Capítulo 17

Cuando Sophie irrumpió alegremente en el salón, Tom, Ellie y Charlotte se encontraban sentados en el sofá viendo cómo un personaje famoso trataba de correr los cien metros en el programa Superstar Sports. Decir que estaban pegados al televisor era quedarse corto. El Superglue de alta adherencia no habría conseguido mantenerlos aferrados a la pantalla con tanta firmeza. Ninguno de los tres miró en la dirección de Sophie.

- ¡Tachan! -bramó ella en un intento de provocar algún tipo de reacción.

Con aire desganado, Ellie y Charlotte apartaron la vista de los jadeantes famosos de tercera categoría. No así Tom, cuyos ojos siguieron firmemente adheridos a los pechos exuberantes y saltarines de Nell McAndrew.

Sus hijas, ya bañadas y enfundadas en sus pijamas con estampado de vaca en blanco y negro, presentaban un aspecto adorable. Ellie se chupaba los mechones de su largo cabello rubio mientras que Charlotte, que apenas tenía pelo aún, se contentaba con el chupete. Su marido, por desgracia, resultaba mucho menos adorable. Estaba repantingado en el sofá, vestido con un chándal que había conocido tiempos mejores -de hecho, el verano anterior Sophie había decretado que fuera de uso exclusivo para labores de jardinería-. La barba incipiente le aportaba un tono gris a la cara y le hacía falta un buen corte de pelo.

- ¿Parezco una mujer capaz de despedazar a un hombre y comérselo vivo?

- Sí -respondió Ellie, que era toda la aportación que se podía esperar de una niña de tres años. Charlotte, de doce meses, aplaudió con entusiasmo.

Por fin Tom levantó la vista.

- Sí -dijo antes de devolver su atención al televisor.

Sólo hasta cierto punto Sophie estaba dispuesta a echar la culpa de semejante letargo doméstico a las presiones del trabajo de Tom. Por término medio, la jornada laboral de los británicos es la más larga de Europa, si es que uno se cree lo que dicen en los periódicos, y en ese sentido Tom no era una excepción. Llevaba diez años con el mismo trabajo monótono, abriéndose paso a diario entre el tráfico, cada vez peor, para acudir a oficinas a reparar equipos informáticos que invariablemente habían sido inundados de café, golpeados con algún objeto contundente o que ni siquiera habían sido enchufados. No sólo estaba destruyendo su alma, sino también el matrimonio de ambos. La aversión de Tom hacia su empleo -o, por lo que parecía, hacia cualquier clase de profesión- estaba pasando factura a la vida cotidiana de la pareja. A los treinta y cinco años, en lugar de salir a buscar un trabajo mejor y más estimulante, Tom se dedicaba a malgastar su vida mientras soñaba con la jubilación. Bueno, pues de ninguna manera iba a malgastar también la vida de su mujer.

Sophie se puso con los brazos en jarras.

- ¿Sabías que el hecho de ser esposa y madre se considera una ocupación valiosa en algunos países?

- ¿En cuáles? -masculló Tom.

- No lo sé -admitió ella-, pero tal vez deberíamos mudarnos a uno de ellos.

La mayor parte de las discusiones que mantenían últimamente tenían que ver con el hecho de que, en palabras de Tom, Sophie se daba la gran vida al quedarse en casa cuidando a las niñas mientras que él tenía que salir a ganarse el pan. ¿Acaso el idilio de la vida familiar no consistía precisamente en eso? Todo ese asunto de la emancipación estaba muy bien; pero ¿era verdad que el deseo de la mayoría de las mujeres consistía en hacer malabarismos entre un empleo agotador y una vida doméstica igual de agotadora? Sophie deseaba quedarse en casa y cuidar de sus hijas. ¿Qué tenía de malo? Sólo había que fijarse en lo descuidada que se estaba volviendo Anna, y eso que aún no había empezado a trabajar en serio.

Tom se quejaría de su suerte -muy a menudo, por cierto-, pero lo único que tenía que hacer tras una dura jornada de trabajo era sentarse erguido el tiempo suficiente para cenar y luego tumbarse frente al televisor. Sophie no terminaba su jornada hasta que caía derrengada en la cama, sin fuerzas para hablar y aún menos para hacer cualquier otra cosa. Y menos mal, porque desde mucho tiempo atrás la actividad bajo las sábanas no era demasiado intensa. Sophie podía contar con los dedos de una mano las veces que Tom y ella habían tenido relaciones íntimas desde el nacimiento de Charlotte. Por el contrario, se quedaría sin dedos de las manos y los pies a la hora de calcular las discusiones sin sentido en las que se habían enzarzado durante el mismo periodo.

Sophie cogió su bolso. Era hora de marcharse. Pensó en despedirse de Tom con un beso, pero cambió de opinión.

- Hasta luego -dijo.

Tom suspiró profundamente. Se había mostrado en contra de que las niñas durmieran fuera de casa, pero era mucho más complicado ver la televisión con ellas que a solas.

- Sí.

Sophie se dirigió al vestíbulo y agarró su cazadora. Antes de ponérsela, se contempló con aire tranquilo en el espejo de cuerpo entero situado junto a la puerta.

«Estás preciosa», se dijo. Bueno, si no exactamente preciosa, desde luego más que pasable. Nada que unos cuantos kilos de menos y un estiramiento facial no pudieran solucionar. Se sujetó hacia atrás las mejillas. Parecía años más joven.

«Bestia sexual -gruñó- Grr…»

De pronto, una oleada de incertidumbre le invadió las entrañas y se quedó mirándose en el espejo cara a cara.

«Eres una bestia sexual -se dijo con firmeza-. Y no permitas que tu marido ni ninguna otra persona te convenzan de lo contrario.»

Me vuelves loca
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