrado a su sillita, dormía profundamente desde que Anna le había dejado en casa de su amiga a primera hora de la mañana. Se encaminó por el sendero de grava con el peso muerto del niño a cuestas. El hecho de que la gente contemplara la posibilidad de tener más de dos hijos le resultaba un misterio. Aun así, había montones de familias que tenían tres o cuatro niños, incluso más. La idea de someterse a un tratamiento de fertilidad y dar a luz cuatrillizos para Sophie suponía la imagen misma del infierno.
Margaret les esperaba junto a la puerta y Sophie sintió una punzada de mala conciencia al pensar que estaba engañando a aquella mujer encantadora que siempre había hecho todo lo posible por ayudarles. Nada suponía demasiado sacrificio para la madre de Tom, capaz de cualquier cosa para que la vida del matrimonio resultara más fácil. De vez en cuando, se presentaba a visitarlos sin avisar y planchaba toda la ropa que su nuera había acumulado en la cesta, y por lo general llegaba con un pastel delicioso que acababa de hornear, pues sabía que a su hijo le gustaban los postres caseros. Sophie también lo sabía, aunque no acababa de sentir la tentación de elaborar exquisitos dulces a base de harina y huevos para deleite de su marido. Las únicas veces que se decidía a preparar pasteles en el horno -y sólo con las masas ya mezcladas que adquiría en el supermercado- lo hacía con la intención de que las niñas estuvieran tranquilas durante una hora, más o menos. Margaret era una madre de verdad, una de esas mujeres chapadas a la antigua que ofrecían a su familia una fidelidad ahora pasada de moda. Sophie, atenazada por el remordimiento, llevó a los niños hasta la puerta.
- ¿Cómo están mis preciosas nietecitas? -preguntó Margaret entre gorgoritos.
- ¡Nana!
Ellie salió corriendo a los brazos de su abuela, seguida de cerca por Charlotte. Sophie se aproximó tras ellas y su suegra la besó en la mejilla.
- Pasa, no te quedes ahí. Hace un frío de muerte.
- No puedo -explicó Sophie-, tengo que irme.
- Pasa mientras les quito los abrigos -insistió su suegra-. Trae a Connor y llévale al salón -echó una mirada a la sillita del niño-. ¡Pobre! Duerme como un angelito. Le dejaré en la silla hasta que se despierte.
Aunque en teoría Connor no pertenecía a la familia, Margaret conocía a Anna desde hacía tanto tiempo que trataba a los hijos de ésta como si también fueran sus nietos.
Sophie siguió a su suegra y los niños a través del vestíbulo. Les invadió una oleada de aire cálido y cargado que inducía al sueño, y Sophie imaginó que el termostato de la calefacción debía de superar los veinticinco grados. Las niñas no corrían peligro de resfriarse, desde luego. De la cocina llegaba un ligero olor a canela mezclado con el aroma de unas galletas horneadas. La madre de Tom era la domesticidad en persona. Cualquiera que entrara en casa de Sophie no podría esperar más que el desagradable olor a comida que se pudría en la nevera. Como ama de casa resultaba un absoluto desastre. No era de extrañar que Tom hubiera perdido todo interés por ella, si se consideraba el trato al que estaba acostumbrado. Y eso que Margaret no había sido una madre de esas que siempre estaban en casa, porque trabajó en el comedor de un colegio la mayor parte de su vida. Sólo hacía unos años que se había jubilado y disponía de tiempo libre.
Las niñas, obedientes, se mantuvieron quietas mientras su abuela les quitaba los abrigos.
- Pareces cansada, querida -observó su suegra.
- Sí -respondió Sophie-. Es que no duermo bien.
Margaret dio una palmada a Charlotte en el trasero y la mandó en dirección al salón. Ellie siguió a su hermana. Era la típica casa de una abuela, con moqueta estampada y visillos en las ventanas, donde todas las superficies estaban atestadas de relucientes adornos con los que dejaba jugar a sus nietas. Margaret guardaba para ellas una caja con disfraces repleta de antiguos trajes de fiesta, zapatos de tacón de aguja y brillantes collares de oro falso que habían pertenecido a su madre. A las niñas les encantaban.
