Capítulo 59

El equipo estereofónico suena a todo volumen y Poppy trata de enseñarme los pasos de un lascivo baile de hip-hop o garaje CD, o algo parecido. Mis caderas jamás podrán volver a girar de esa manera. Después de dos embarazos, se han quedado bloqueadas resueltamente y se niegan a abandonar su agarrotamiento. Y es que creo que mi pelvis se aterroriza ante la posibilidad de que yo pierda la cabeza y vuelva a plantearme la maternidad, por lo que, en silencio, lanza su enérgica protesta. En cualquier caso, mi hija tiene un conocimiento excesivo del movimiento pélvico para ser una niña de diez años. Seguro que yo no sabía nada de eso hasta que cumplí los veinte, por lo menos. A lo largo de mi vida, he ejercitado la pelvis con muy pocas personas -en el último recuento no han salido más que dos-, y así me va.

A Poppy y a mí nos da un ataque de risa mientras tratamos de recobrar el aliento. Connor también se ríe, aunque no sabe por qué. Me cuesta explicarle que de mayor será un varón inglés de raza blanca, y, por lo tanto, genéticamente incapaz de bailar como es debido.

Arranca la canción siguiente y volvemos a tomar nuestras respectivas posiciones justo cuando la letra da un giro hacia peor.

Poppy se muestra perpleja.

- Mamá, ¿qué significa «zorra cachonda»?

- Eh…

Qué miedo me dan estas preguntas. ¿Acaso los productores discográficos, cuando hacen las mezclas o lo que quiera que sea la producción de un disco, no se paran a pensar en las pavorosas escenas a las que los padres nos vemos sometidos? ¿Es que no tienen hijos en casa? Christina Aguilera y compañía tendrán mucho que explicar si alguna vez se presentan ante mi puerta. En ese instante suena el teléfono y me invade una oleada de alivio. Me he salvado por los pelos. Confío en que no sea otra de esas veces que cuelgan cuando contesto.

- Hola.

- Hola, Anna.

- Hola, Tom.

Ahora lamento que no sea el interlocutor misterioso, o cualquier persona salvo el marido de Sophie. Me preocupo, porque Tom nunca me llama. Jamás. Creía que era físicamente incapaz de utilizar un teléfono. Debe de ocurrir algo grave.

- ¿Va todo bien?

- ¿Está Sophie contigo?

- Eh… ¿Sophie?

- Ya sabes -dice Tom desde el otro extremo de la línea-, Sophie, tu mejor amiga. Me refiero a esa Sophie. La misma que me dijo que iba a acercarse a verte un rato.

- Sí, sí -balbuceo-, Sophie está aquí -sé exactamente dónde encontrarla, ya que le ha dicho a Tom que está conmigo y no es verdad. Me entran ganas de asesinarla-. Sí, está aquí.

- ¿Me la pasas un momento?

- Eh… -mierda. Joder. Maldita sea-. En este momento está en el cuarto de baño. Sentada en el váter -demasiada información-. ¿Le digo que te llame en cuanto salga?

Voy a llamar a Sophie al móvil y confío en que conteste por lo que más quiera y que devuelva la llamada a Tom.

- No -responde él con tono seco-. ¿Dices que está en el váter?

- Sí -la garganta se me contrae hasta tal punto que me voy a ahogar-. ¿Le digo que te llame luego?

- No, déjalo. No te molestes.

Y Tom cuelga.

Sophie entró por la puerta principal justo cuando Tom colocaba el auricular en el teléfono.

- Hola -dijo-. Ya estoy en casa.

Seguían sentados en el sofá viendo la televisión, tal como les había dejado tres horas antes, a pesar de que las niñas deberían haberse ido a dormir hacía mucho tiempo. Sophie abrigó la esperanza de no parecer tan desaliñada como se sentía. Las tres horas en la cama de Sam habían sido el equivalente a correr una maratón sin entrenamiento previo.

- Has tardado más de lo que pensaba -el tono de Tom era más brusco de lo normal-. Empezaba a preocuparme -lanzó una penetrante mirada al reloj.

- Ya sabes cómo es Anna. -Sophie chasqueó la lengua y elevó los ojos hacia el techo para mayor efecto-. Le encanta charlar.

- Sí -respondió Tom.

Sophie se quitó el abrigo y lo arrojó a un lado.

- ¿Con quién hablabas por teléfono?

- Con nadie -dijo Tom-. Se habían confundido.

- Ah.

Ellie soltó de sopetón:

- Papá quería que comprases patatas fritas al volver de casa de la tía Anna.

- Si quieres, puedo volver y comprarlas -se ofreció Sophie-. Será cuestión de un minuto. No me importa.

Sophie, atormentada por el remordimiento, contempló a su familia. Ante sus ojos pasaban a toda velocidad vívidas imágenes de Sam y ella en la cama, y trató de bloquearlas con todas sus fuerzas.

Tom se levantó.

- Iré yo -dijo-. No me vendrá mal un poco de aire fresco.

- ¿Aire fresco? -Sophie le miró con curiosidad-. ¿Desde cuándo necesitas tú aire fresco?

- Desde ahora.

Tom se enfundó el abrigo y, sin pronunciar palabra, se encaminó a la salida y se marchó dando un portazo. Sophie se mordió el labio, preocupada.

Me paso la mano por la frente tratando de borrarme el ceño de preocupación y, como no lo consigo, me empiezo a morder una uña.

- ¿Por qué dices mentiras sobre la tía Sophie? -pregunta Poppy-. No está con nosotros.

Me desplomo sobre el sofá y rebusco en mi bolso para encontrar el móvil.

- A veces los mayores hacemos esas cosas. Busco el número de Sophie en la agenda del teléfono y pulso el botón de llamada. Tiene el móvil desconectado y salta el buzón de voz. Dejo un críptico mensaje diciendo que me llame; pero, como es natural, no puedo explicarle que Tom la está buscando. Si ha decidido ser una adúltera, más vale que empiece a espabilarse y no me utilice de tapadera para sus infidelidades sin ni siquiera molestarse en advertírmelo.

- ¿Está preocupado el tío Tom?

Y encima involucra a mi hija en sus engaños.

- Sí, un poco.

- Los mayores siempre están diciendo mentiras -observa Poppy-. En mi opinión, es una tontería.

- Tienes razón -coincido yo. Doy un abrazo a mi hija-. Una tontería muy grande.

Aun así, todos seguimos mintiendo, ¿o no?

Me vuelves loca
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