Capítulo 78

Bruno y Poppy están repantigados en el suelo, pasándolo en grande con Bop-It, un juego musical horriblemente escandaloso que compramos de oferta las Navidades pasadas.

- ¡Púlsalo! -grita Poppy a Bruno, quien procede a pulsar el botón.

Yo no quiero pulsarlo, quiero tirarlo a la basura. Se me está levantando un dolor de cabeza monumental y no sé si es sólo por culpa de esa voz robotizada que retumba en mi salón y te dice si tienes que pulsar, girar, lanzar, etcétera.

Poppy, sin llegar a sentarse en las rodillas de Bruno, se encuentra tan pegada a él como le resulta posible. Debe de pensar que, si se da la vuelta un instante, su padre volverá a desaparecer. Se muere porque él la quiera y se me encogen las tripas al ver lo cariñoso que se muestra con ella. Si alguien viera una fotografía de la escena que tengo ante mis ojos, daría por supuesto que se trata del padre perfecto. Y luego dicen que la cámara no miente. Me pregunto cuánto tardará esta vez en cansarse del papel de amante progenitor. ¿Acaso no se da cuenta de lo que se pierde al no relacionarse con sus hijos de manera permanente?

Hace un rato he subido a mi dormitorio y me he puesto unos vaqueros, porque la inesperada llegada de Bruno ha puesto fin a toda expectativa de irnos temprano a la cama. Después de tanto tiempo, no me apetece que me vea en bata. Además, tenía que reflexionar sobre lo que voy a hacer, pero me resulta imposible albergar cualquier pensamiento. Da la impresión de que mi mente ha entrado en estado catatónico, y mi poder de negociación se ha visto gravemente debilitado por culpa del evidente deleite que demuestra mi hija con el regreso a casa de su padre. Connor, mi angelito, duerme en su cuna sin percatarse de este torbellino de emociones. Con paso reticente, he bajado las escaleras para sumarme a la fiesta de bienvenida. En este momento estoy sentada en el sofá y observo cómo juegan, cómo representan sus respectivos papeles de padre amoroso y entrañable hija. Durante las últimas semanas he intentado recuperar mi vida y avanzar hacia delante. Pensaba que había hecho algún progreso, por pequeño que fuera. Ahora siento que he regresado al punto de partida. Justo cuando creía que por fin me había librado de Bruno, aquí lo tengo, tumbado en la alfombra frente a la chimenea, igual que si nunca se hubiera marchado.

Como si me leyera la mente, levanta los ojos y me sonríe. Es una sonrisa irresistible, practicada con ahínco durante tanto tiempo que, aunque trato de no dejarme influir, me cuesta no sucumbir ante ella. Bruno es encantador hasta decir basta, pero el encanto en los hombres ya no me parece una virtud. Mi marido -de nombre únicamente- es alto y ancho de espaldas. Sus abultados músculos se deben a que se ha ganado la vida con empleos temporales en el sector de la construcción. Sabe levantar tabiques, instalar sanitarios y rehacer redes eléctricas. Cuando coloca baldas, no se caen. Esas sí son cualidades que valoro en los hombres. Lo malo de Bruno es que siempre se ha mostrado reticente a la hora de practicar sus habilidades en el entorno doméstico. Su cabello oscuro ha crecido desde la última vez, y ahora lleva una barba corta que le hace parecer un miembro entrado en años de una banda musical de adolescentes. Tiene el cutis bronceado y muy seco; le asoman a las sienes algunas canas, pero en conjunto no aparenta en absoluto los treinta y seis años que tiene. Lástima que tampoco actúe como corresponde a su edad.

Bruno se da unas palmadas en el estómago, liso como una tabla.

- No he cenado -dice-. Anda, sé buena y prepárame algo.

Me levanto del sofá. Se diría que el reloj hubiera dado marcha atrás a todo gas. Me alegro de no tener en el frigorífico ninguno de los alimentos favoritos de Bruno; de otro modo podría dejarme llevar por la tentación de impresionarle, y la verdad es que no me apetece.

- Puedo hacerte unos huevos con beicon.

- Humm… Maravilloso -responde él-, justo lo que los médicos recomiendan.

¡Maldición! Avanzo hacia la puerta con paso fatigado, tan fatigado como mi propio corazón.

- ¿No tendrás una cerveza fría en la nevera? -pregunta Bruno a mis espaldas.

- Sí.

Odio admitirlo, pero en mi última visita al supermercado compré un paquete de seis latas por si Nick venía a verme en alguna ocasión.

Mi marido me guiña un ojo, tan satisfecho como el gato que se acaba de zampar el cuenco de crema. Mientras que yo, una vez más, me siento como el ratón atrapado por ese mismo gato.

Me vuelves loca
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