Capítulo 74

Sophie se encontraba delante de su casa. Las rodillas le temblaban y le aterrorizaba la idea de entrar y enfrentarse a lo que pudiera esperarla. Aun así, no había manera de evitarlo, de modo que se armó de valor y se encaminó hacia la puerta por el sendero del jardín.

Cuando entró, se encontró a Tom de pie en la cocina y se quedó estupefacta ante la visión que tenía ante sus ojos. La cocina estaba impoluta, y tan ordenada que incluso la encimera quedaba a la vista. El suelo y el fregadero lanzaban destellos y en el ambiente se apreciaba el olor a limón propio del aceite abrillantador de muebles.

Charlotte y Ellie, recién lavadas y peinadas, estaban sentadas a la mesa y cenaban en armonía. Encima de la mesa, entre las dos niñas, se veía un jarrón lleno de flores frescas: unos narcisos de estridentes pétalos amarillos y corola naranja compartían espacio con unos tulipanes rojos que se esforzaban por mantener erguidas sus voluminosas flores sobre los tallos excesivamente endebles. Era como si su propia casa hubiera sido sometida a un cambio radical de esos que aparecen en algunos programas televisivos. O como si el hada madrina de los quehaceres domésticos hubiera agitado su varita mágica sobre el hogar de los King.

Su marido llevaba puesto un delantal que anunciaba en grandes caracteres: «A los hombres de verdad les gustan las tareas de la casa (o eso dice mi mujer…)». La leyenda iba acompañada del dibujo de un hombre corpulento a medio vestir que agitaba un plumero. Varios años atrás, Sophie se lo había regalado por Navidad a modo de broma y también, claro está, como una evidente indirecta. Tanto la indirecta como el delantal habían sido resueltamente ignorados, y este último había permanecido, sin estrenar, en un cajón de la cocina desde entonces. Sophie descubrió que su marido llevaba bajo el delantal una camisa limpia; además, se acababa de lavar el pelo. Tom estaba inclinado sobre la mesa, ayudando a Charlotte a cortar las salchichas.

Levantó la vista cuando entró Sophie. Los ojos de ella se cuajaron de lágrimas.

- Tom… -empezó a decir.

Él saludó con la cabeza.

- Sophie.

- Tenemos que hablar.

- Yo no hablo, ya lo sabes.

Se acercó a él.

- Mira…

- Siempre he creído que las acciones dicen más que las palabras.

- Tom…

Él se incorporó.

- Por lo que a mí respecta, es agua pasada -se quedó mirándola-. Tú opinas lo mismo, ¿verdad? ¿Verdad, Sophie?

Ella, ahogada por la emoción, asintió con un gesto. Tom acercó una silla y su mujer se desplomó sobre ella.

- Se me ha ocurrido que podemos pedir comida china cuando las niñas se vayan a la cama. Abriré una botella de vino del bueno -añadió- y sacaré las copas elegantes.

Sophie mostró su acuerdo a través de las lágrimas.

- Podemos ver una película en el vídeo -dijo Tom, y prosiguió con voz enérgica-: Que no sea de esas cursis y sensibleras. Elegiremos una de Arnold Schwarzenegger.

- Muy bien -respondió Sophie-. Perfecto. Será genial.

- Bien -daba la impresión de que Tom también se esforzaba por controlar las lágrimas-. Decidido -se volvió hacia las niñas-: Ellie, termínate las salchichas, no se vayan a enfriar. Buena chica.

Sophie entendió que ese momento era lo más cerca que iba a estar nunca de decirle a su marido lo mucho que lo sentía, y a su vez Tom le estaba diciendo de alguna manera que él también lo sentía mucho.

Me vuelves loca
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