Capítulo 92

Estoy tumbada boca abajo sobre la manta de picnic a cuadros y contemplo a Connor y a Bruno mientras juegan al fútbol. Mi hijo trata de agarrarse a las piernas de mi marido mientras éste hace expertos regates con el balón.

- ¡Quítamelo! ¡Quítamelo! -grita Bruno para darle ánimos al tiempo que Connor lanza chillidos de alegría y se pone frenético por momentos.

Mi chaqueta de lana y la de Poppy han sido requisadas para delimitar la portería que mi hija se encuentra defendiendo en estos momentos.

- ¡Tira! ¡Tira! -grita Poppy, aunque no tiene ni idea de lo que está hablando. Su atracción por David Beckham es lo más cerca que ha llegado a la hora de valorar este deporte.

Agito mis pies descalzos en el aire y, con aire distraído, tiro del matojo de hierba que tengo al lado y selecciono una brizna que me pongo a mordisquear. Me rodean los restos de un almuerzo campestre a medio comer, pero me encuentro incapaz de reunir la energía suficiente para recogerlos. Tengo que decidirme de una vez, porque lo que queda de comida empieza a estropearse debido al calor.

Éste ha sido otro largo y caluroso verano, de esos que contradicen el clima británico tradicional, y mi familia y yo le estamos sacando el máximo provecho. Los fines de semana desayunamos al sol en nuestro pequeño jardín, salimos de picnic con frecuencia y organizamos cenas a la luz de la luna, disfrutando así de un breve ejemplo del estilo de vida mediterráneo. Tal vez la abundancia de aire libre y el ambiente de jovialidad que el buen estado del tiempo trae consigo sean las razones por las cuales a Bruno y a mí nos ha resultado relativamente fácil retomar nuestra relación. No nos habría ido tan bien si hubiéramos estado encerrados puertas adentro durante un largo y lluvioso invierno.

Contemplo cómo una de las coloridas barcas se desplaza por la fresca y verde superficie de Grand Union Canal. Pintada de rojo brillante y adornada con las tradicionales y llamativas flores características de las vías navegables, su silueta se recorta en el intenso azul del cielo. Los sauces lloran y, con timidez, sumergen en el agua las delicadas puntas de sus hojas. Los pájaros lanzan sus cantos, las mariposas aletean por los alrededores, las abejas zumban afanosamente. La verdad es que el ambiente es de lo más idílico.

Bruno marca un gol y se lanza al suelo agitando los pies en el aire para celebrarlo. Los niños se arrojan encima de él y empiezan a apalearle hasta que se forma una maraña de piernas y brazos. Una vez más, me siento como una simple observadora, apartada de tan alegre escena. Tengo la sensación de estar flotando en lo alto, observando cuanto ocurre en torno a mí como si se tratara de una experiencia extracorpórea; me siento distanciada, como si no estuviera del todo presente. Me pregunto cuándo empezará todo esto a resultarme real.

Mi marido se libera de sus asaltantes, recoge a Connor y lo trae hacia mí. Deposita al inquieto niño sobre la manta de picnic. Con renovado entusiasmo, mi hijo ataca las salchichas.

- Hola -dice Bruno, y se inclina para besarme en los labios.

Tiene la cara enrojecida a causa del sol y de un exceso de cerveza. Respira con dificultad.

- Estoy agotado. Deberíamos haberles criado para que fueran más tranquilos.

Una vez más, me muero de ganas de corregir la versión que tiene de la vida, de decirle que no hemos sido nosotros dos quienes hemos criado a los niños, que he sido yo sola. Yo fui quien tuvo que luchar para sacarles adelante sin ayuda mientras él estaba por ahí con quién sabe quién, haciendo quién sabe qué. Una vez dicho esto, Bruno ha sido el marido perfecto desde su regreso; bueno, casi. Es como si se hubiera leído un libro sobre cómo convertirse en el cónyuge ideal y lo estuviera siguiendo al pie de la letra. Aún no puedo decidir si encaja o no con el papel, de modo que me callo el comentario y trato de pasar por alto el daño que me ha hecho. Pero no puedo evitar la sensación de que aún estamos pegados a la pared, evitando la pista de baile. Observo a mi marido mientras se tumba y se despereza encima de la manta. La danza de la cólera es muy potente, y sus pasos no se olvidan con facilidad.