- ¿Va todo bien?
Sophie esbozó una sonrisa forzada que no consiguió alcanzar el nivel necesario de despreocupación.
- No es más que la rutina del día a día.
- Estás muy pálida. Me alegro de que hoy puedas disfrutar de tiempo para ti -Margaret le lanzó una mirada comprensiva-. Cuidar de dos hijas no resulta fácil. Es un trabajo a jornada completa -desvió la vista hacia sus nietas, instaladas en el salón-. Y eso que tienes unas niñas encantadoras.
- Sí -coincidió Sophie-. Y son mejores aún cuando se quedan dormidas.
Entró en la cocina detrás de Margaret, y ésta abrió la puerta del horno para comprobar el estado de lo que estuviera dentro.
- Muñecos de jengibre -explicó la madre de Tom-. He pensado que luego los pueden glasear.
Sophie esbozó una sonrisa cansada.
- Eres un cielo.
Margaret arrugó la frente.
- ¿Qué te pasa, cariño? ¿Va todo bien entre Tom y tú?
- Perfectamente -respondió Sophie, y evitó la mirada de su suegra.
- Sé que no es muy comunicativo -admitió Margaret-. De niño era igual. Nunca le sacabas más de dos palabras seguidas -agarró a su nuera del brazo-. Pero te quiere. Lo sabes, ¿verdad?
- Sí.
- ¿Por qué no me dejáis a las niñas el fin de semana? -sugirió Margaret-. Hace años que no salís juntos. Podríais ir a cenar a algún sitio agradable.
- Se lo comentaré a Tom.
A Sophie no se le ocurría nada peor que sentarse en una mesa a la luz de las velas frente a una persona que no tenía nada que decirle. Sería un desperdicio de cincuenta libras.
- ¿Qué vas a hacer hoy?
- No gran cosa. Ir de compras, almorzar.
- ¿Con quién dijiste que ibas?
Sophie había tenido buen cuidado de no mencionar a nadie.
- Con Anna -soltó de sopetón ante la mirada inquisitoria de su suegra.
- Creía que había empezado a trabajar -dijo la madre de Tom-. ¿No es por eso por lo que te haces cargo de Connor?
- Sí, bueno -Sophie, azorada, cambió de posición-. Se ha pedido el día libre. Me ha dejado a Connor porque tenía que pasarse por la oficina a trabajar una hora más o menos.
- ¡Ah, qué bien! -exclamó Margaret-. Siempre habéis sido muy buenas amigas.
Sophie pensó que Anna no tardaría en cortar la relación con su amiga del alma si la seguía involucrando en su atormentada vida amorosa. Ya que estaba dispuesta a mentir a todo el mundo, no tenía más remedio que empezar a pulir sus coartadas y prepararlas con antelación. Sophie señaló la puerta con un gesto de la barbilla.
- Mejor será que me vaya -dijo.
- Sí -coincidió Margaret mientras la seguía hacia el vestíbulo y la puerta principal-. No hagas esperar a Anna.
- ¡Adiós, chicas! -gritó Sophie. Ellie y Charlotte llegaron corriendo para dar a su madre un beso de despedida-. Sed buenas con la abuela -las advirtió.
- Adiós, mamá -corearon las niñas al unísono.
- Adiós, Margaret -Sophie dio un fugaz beso a su suegra-. Hasta luego.
- Pasadlo muy bien -dijo la madre de Tom mientras permanecía con sus nietas junto a la puerta y agitaba la mano para despedirse-. Y no te preocupes por nosotras.
Pero claro que se preocuparía. Mientras bajaba el sendero alejándose de su familia, se sentía la persona más malvada del mundo, pero mantuvo inmóvil su radiante sonrisa hasta encontrarse a salvo en el interior del coche. Entonces agitó la mano por última vez y se alejó conduciendo.
Aliviada por distanciarse del calor agobiante de la casa de su suegra y ante la perspectiva de reunirse con su amante, Sophie no reparó en el coche de Tom, aparcado no muy lejos, detrás de ella. Tampoco se percató de que su marido arrancaba y empezaba a seguirla calle abajo a una discreta distancia.