Capítulo 55
- No pienso comprarte un uniforme de enfermera.
Estoy dispuesta a mostrarme inflexible en este asunto.
- Sólo lo estaba mirando -dice Sophie con una voz que le pegaría más a mi hija de diez años. A regañadientes, devuelve el uniforme al perchero.
Nos encontramos en uno de esos sex shops situados en las zonas comerciales, accesibles al público en general y pensados para la mujer moderna. Se encuentra en pleno centro de la ciudad y albergo la esperanza de que nadie me haya visto entrar. Nunca me he considerado una mojigata, pero preferiría recibir estos artículos por correo, envueltos en anodino papel marrón y, a ser posible, de manos de otra persona que no fuera nuestro cartero habitual, que es un hombre encantador y se llevaría un buen susto. Es domingo y, como es natural, el centro comercial está de bote en bote. No me apetece pasearme por Milton Keynes con el nombre del sex shop grabado en una bolsa de papel. ¿Y si me encuentro con un vecino? O peor aún: ¡con Nick!
Sophie y yo hemos salido de compras y voy a emplear el salario que he ganado estos días con el sudor de mi frente en hacerle un regalo. Cuando revisé el sobre que Nick me había entregado me dio la impresión de que contenía un montón de dinero, teniendo en cuenta el poco tiempo que llevo trabajando. Cada vez que me paro a pensar en lo encantador que es este hombre noto un remolino en el estómago. Y eso no está bien. Se trata de un empleo. Él es mi jefe. Tengo que comportarme como una profesional.
A pesar del estupendo día que ayer pasamos juntos, no debo vincularme emocionalmente a él. Creo que lo escribiré cien veces, como hacíamos en el colegio: «No debo vincularme emocionalmente a mi jefe. No debo vincularme emocionalmente a mi jefe…». Aunque sea maravilloso.
A pesar de no tener hijos propios, es fantástico con los niños. Tiene que ser un don innato, y me indigna que su miserable y escuálida ex mujer no se haya percatado. O acaso sí lo sabe, pero prefiere ignorarlo. Cada vez que me pongo a pensar en él con afecto, me esfuerzo por recordar que en esta ecuación no estamos solos los dos. Es posible que vuelva con Janine, Dios nos proteja. No sería de extrañar en absoluto. Sigue vinculado emocionalmente a su mujer. También tendré que escribir eso cien veces, a ver si se me mete en la mollera de una vez. Que nos lleve a mí y a mis hijos a Londres a pasar el día no significa que tenga la intención de llevarme al altar. He sido parte involuntaria de un triángulo amoroso demasiadas veces como para meterme en otro por voluntad propia. Además, Nick no es de esa manera. Sé que ama a Janine. Tiene que amar a esa bruja tramposa para plantearse la posibilidad de volver con ella. Exhalo un suspiro para mis adentros. Aun así, me encantaría que mis hijos tuvieran un padre como Nick. Bruno nunca tuvo madera de buen progenitor, ni siquiera cuando vivía con nosotros.
- ¿Por qué no te compras uno tú? -sugiere Sophie señalando el diminuto uniforme con la barbilla.
- Sí, claro.
Cuando termino de cuidar de los niños todo el día lo último que me apetece es vestirme de enfermera y seguir ejerciendo el mismo papel con un hombre. Eso también incluye el disfraz de doncella francesa y el de cantinera medieval. ¿Por qué todas las fantasías masculinas giran alrededor de mujeres sumisas? Entonces vuelvo la vista a la sección de sadomasoquismo, con su despliegue de corsés de caucho, látigos de cuero y collares de perro con púas, y se me ocurre que a lo mejor no siempre es así.
Nos abrimos camino hasta llegar a la exhibición de vibradores -cuyos colores abarcan toda la gama del arco iris- empujando nuestras respectivas sillitas de paseo, lo que nos granjea miradas furiosas por parte de las dependientas, esbeltas y de gesto malhumorado. Vemos un vibrador grande y rosa, de «tacto suave y realista». Qué barbaridad. Si yo fuera hombre y tuviera un apéndice que se pareciera remotamente a esa cosa me ingresaría en la primera clínica que encontrara. Al menos, Sophie no trata de coaccionarme para que le compre uno. Aunque en mi actual estado de celibato esos artilugios me serían de más utilidad que el uniforme de enfermera.
- ¿Por qué no me regalas éste? -suplica Sophie con un gimoteo.
Me quedo mirándola horrorizada. Ha cogido un disfraz denominado «conejito rampante». Es rosa, espantoso y no se parece en lo más mínimo a los adorables conejos de orejas caídas que uno pueda tener en mente.
- Vi algo parecido en Sexo en Nueva York.