Bruno me agarra de la mano.

- ¿Contenta? -pregunta.

- Sí -me obligo a esbozar una amplia sonrisa.

Da la impresión de que existe una pantalla de humo que oscurece la escena, que me empaña los ojos y me impide ver la verdad. Me pregunto si el proceso de ir despegando una a una las capas de nuestro amor está dejando al descubierto el tejido áspero, inflexible y lleno de cicatrices que yace al fondo.

He vuelto a adoptar el papel de esposa de Bruno y tengo el firme sentimiento de haber dado un paso atrás. Ahora no tengo un empleo, porque a mi marido no le gusta. Me he batido en retirada sin protestar y he vuelto a ejercer de ama de casa y madre. Tampoco veo a Sophie con frecuencia, ya que ahora no tiene que cuidar a Connor, así que las obligatorias carga y descarga diarias han desaparecido. Además, desde el principio de los tiempos, mi amiga y mi marido han sido acérrimos enemigos. Ella es capaz de calar a Bruno mucho mejor que yo; mejor dicho, lo era. La verdad, todo resulta más fácil si se mantienen apartados, de modo que Sophie últimamente no viene a verme a menudo, y la echo de menos. Añoro su carácter mandón, nuestras charlas de mujeres, su sentido del humor.

Al contemplar la escena familiar que tengo frente a mí -Bruno dando una cabezada, Connor terminándose los restos del picnic, Poppy persiguiendo mariposas en la orilla del canal entre los ranúnculos y las margaritas-, me pregunto cuánto podrá durar esta fachada. No estoy enamorada de Bruno, como antes. No se me ilumina la cara al verle. No sufro cuando no está conmigo. Pero ya que los momentos de éxtasis que solíamos tener son ahora inexistentes, puede que en el futuro tampoco se repitan los momentos de horror. Y prefiero no pensar en los momentos de horror que he pasado con Bruno. Por lo demás, llevamos una vida familiar bastante agradable. Hacemos el amor, pero no con el abandono de entonces. Era algo que se nos daba muy bien, y siempre se producían abundantes sesiones de sexo a la hora de la reconciliación. En la actualidad se trata de un acto mecánico, y mi cuerpo se mantiene en un estado de tensión que no puedo ignorar. Me freno, y soy consciente de ello. Ya no le puedo dar todo. Sospecho que Bruno también lo sabe.

Trato de no pensar en Nick con excesiva frecuencia, ni en lo que habría podido ocurrir entre nosotros. Bruno se pasa el día fuera de casa trabajando, aunque no sé con exactitud a qué se dedica. La construcción es un término muy amplio. El caso es que se pasa muchas horas en las obras y le pagan bien; acaso demasiado bien, aunque no tengo ánimos para indagar más a fondo. En parte porque no estoy segura de querer enterarme: con cierto nivel de ignorancia, puedo apartar mis recelos con más facilidad. Así que, en apariencia, todo es perfecto. ¿Qué más se puede pedir?

Admito que algunas veces he estado a punto de coger el teléfono, sólo para enterarme de cómo está Nick. Me dolió marcharme de aquella manera y… En fin, sería agradable volver a hablar con él. Sophie ha tenido que apartarse de Sam, y si mi amiga puede hacerlo, yo también. Eso sí, continúo sintiendo ligeras náuseas cuando me paro a reflexionar que ésta va a ser mi vida en un futuro previsible. Poppy, libre de preocupaciones, da vueltas y vueltas sin parar. Connor se está limpiando sus pringosos dedos en la camiseta. Espero que en los años venideros mis hijos sepan agradecerme la decisión que he tomado.

Las avispas empiezan a girar alrededor de la quiche, un poco reblandecida. El cielo comienza a adquirir un tinte oscuro que resulta inquietante.

- Deberíamos ponernos en marcha -comento.

Bruno abre los ojos y se incorpora.

- Como quieras.

Hace calor y me duele la cabeza. Me parece escuchar un trueno. Creo que va a caer una tormenta.

