Capítulo 88

Lo más triste es que ya he decidido qué tengo que hacer. Me siento en el sillón, me quedo mirando por la ventana y contemplo las bolsas de patatas fritas vacías y los periódicos que revolotean por la calle, arrastrados por el desapacible viento. Mientras organizo los papeles del escritorio distraídamente, recorro con una mirada añorante la destartalada y marchita oficina que tanto he llegado a amar, casi tanto como a su propietario. Hace frío. Me pongo la chaqueta, pero no consigo entrar en calor. Me rodeo el cuerpo con los brazos y me los froto con energía al tiempo que me pregunto si debería dejar una nota a Nick.

Me pongo de pie, recojo mis cosas y me encamino a la puerta. La oficina sigue hecha un desastre y odio dejarla en semejante estado. Pero no tengo más remedio, lo sé. Es la forma correcta de actuar. Si me lo repito con la frecuencia necesaria, puede que llegue a convencerme.

El tiempo que he pasado entre estas paredes ha significado para mí mucho más que un simple periodo de trabajo. Ha supuesto la salida de mi antigua vida y la entrada a una nueva existencia. Me escandalizo al pensar que soy capaz de dar la espalda a Nick, pero ya le he explicado que no se trata de mí, sino de los niños. Bruno es su padre y llegado este momento no puedo apartarles de él una vez más. Obligo a mis piernas a encaminarse hacia la puerta, a paso lento. Las noto pesadas, apenas consigo moverlas, y siento escalofríos por todo el cuerpo, como si tuviera gripe.

Salgo de la caseta y echo la llave a la puerta. Me subo al coche y, no sé cómo, me las arreglo para conducir a través de la ciudad. Un concierto de bocinas me asalta por culpa de mis erráticas maniobras, de las que apenas soy consciente. Debería ir a ver a Sophie, pero me falta valor. Mi amiga acabaría por convencerme de que pusiera a Bruno de patitas en la calle e iniciara una relación con Nick. Y no es eso lo que quiero escuchar. Quiero tener la sensación de que, después de todo por lo que he pasado en mi turbulento matrimonio, al menos he conseguido algo bueno. Quiero que mi decisión sea corroborada, y demostrar que los años que hemos pasado juntos no han supuesto un desperdicio de tiempo y de esfuerzo.

Tras un trayecto que completo en estado de trance, entro en el aparcamiento público de la Pagoda de la Paz, en el parque de Willen Lakes. El recinto está desierto, salvo por un par de coches. Veo una furgoneta de DHL aparcada junto a otra de BT, y ambos conductores comparten un termo de café. Aparco junto a ellos en busca de una cierta seguridad, con el fin de que nadie me destroce las ventanillas del coche mientras me encuentre ausente. La superficie de cemento está salpicada de montones de hojas empapadas. Los escuetos arbustos de tono gris y los rosales silvestres que tan coloridos resultan en verano se ven fríos y desnudos bajo la mortecina luz invernal. A pesar de su apariencia desolada, este lugar es magnífico para detenerse a reflexionar sobre la propia vida. Necesito esta soledad para poder pensar.

Llevo una cazadora gruesa e impermeable en el maletero del coche, pues vivo con el constante temor de que mi ruinoso cacharro sufra una avería, y siempre llevo a mano un equipo de emergencia. Se trata de una de las pocas áreas de mi vida en las que soy organizada. Ahora agradezco el abrigo y el confort de la cazadora, si bien despide un ligero olor a humedad y a vapores de gasolina. Me quito los tacones de una sacudida y me enfundo unos calcetines y unas deportivas que han conocido tiempos mejores y también forman parte de mi vestuario de supervivencia. Por extraño que parezca, no se me había ocurrido que iba a tener que utilizarlo en una situación como ésta, en la que soy yo, y no el coche, quien se ha venido abajo.

- ¿Te apetece un poco de café caliente, guapa? -pregunta uno de los conductores de furgoneta elevando la voz-. Por lo que se ve, no te vendría mal.

- No, gracias -respondo yo-. ¿Vais a quedaros aquí un rato?

Ambos asienten al unísono.

- ¿Os importaría cuidar del coche?

- Pues claro que no.

Por la manera en la que me preocupo por él, se diría que se trata de un Mercedes de gama alta; pero como es mi único medio de transporte, lo último que quiero es que le ocurra alguna desgracia.

Me despido de los hombres con un gesto de la mano y emprendo camino por el empinado y serpenteante sendero que conduce hacia el ornado edificio blanco de la Pagoda de la Paz, que, encaramada en lo alto de una colina, disfruta de espléndidas vistas sobre la amplia superficie del lago. En las laderas de la colina hay plantados un millar de cerezos y de cedros que provienen de una antiquísima aldea japonesa, famosa por la belleza de sus árboles en flor. Ahora la hierba está demasiado alta y manchada de barro. Con todo, los flamantes brotes verdes que se aferran a las ramas de los cerezos en espera del calor de la primavera me proporcionan un hálito de esperanza. Ésta fue la primera pagoda budista construida en Occidente, si es que se puede dar crédito al periódico local. Sin esfuerzo aparente, desprende un aire de calma y serenidad. A pesar de sus delicados relieves y su frágil estriado, presenta una apariencia sólida y fiable. Dentro de un mes, más o menos, el estallido de color de los cerezos suavizará las aristas del edificio, que en este momento se alza austero y orgulloso sobre el paisaje desnudo. Su blanco inmaculado reluce bajo el oscuro cielo cubierto de nubes. Me ciño la cazadora para protegerme del viento y lamento que mi equipo de emergencia no incluya también un gorro de lana.

Asciendo las escaleras de mármol y, sumida en mis pensamientos, doy una vuelta completa a la pagoda. Me siento en los escalones, flanqueados por dos leones de piedra, y contemplo el lago. No puedo seguir con mi trabajo. Si las cosas salen mal con Bruno, tendré que encontrar una solución. No puedo mantener a Nick, tan amable y servicial, en un segundo plano, siempre dispuesto a ayudarme. Así Bruno y yo jamás conseguiríamos reconciliarnos. Y aunque ni yo misma lo entiendo, siento que debo dar a mi marido una última oportunidad.

El viento forma olas de espuma en la oscura superficie del agua. Los gansos del Canadá elevan graznidos de protesta mientras remontan el vuelo luchando contra los elementos. Estoy completamente sola. Tengo los dedos entumecidos de frío, y lo peor es que mi corazón se encuentra en el mismo estado. Espero que Nick, algún día, sea capaz de entenderlo.

Me vuelves loca
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