- No creo que Milton Keynes sea la misma clase de ciudad.
- Nosotras también somos mujeres libres de prejuicios y ávidas de sexo -señala Sophie-. Tenemos mucho en común con Carrie y sus amigas. Puede que algo de este estilo nos sirva para animarnos.
- A mí no me mires -me estremezco cuando mis ojos se posan sobre el «penetrador púrpura» colocado en el estante de al lado. Aparto la sillita de Connor de los objetos en exposición y bajo el tono de voz-: Yo no necesito animarme. Y tú tampoco. Además, no tengo ni idea de cómo se usan.
Sophie me clava una mirada de incredulidad.
- ¡Anna!
- A ver, ¿cómo se limpian? -pregunto mientras me encojo de horror.
- Se lavan con un detergente bactericida.
- ¡Puf! Ya te veo pelando patatas mientras uno de estos cachivaches se seca en el escurridor.
- No tienes ni una pizca de romanticismo.
- Sí que lo tengo -replico yo-. Por eso no quiero practicar sexo con un juguete de plástico.
Sophie recoge otra arma letal.
- Bueno, ¿y qué te parece éste?
Este recibe el nombre de «maximizador». Según dice en la caja, tiene veintitrés centímetros de largo y no tengo ni idea de lo que eso supone, pero da la impresión de que es gigantesco. Soy una de esas personas que se aferran con resolución al tradicional método de medición británico, que utiliza pies y pulgadas, y no entiendo para nada el sistema métrico decimal, sobre todo en lo que a vibradores se refiere. Me pregunto si, en el futuro, mi hija y sus amigas cambiarán opiniones sobre la anatomía masculina utilizando centímetros: «Te lo aseguro, Stephanie; tiene veintitrés centímetros por lo menos». Para unos oídos británicos suena raro, la verdad.
He prohibido a mi hija entrar en este emporio de placeres eróticos, sobre todo porque puede que sepa bastante más que su madre sobre algunos de los artículos que están aquí a la venta. Está sentada en la calle, agotando el saldo de su móvil mientras habla con Stephanie Fisher -no de los centímetros de ciertas cosas, espero- y dando sorbos a una Coca-Cola que le he comprado en McDonald’s a modo de soborno.
Doy una palmada a Connor en la mano cuando trata de alcanzar una caja de bombones en forma de pezón.
- Ni se te ocurra tocar nada -le advierto mientras le aparto a toda prisa de los penes de chocolate.
Esta experiencia podría marcarle para el resto de su vida. Debería haberle dejado fuera, con su hermana.
Mi amiga continúa regocijándose con todo tipo de artilugios sexuales de las más extrañas formas.
- Venga ya, Sophie. ¿Cómo ibas a esconder uno de estos cachivaches de los niños? -le pregunto-. Darían con él y Ellie lo sacaría del cesto de los juguetes cuando tuvieras visita y lo sostendría en alto para que todos lo vieran.
- Tienes razón -responde ella-. Además, ¿cuándo iba a encontrar un momento de tranquilidad para usarlo?
A regañadientes, Sophie devuelve un vibrador a su lugar en el estante y, con un melancólico suspiro, lo contempla por última vez. Acto seguido, dirige su atención a la sección de lencería y se pone a toquetear un diminuto perifollo de encaje que resulta ser un par de bragas. Descuelgo un tanga de la percha y me esfuerzo en averiguar por qué lado hay que ponérselo. Tiene pinta de ser incómodo a más no poder. Eso sí, de lo más provocativo para quien le excite ponerse un trozo de hilo dental en el trasero. A toda prisa, devuelvo el tanga a su sitio. Recuerda sospechosamente al que llevaba -mejor dicho, no llevaba- Vicky, la canguro. Hace años que no me pongo ropa interior de ese estilo y la verdad es que me alegro. Hubo un tiempo lejano en el que esta clase de lencería habría favorecido mi figura, un tiempo en que mis caderas se proyectaban como los extremos de una percha de ropa sobre mi diminuta barriga. Pero ahora mi enorme cintura, propia de las madres, me oculta por completo los huesos de las caderas y el trasero se ha extendido hasta tal punto que sólo encuentra confort en bragas extra grandes y rechaza de plano cualquier variedad de encaje por tratarse de un adorno innecesario que, para colmo, rasca la piel.
- ¿Por qué este repentino interés por la lencería minúscula? -pregunto. Como si no lo supiera ya.
- Por nada -Sophie se encoge de hombros.
Ellie entretiene a Charlotte envolviendo a la pequeña con una boa de plumas escarlata de la cabeza a los pies.
- Creía que habías terminado con Sam. Una sola vez, ha sido un error, bla, bla, bla.