Mi marido me ayuda a recoger y cargamos las cosas en el coche. Los niños protestan, no quieren volver a casa. Connor se echa a llorar porque está exhausto y acalorado, y albergo la esperanza de que no vomite por culpa de todas esas salchichas. Va a ser un infierno conseguir que se quede dormido esta noche en su sofocante habitación.

- Yo conduzco -digo.

- No, conduciré yo -insiste Bruno.

- Has bebido demasiado.

No me hace ni el más mínimo caso, se sube al volante y arranca el motor. Me coloco a su lado y me aprieto las rodillas con las manos.

En silencio, Bruno dirige el coche de camino a casa. En cuestión de segundos, Connor se queda dormido en su silla para niños y Poppy se entretiene tarareando canciones de rap, cortesía de Eminem, en las que no faltan toda clase de blasfemias y palabrotas. ¿Dónde está Pat, el cartero, cuando más lo necesitas? Sospecho que tirado debajo de algún asiento. Me apoyo en el reposacabezas y dejo volar la mente. Debido al calor que entra por la ventanilla y mi absoluto agotamiento, empiezo a sentir una agradable sensación de letargo y el arrullo del coche hace que me quede dormida. De pronto Poppy suelta un grito.

- ¡Mira! -exclama.

Abro los ojos de golpe. Mi hija señala a través de la ventanilla.

- ¡El tío Nick!

Giro la cabeza y sigo la dirección de su dedo. Tiene razón. Estamos pasando por la tienda de coches y ahí, en medio del patio de exposición, está Nick con un cliente. Es la primera vez que paso por aquí desde que me marché sin previo aviso, porque siempre procuro buscar una ruta alternativa para evitar esta situación. Nick está bronceado y se le ve con buen aspecto. Charla animadamente al tiempo que esboza su sonrisa característica, bondadosa y sincera. Empiezo a sentir golpes sordos en la cabeza y me noto las palmas de las manos frías y pegajosas.

Bruno aparta los ojos de la carretera y contempla la escena. Poppy ha bajado la ventanilla.

- ¡Tío Nick!

- ¡Poppy, sube esa ventanilla ahora mismo! -digo yo con brusquedad.

Mi hija, cuya euforia acabo de cortar en seco, sube el cristal con aire huraño, tal como se le ha ordenado.

- Sólo quería saludarle -protesta.

El rostro de mi marido ha adquirido una expresión sombría.

- ¿Quién es el tío Nick?

- Es mi jefe. Bueno, lo era -me corrijo.

- ¿Por qué le llama tío?

- Nos llevó a los niños y a mí a pasar un día en Londres -le explico-. Hace mucho tiempo.

- Es adorable -suelta Poppy de sopetón, como si estuviera hablando de Robin Williams. Podría estrangularla, aunque la pobre desconoce por completo su culpa.

- Ah, ¿sí? -replica Bruno con voz tensa.

- Es un hombre muy amable -tercio yo-. Se portó bien con nosotros en los malos momentos.

- ¿Algo más?

Bruno atenaza con las manos el volante hasta que los nudillos le empalidecen. Igual que mi cara.

Me humedezco los labios, nerviosa.

- No.

Dejamos atrás la tienda de coches y resisto la tentación de volver la cabeza. Poppy carece de semejantes escrúpulos y se queda mirando a Nick hasta que desaparece en la lejanía. Por lo que se ve, mi hija también le echa de menos, lo cual me entristece en mayor medida.

Tengo las manos cerradas en un puño. Mientras evito dirigir la vista a Bruno, mis viejos temores regresan. Cuando amas a una persona, no deberías vivir en constante temor por su culpa. Cuando amas a una persona, no deberías pasarte la vida caminando de puntillas para evitar sus impredecibles cambios de humor. Acabo de vislumbrar al antiguo Bruno y me da la impresión de que el volcán dormido empieza a activarse una vez más. Me pregunto cuánto tardará en producirse una auténtica erupción.

Todo rastro de sonrisa se ha esfumado de su semblante. De pronto el sol se oculta tras una nube oscura, amenazante. Parece ser que el buen tiempo ha llegado a su fin.

Me vuelves loca
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