Mi amiga guarda un ominoso silencio.
- ¡No estarás pensando en comprarte ropa interior para Tom!
Sophie me lanza una mirada furiosa.
- A lo mejor me la compro para mí. Y puede que sea verdad.
- Podría matar a Tom por el poco caso que te hace -le susurro a Sophie-, pero, a pesar de todo, no está bien que acompañe a su mujer a comprarse prendas eróticas con las que seducir a su nuevo amante.
Sophie se pone tensa.
- Siempre has sido más puritana que yo.
Estrecho a mi amiga entre los brazos.
- No quiero que este asunto nos haga discutir -respondo-, pero ya te he servido de coartada una vez, sin quererlo, y no me siento cómoda en ese papel.
Sophie me aprieta más fuerte, pero el abrazo me resulta poco entusiasta.
- Si pensara que alguna de estas prendas podía ayudarte a salvar tu matrimonio, te la compraría al instante -aclaro-; sabes que es verdad. Pero no puedo regalarte nada de esto porque pienso que va a ayudarte a separarte de Tom.
- Entonces, ya que voy a ponérmelas para mí sola, pagaré con mi dinero -espeta Sophie con tono desafiante, y se pone a arrancar de las perchas toda clase de ropa interior de encaje.
- No seas así -las comisuras de los labios se me curvan hacia abajo-. Quiero hacerte un regalo -insisto-. Has sido un cielo conmigo. Si no fiera por ti, no podría haber aceptado el trabajo.
Sophie esboza una sonrisa y sujeta en alto las prendas de dudoso gusto que acaba de elegir.
- Preferiría comprarte un bolso de Kate Spade -afirmo.
Sophie agita ante mis ojos un corpiño con estampado de leopardo.
- Quiero que sepas que voy a actuar en contra de mi voluntad -le advierto.
Mi amiga se sujeta al pecho un picardías de encaje negro. Dios mío, ni siquiera le cubre el… En fin.
- No quiero ni imaginarte con eso puesto -comento yo al tiempo que me vienen a la cabeza las travesuras a las que Sophie podría someterse ataviada de semejante guisa.
Nos acercamos a la caja para pagar.
- ¿Por qué no te compras algo para ti? -me pregunta.
- ¿Y adónde iba a llevar puesto algo así? -levanto en alto el corpiño de leopardo.
- A la oficina -responde Sophie con una sonrisa-. Podrías dar a Nick una agradable sorpresa cuando te inclinaras sobre su escritorio.
- Menuda pervertida estás hecha -digo yo-. Nick es demasiado bueno como para sucumbir a unos trucos tan evidentes.
Aunque debo admitir que sí me viene a la mente algún que otro destello enfermizo en el que mi jefe y yo actuamos de manera indecorosa entre los montones de documentos pendientes de archivar. Humm…
- ¡Venga! -Sophie me da un codazo en las costillas.
Puede que me dé el lujo de comprarme alguna tontería. Para celebrar mi primer sueldo, por ninguna otra razón. Agarro un minúsculo tanga transparente ribeteado de plumas de marabú. Tiene que despertar el interés de cualquiera, me imagino.
- Esto es absurdo.
- Ahora, sólo nos queda encontrar una razón para que te lo pongas.
- Ya quisiera yo -respondo con un resoplido.
La cajera registra nuestras adquisiciones y las introduce en bolsas en las que el nombre de la tienda está estampado por todas partes, de manera que a nadie se le pueda pasar por alto la clase de artículos que hemos comprado.
- ¡Mamá mira lo que he hecho!
Nos giramos y descubrimos que Ellie ha encadenado a Connor a la sillita con unas esposas de peluche rosa. Mi hijo, lejos de mostrarse preocupado, sonríe de oreja a oreja. Ay, Dios santo.
- ¿Dónde está la llave? Dime, ¿dónde está la llave? -chilla Sophie, presa del pánico.
- No lo sé -responde Ellie.
Lo que nos faltaba.
- ¿Puede ayudarnos? -pregunto a la malhumorada dependienta.
Con una expresión de aburrimiento que le cubre el semblante, abre un cajón y se acerca a la sillita con paso tranquilo y la llave en la mano. Puede que en este establecimiento los hijos de los clientes queden prisioneros de la mercancía con cierta regularidad. La dependienta libera a mi hijo de las esposas. Entonces, y sólo entonces, Connor rompe a llorar. Me pregunto si esto dice algo en cuanto a sus predilecciones futuras.
- Venga -mascullo-, larguémonos de aquí. Agarramos nuestras bolsas de lascivas mercaderías y a nuestros respectivos niños y, entre risas, salimos corriendo hacia la puerta.